Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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Hablaba deprisa y con el mismo acento de la infancia. La edad la había reducido y su empeño en ser cada vez más delgada hacía que sus huesos se escucharan. Los labios aún eran carnosos, sin intervenciones visibles, cubiertos de finas arrugas que el carmín conseguía matizar en vez de afianzar, como ocurría en las mujeres de su edad. Los ojos, más que almendrados, chinos, eran muy abiertos y marrones, la nariz alargada y de orificios grandes, la frente pronunciada, despejada como un cielo tropical en tiempos de sequía, el cuello lleno de músculos prensados que recordaban las raíces de un árbol de caucho. Era una máscara hechicera de alguna isla del Pacífico. Y una enciclopedia andante de la evolución de la cirugía plástica en el final del siglo XX. El pelo era una crin replegada, atrapada en un moño que podía tomarse más de seis horas de reconstrucción diaria.

– Me inspeccionas, querida Patricia, como si necesitaras que otra vez te explicara quién soy.

– Venezolana, viuda dos veces, exiliada… -comenzó a repetir Patricia, como hacía de niña cuando la misma mujer le decía esas palabras.

– Amada y odiada, como tanto has deseado tú y ahora, al fin eres.

En el almuerzo, la abuela fue todo preguntas y sus propias respuestas. Patricia pidió sentarse de cara al Manet y no a las cornamentas de los alces; se quedaría otra noche más seguramente y al siguiente almuerzo podría enfrentarlos. La abuela seguía arreglando el mundo, no siempre cronológicamente, pues iba del momento en que sus vidas se distanciaron, al parecer, en palabras de Graziella, porque Patricia descubrió que el abuelo Pedro había sido un tortuoso y torturado jefe de inteligencia y que muchas de las maravillosas riquezas que decoraban ese impresionante piso en la mejor dirección de Edimburgo se habían comprado o robado con dinero más que corrupto del siglo pasado. La abuela se encargaba de recordarle las palabras que había empleado su nieta veinte años atrás: «Ladrona, llevas la muerte en las manos, en las paredes de esta casa, siempre te perseguirán fantasmas.» Graziella recordaba sin perder la sonrisa, su perfecta dentadura también inmune al paso del tiempo. Patricia la miraba cortar la carne, reuniendo la sangre con la hoja del cuchillo, desgranando el interminable listado de insultos que le profirió. Recordaba la escena en el hall de entrada con su madre empeñada en doblar los tartanes y Manuela ocultándose en el pasillo. «Criminal, te has aprovechado de las miserias», continuaba Graziella sin romper la cadencia de su voz educada, «de las debilidades de otros para construir este castillo. Aquí te morirás, llena de secretos, de muertes sin nombre». Patricia escuchaba sin cortar nada en su plato. Recordaba tan nítidamente todo lo sucedido. Tendría dieciséis años, había leído muchos de los libros de esa biblioteca; odiaba, sin poder explicarlo, la perfección alrededor de esa abuela tan distinta a ella, de otro color, otras facciones y, sin embargo, infinitamente más elegante que todo lo que ella pudiera aspirar a ser. Siguió recordando cada verano anterior a la confrontación, el miedo en el cuerpo en el tren que la hacía recorrer Europa desde Viena hasta la apartada Edimburgo llena de preguntas: ¿Por qué vive tan lejos la abuela india? ¿De dónde viene toda esta riqueza? ¿Por qué es india y nadie dice nada? ¿Quién era mi abuelo Pedro? ¿En qué dictadura se mancharon de sangre? ¿Por qué dicen que nunca fueron culpables? Su madre callaba, su hermana sugería que no se hiciera más preguntas y disfrutara esos meses en el frío Edimburgo aprovechándose de la infinita vida social de la abuela, las maravillas atesoradas en esa enorme casa. Pero Patricia no podía evitarlo. Cada año arreciaban las dudas y el asco, el desprecio, el odio hacia esa mujer de uñas perfectas y diamantes brillantes, enseñándole a poner una mesa, a discernir qué postres se comían con cuchara y cuáles nunca jamás. «Mataban hombres inocentes debajo del garaje de tu casa en Caracas», gritó y repitió desesperada hasta que esas manos cubiertas de diamantes y uñas nacaradas la abofetearon y la voz grave y pastosa ordenó que no volviese jamás.

Douglas recogió los platos y sirvió café para Graziella y otro vaso de whisky para Patricia. «Deberías aprender de mí y tomar café. Este es venezolano, ya sabes, igual que mi acento y mis rasgos, es lo que siempre me hará diferente.» Patricia la cogió de la mano.

– Necesito que me hagas un favor.

– Ni siquiera me has dicho que me perdonas, querida Patricia -sugirió grandma Graziella.

– Estoy aquí. ¿No es suficiente?

– Eres tan alemana, incapaz de prolongar un poquito más el melodrama.

– El melodrama es un invento austríaco, grandma Graziella.

– Que lo hayan inventado no significa que lo sepan explotar. Está bien. Comprendo que me has perdonado y que ahora vuelves a necesitarme. ¿Me permites una pregunta final?

Patricia asintió.

– ¿Has sido muy puta, Patricia?

– ¡Hum! Mucho -respondió la interrogada, primero abriendo los ojos y luego dejando escapar una carcajada.

– Es un castigo en la familia. Debe de ser algo indígena, sin duda. Y también que los hombres de ahora no quieren asumir que les escogemos precisamente para que calmen, instruyan este apetito.

Patricia la observaba sin ocultar su recuperada admiración.

– Sí, Patricia, hay mujeres que nacemos putas y toda esta modernidad o liberación, como quieras llamarlo, no ha hecho más que hacernos unas putas arrepentidas, lo peor que le puede pasar a una puta.

– Abuela, no puedo estar de acuerdo.

– Paso mucho tiempo aquí sola, pensando. Viendo cómo las cosas cambian y mi cabeza sigue igual.

– ¿Sigues consumiendo, grandma Graziella? -preguntó Patricia con toda la inocencia posible.

El silencio no fue opresivo sino curiosamente profesional, como si este reparto, breve y conciso, de verdades, fuera necesario para una negociación más importante.

– La calidad de todo lo bueno que conocí, Patricia, ha disminuido tan brutalmente con el paso del tiempo…

– El pelirrojo es quien la consigue, ¿no? -insistió Patricia. Graziella revisó algo inexistente en sus larguísimas uñas.

– ¿En qué puedo serte de ayuda, querida Patricia? -culminó Graziella.

– Quiero que me hagas heredar buena parte de tu colección en una fundación que estoy a punto de levantar.

Graziella levantó una mano y Douglas reapareció de inmediato, se inclinó hacia ella y Patricia entendió que ordenaba que le sirviera champagne. Douglas desapareció y Graziella alisó sin necesidad alguna su vestido.

– Toda mi vida, Patricia, he aceptado que crean que vivo rodeada de falsificaciones…

– No lo son -interrumpió Patricia querida.

– Siempre he tenido más enemigos que amigos, Patricia. Contigo la excepción, que has pasado por todo, nieta, nieta predilecta, enemiga y ahora de nuevo amiga. Es cierto que debe molestar que todo lo que poseo sea privado. Pero siempre tuve claro que lo que de verdad les molestaba es que lo tuviera una india, como yo.

– Es típico de los latinoamericanos sentirse minusvalorados, grandma Graziella.

– Sé que lo consideras tonto, porque eres rubia y con pasaporte austríaco, pero qué le vamos a hacer, a lo mejor el mundo es injusto y todo depende de la suerte. Suerte, Patricia, es lo único que han tenido países como el mío. Suerte. Tuvimos dinero para comprar lo incomparable.

– En el fondo era mejor que los creyeran falsos -agregó Patricia en lo que su abuela le permitió.

– Absolutamente. Eso fue lo primero que me enseñó tu abuelo: nunca lleves la contraria a nadie en público. Atácalos detrás de las cortinas, destrúyelos lentamente a través de sus propias debilidades y contradicciones.

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