Boris Izaguirre - Dos monstruos juntos

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Alfredo y Patricia siempre han vivido en medio del éxito y el privilegio. Alfredo es considerado una de las nuevas estrellas de la cocina española y Patricia, ay Patricia, es una mujer toda aristas. A los dos se les conoce como «Los infalibles bellos». Las circunstancias, el derrumbe de la sociedad del lujo, los cambios a los que se enfrentarán en su nueva vida en el Londres más actual pueden convertirlos en dos monstruos juntos.
Desde su gran capacidad crítica y con su elegante humor, Izaguirre retrata el fin de una época donde todo parecía fácil, tanto el éxito como la impunidad absoluta. Dos monstruos juntos es una novela intrigante que desnuda todos los misterios de la pareja y se adentra con agilidad e ironía en las recámaras que siempre anhelamos conocer.

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– Robé -se escuchó decir a sí misma en voz alta sin nadie que la escuchara, viajaba sola en un coche-cama suite adornado por unos narcisos de plástico. Sí, robó y construyó una extraordinaria ingeniería financiera, o simplemente fue un pelín más lista que otros listos. Robó, se repitió, ¿robó porque no podía soportar sacrificar todo lo que había aprendido en los años de la riqueza? ¿O robó porque necesitaba prolongar esa sensación de riqueza no tanto para sí misma sino para los demás, para el mundo, para la historia? Para que no desapareciera. Por eso creó el Claws, para que fuera más un sitio, un templo que velara toda la época de la que era protagonista.

No, robó porque quería, porque estaba decidido muchos años atrás para mí, porque lo hizo mi abuela y ahora viajaba hacia ella para decírselo, confesarlo y continuar robando.

Miraba los narcisos sintéticos y pensaba que eran también como ella, doble, triplemente culpable. Por su mal gusto sin castigo. Impunes, como ella, viajera envuelta en medias verdades y paisajes urbanos que desaparecen rápidamente antes de que la naturaleza lo invada todo.

Destino Edinburgh, que los ingleses pronuncian Edinbra, generando un estúpido juego de palabras con sujetador, que se dice bra en inglés, y el nombre de la ciudad escocesa. Destino Graziella, su anciana pero muy activa abuela materna, Graziella Uzcátegui, personaje mítico de la sociedad caraqueña reencarnada en malévola sublime en una novela exitosa, Villa de amantes, o algo así. Para Patricia, una presencia constante y un secreto de complicada oscuridad. Cuando menos lo pensaba, estaba allí, arrojando luz sobre todo lo que deseaba ocultar: erguida, reina indígena, el pelo tan negro siempre sujeto en un moño perfecto, las manos delgadas y las uñas tan largas y rojas, el fuerte acento latinoamericano colándose en el perfecto alemán aprendido en un exilio cuajado de riquezas. Institutriz y demonio al mismo tiempo. Patricia cerraba los ojos y seguía allí, recordándole entre otras cosas que no era del todo europea.

La madre de Patricia era la hija de Ana Irene, una de las dos hijas adoptadas de Graziella Uzcátegui. Las tres escaparon de Venezuela al derrocarse una dictadura de la que nunca se hablaba ni podía preguntarse mucho en Viena. Llegaron allí porque el marido de Graziella, un elegante y sanguinario ex policía secreto, tenía muchos contactos que facilitaron la entrada de la familia y sus ingentes objetos de arte también esquivando cualquier pregunta incómoda. Elisa, la madre de Patricia, conoció en un internado suizo a la hermana del padre de Patricia, Philippe van der Garde, un apellido seguramente creado y que las amistades del policía secreto venezolano consiguieron oficializar. Mitad suizo mitad italiano, murió en un extraño accidente de tráfico en el cantón austríaco. Patricia creció aceptando que jamás haría preguntas incómodas sobre su padre. Elisa creyó enamorarse de un empresario catalán, Oriol, con el cual nunca se casó pero por el que aceptó trasladarse a Barcelona, donde Patricia floreció siempre asumiendo que muchas preguntas se quedan sin respuesta.

Lógicamente, en todo ese borroso panorama familiar, la abuela Graziella (el bisabuela sonaba terriblemente complicado) se erigió como bastión de coherencia. Era, más que una dama, un enigma y una extraordinaria presencia, rodeada a veces de abusivas consideraciones sobre su verdadera edad y los oscuros orígenes de su fortuna. Patricia aprendió pronto a llamarla grandma Graziella, y a dibujar a su lado u observar la larga construcción del personaje para cada acto público o no. Grandma lo toleraba porque le fascinaba tener una nieta (también ella había apartado toda referencia a su condición de bisabuela) tan rubia y alemana, aunque en realidad fuera austriaca. Patricia anotaba en silencio la extraña tensión entre su madre y grandma Graziella y, entrando en su adolescencia, escuchó a su madre hablar sobre el espantoso hábito de Graziella por la cocaína. «Fue la culpa de todo», decía su madre. ¿Cocaína, en Caracas, en los años cincuenta? ¡Tendría que ser maravillosa!, no podía evitar pensar Patricia. Secretamente, saberlo hizo crecer a grandma Graziella ante los ojos de Patricia. Ahora, en el tren que la transportaba hacia ella otra vez, la hacía demasiado espejo, como si en efecto Patricia no pudiera evitar un destino ya escrito para ella: el de ser igual que su bisabuela.

Sin embargo, cuando la adolescencia terminó, viajar a Edimburgo cada verano se le hacía insoportable. Ya salía con el hermano Casas, ya conocía a David y a veces hubiera deseado intentar llevarle a la imponente casa de grandma, pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue averiguar más sobre ellos, grandma Graziella y Pedro Suárez. Y lo que averiguó la disgustó.

Habían pasado muchos años. No quería recordar más. Si lo hiciera, detendría el tren.

Quería hacer este viaje en tren, de alguna manera emocionarse al pasar por los puentes elevados de York y ver el prado inglés repetirse sin quiebro alguno. Y una vez superados Cardiff y esas ciudades grises y llenas de hombres pelirrojos, observar el Mar del Norte hacerse azul como la foto de Wallis y los trajes que acapararía en casa de su abuela. Nunca le había prometido que le cedería vestidos, mucho menos joyas, pero Patricia había conjurado un plan en el cual podía empezar por pedírselos, para su nueva vida. Y luego atreverse a exigir un poco más.

Se entretenía en ver los precipicios que anuncian la romántica belleza de Escocia: verdes praderas que terminan abruptas ante el mar. El azul profundo del mismo dominado por el viento arisco. Las ovejas sujetas como muebles de un barco en hundimiento. Las vacas mirándole desde ojos sin fondo. Su cabeza rememorando cada momento de tensión con su tiránica abuela, Graziella, cada vez más cerca, dejando atrás casi veinte años desde la última vez que estuvieron juntas.

No tenía que ser muy larga la visita. La voz clara pero sin poder ocultar la edad de la abuela le había confirmado que la recibirían para comer y, si quería, pasar el fin de semana, por supuesto, cargado de actividades de Graziella. Era cierto que en Edimburgo llovía y había saturación de estudiantes y muchos españoles tomando cerveza y comiendo pasteles de carne, pero los pudientes como la abuela Graziella repartían su tiempo entre salones y más salones recolectando dinero para los jardines de este museo o las paredes de aquel otro. Madame Uzcátegui era religiosamente requerida para todo magno evento de la ciudad, sus joyas y vestidos siempre comentados, seguramente no entenderían muy bien lo que decía en un inglés que mezclaba palabras en escocés y alemán y siempre con ese acento latinoamericano incapaz de desvanecerse. Quizá formaba parte de la excentricidad británica adoptar a esa dama delgada y exquisita con aspecto de Pocahontas doblegando el tiempo.

El tren ofrecía una fascinante llegada a la ciudad, adentrándose entre los cañones que la formaban para estacionar debajo de un enjambre de hierro y cristal, típica ingeniería de las estaciones de la revolución industrial. Y tanta, tanta gente joven besándose, abrazándose, desplegando una calidez chocante con el tenaz mal clima. Patricia recibió una mano enguantada retirando su equipaje. Era Alfonso, el ancianísimo chófer de su abuela, muy recto y reducido al mismo tiempo. Detrás de él un escocés pelirrojo le sonreía. Sí, le recordó a Borja, pero entendió que en cuanto a hombres cerca de su abuela era siempre prudencial mantener distancia.

Patricia observaba la ciudad de nuevo fascinada. Todo suspendido en las colinas, el castillo que siempre le recordaba al de Hamlet, qué brillante Shakespeare, copió cada esquina pero ubicó tanto el edificio como la trama en la vecina Dinamarca para hablarles a los ingleses de lo que pensaba sobre ellos. La gente cruzando los mastodónticos puentes que unen precipicios, con sus agotadoras escalinatas para descender hacia esos valles. Ese verde mirándola desde todas partes, el mar al fondo, con el puerto delante y los edificios de variables arquitecturas. El parlamento diseñado por un valenciano, Miralles, compitiendo con las férreas estructuras de ancianas piedras.

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