Susana Fortes - Esperando a Robert Capa
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La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario
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Hacia las cinco y media de la tarde los aviones empezaron a retirarse, dejando en la tierra batida un silencio hueco, la extrema soledad de los campos.
Era un milagro haber salido vivos de aquello. Gerda miró a Ted fijamente, con una mezcla de ternura y orgullo. Le cogió la cara entre sus dos manos y lo besó suavemente en los labios. Sólo eso. Apenas unos segundos. Por ser su ángel de la guarda.
– Gracias -le dijo bajito.
Y él sintió una llamarada de fuego subiéndole a la cara, pero se limitó a sonreír un poco, de aquel modo suyo que era a un tiempo ausente y tímido.
La meseta estaba sembrada de cadáveres y heridos gimientes demasiado destrozados para levantarse. Algunos eran evacuados en tanques, otros, en mantas de lona arrastradas por mulos. Gerda y Ted empezaron a caminar por la carretera cubiertos de polvo, con las caras tiznadas de negro-humo, en dirección a Villanueva de la Cañada, oyendo el ruido de sus propios pasos sobre la gravilla, con ganas de seguir callados en el respeto a tantas vidas truncadas en la meseta un día de mierda. Vieron granjas ardiendo en la distancia, explosiones lejanas, un paisaje desolador.
Una hora después caminaban extenuados en el atardecer. Oyeron a lo lejos el ronroneo de un motor y detrás de una curva divisaron el coche del general Walter, un vehículo negro con el capó abollado. Le hicieron señales con la mano para que parase. Estaban muertos de sed y ya no podían con su alma. El general no iba dentro, pero el coche estaba repleto de heridos amontonados en el asiento trasero, así que se subieron de pie a cada uno de los estribos laterales.
En el trayecto se cruzaron con varios blindados en retirada y carros de combate ligeros. Se encontraban en una zona de terreno quebrado con cerros como castillos medievales. Gerda respiraba hondo, mirando al frente agradeciendo la fruición de la brisa en la cara, sin salir de su asombro por no tener ni un rasguño, pensando en darse una ducha nada más llegar a Madrid, con esa euforia extraña de la supervivencia, la Leica al hombro, el pelo hacia atrás, agradeciéndole la vida a su estrella. Había comprado una botella de champán para despedirse de todos en la Alianza. Se iba a la mañana siguiente. Y entonces, en cuestión de una décima de segundo, el coche dio un volantazo y ella vio de refilón el morro de uno de los tanques viniéndosele encima. Era un T-2613, el blindado más potente del mundo. Quiso apartarse para esquivarlo, pero algo se lo impidió. Las cadenas de hierro le pasaron por encima. Diez toneladas de metal. El peso la tenía aprisionada por el abdomen y no la dejaba moverse, tirando de ella hacia abajo, como si estuviera en el fondo del lago en Leipzig y el lodo se le enrollara en las piernas, sin permitirle salir a la superficie. Sabía que debía relajarse, respirar despacio e impulsar el cuerpo hacia arriba. Casi podía ver la casita del lago con la luz encendida, muy cerca, la mesa con el mantel de lino, un búcaro con tulipanes y el libro de John Reed. Oyó gritos, voces venidas de muy lejos, un ronroneo lejano de aviones, oyó a Ted que la llamaba como desde otra orilla, Gerda, Gerda… con un tono trémulo atravesado por una aguda inflexión de alarma. Le pareció que estaba anocheciendo demasiado pronto y tenía mucho frío. Hacía todos los esfuerzos que podía por no hundirse, por sacar la cabeza fuera del agua, pero cada vez le costaba más seguir nadando…
XXIV
– Ánimo truchita Ya queda poco… -Era la voz de Karl la que la Jaleaba desde la orilla, mientras Oskar cronometraba el tiempo en un reloj de leontina, de pie en el muelle con diez anos, la nariz llena de pecas y una camiseta de listas marineras.
Debajo del agua a mucha profundidad hay ciudades fantásticas, con cúpulas de arena y brillos extraños que refulgen como el fósforo de los huesos. Gerda sintió un reflejo intenso de dolor y entonces, sacó la cabeza de debajo del agua y sintió el sol pulverizando miles de gotitas minúsculas sobre su piel.
– Venga, que ya llegas…
El cielo limpio, el chasquido del agua en cada brazada, el olor de la dársena de cedro tostándose al sol, la espalda fresca, la presión del elástico del traje de baño rojo en los hombros el gesto de sacudirse el pelo hacia los lados, salpicando agua.
La enfermera volvió a mojar la esponja en la pila y se la pasó de nuevo por la frente y el cuello para refrescarla. Estaba en El Escorial en el Hospital de campaña norteamericano.
– ¿Y Ted? -preguntó-. ¿Está bien?
La enfermera sonrió asintiendo. Era una muchacha rubia con cara de hogaza de pan Y los ojos muy azules.
– Tú también te pondrás bien enseguida -le contestó-. El doctor Douglas Jolly te va a operar. Es nuestro mejor cirujano.
Gerda vio un rectángulo de luz al fondo, en uno de los ventanales de aquel antiguo convento de jesuitas adonde los habían trasladado, pero el dolor se le hizo de nuevo insoportable, el tanque le había destrozado el estómago y tenía todos los intestinos abiertos.
– Me gustaría tener mi cámara -dijo.
Entre dos camilleros la llevaron a la mesa de operaciones, pero antes de llegar volvió a perder el conocimiento. Era de noche y la oscuridad de allá arriba tenía el color de las ciruelas. Sintió el brazo de sus hermanos sujetándola por los hombros en el camino de Reudingen Podía oler la lana de las mangas de los jerséis. Tres niños enlazados por los hombros mirando el cielo. Desde allí iban cayendo de dos en dos, de tres en tres, como puñados de sal, las estrellas.
Una estrella es como un recuerdo, nunca sabes si es algo que tienes o que has perdido.
Volvió a despertarse con el lento parpadeo de la sombra de un ventilador, creyó que era Capa que le estaba soplando en el cuello como solía hacer después del amor. La habían trasladado a la cama. Ahora llevaba puesta sólo una camiseta gris y tenía desnudo el brazo extendido sobre la sábana. Estaba muy pálida y parecía mucho más joven.
Pidió que le abrieran la ventana para poder oír los sonidos de la noche. Su pulso era muy débil. Había visto morir a demasiada gente como para sentir miedo, pero le hubiera gustado tenerlo a él cerca. Capa siempre sabía cómo serenarla. Una vez él había expresado en alto ese mismo pensamiento. Estaban tumbados en la hierba, abrazados, al principio de la guerra.
– Si me muriera en este momento, aquí, tal como estamos ahora, no echaría nada de menos -había dicho. Estaba inclinado sobre su cuerpo y ella podía ver el hueso que tenía en el centro del cuello, subiendo y bajando al tragar saliva, como una nuez. Quería tocarlo con los dedos. Siempre le había gustado esa parte de su cuerpo, sobresaliendo como un farallón. El color de su piel había ido cambiando con la luz de los olivos y su cuerpo había adquirido la textura compacta de la tierra y de las rocas. Le gustaba mucho ese hueso, como la mota central de las margaritas amarillas. Necesitaba dormir. Estaba tan cansada que sólo quería pegar su frente a aquella parte del cuello de él, como encontrar un hueco dentro de un árbol.
La enfermera rubia volvió a acercarse con un botiquín. Le ciñó un cordón alrededor del brazo, rompió con la uña la punta de la ampolla de cristal. Clic. Sonó igual que el disparo de una fotografía. Gerda notó el picotazo de la aguja en la vena. Abrió y cerró la mano varias veces para que el efecto subiera más rápidamente, y antes de volver la cabeza sobre la almohada, la arruga del ceño ya había desaparecido. Su expresión se hizo más dulce, más lenta. No tenía un mundo al que poder regresar. Cada absorción de morfina por el cuerpo le abría otra puerta por la que remontarse hacia el futuro. Descubrió que estaba dotada de una visión tridimensional, una percepción nítida del tiempo. Como si todos los momentos de una vida pudieran constreñirse en un punto inmaterial perdido en el infinito. De pronto se dio cuenta de que él iba a estar siempre en ese punto, sin abandonarla nunca. No fue algo que comprendiera con la inteligencia o el pensamiento, sino con otra parte intacta de su mente. Porque tal vez son los sueños los que inventan el futuro o lo que quiera que sea lo que viene después. Fue con esa parte de la clarividencia que lo vio de pie, con la camisa abierta, la cabeza entre las manos, apretándose fuerte las sienes, mientras leía un ejemplar de L'Humanité . «La primera mujer fotógrafa fallecida en un conflicto. La periodista Gerda Taro ha muerto durante un combate en Brunete», rezaba el titular. Vio todo eso de pronto, y un par de segundos más tarde supo que él cerraría el puño exactamente como lo hizo, antes de estrellarlo con toda su fuerza contra la pared, rompiéndose los nudillos cuando Louis Aragon le confirmó la noticia en su despacho de la redacción de Ce Soir , y lo vio desmoronarse días después en la Gare de Austerlitz, amparado por Ruth, por Chim, por su hermano Cornell y por Henri, cuando llegó el ataúd, y seguirlo junto a decenas de miles de personas, en su mayor parte miembros del Partido Comunista, que acompañaron el cortejo, al compás de la marcha fúnebre de Chopin, una mañana destemplada con el cielo gris plomizo desde la Maison de la Culture hasta el cementerio Pére-Lachaise.
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