Susana Fortes - Esperando a Robert Capa

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Premio de Novela Fernando Lara 2009
La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario

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Tampoco las tropas republicanas tuvieron éxito. El ataque fracasó y una vez más Gerda y Capa regresaron a Madrid sin las imágenes deseadas. Pero el ambiente ya se había apoderado de ellos, la luz de los campos bajo el último sol, los pañuelos de las mujeres reparando un camino donde había estallado una mina, el azul oscuro de las últimas estribaciones de la sierra, el olor del café a primera hora en el campamento con el círculo de montañas enemigas al fondo. Capa lo miraba todo con la nostalgia anticipada de cuando tuviera que abandonar aquel país para siempre. Muchas veces pensaba que España era un estado de ánimo, una parte un poco fantasmal de la memoria en la que ella se quedaría fijada para siempre y de la que él jamás lograría salir del todo.

Fueron días de trabajo duro y desesperanza: la derrota, la muerte de los amigos, el general Lukacz acababa de ser abatido en el frente de Aragón, la lucha casa a casa en los suburbios de Carabanchel. Llegaban por la noche reventados al número 7 de la calle Marqués del Duero, sin ganas de nada ni tiempo para pensar en ellos mismos. Sólo una victoria republicana podía sacarlos de aquel callejón en el que se encontraban.

A finales de junio se dirigieron al sur de Madrid, donde estaba el cuartel general del Batallón Chapaiev, cerca de Peñarroya. Cuando Alfred Kantorowicz vio aparecer a Gerda, con su cámara colgada al cuello y un rifle al hombro, sonrió y se metió en la tienda a cambiarse de camisa. No la había olvidado desde el día en que ella había hecho su entrada triunfal en el café Ideal Room de Valencia.

Su presencia tenía ese efecto inmediato sobre los hombres. Despertaba sus instintos más básicos. Ese mismo día los soldados reprodujeron ante su cámara una pequeña batalla que había tenido lugar días antes en La Granjuela. Necesitaban grabar imágenes para el documental y con la Eyemo en sus manos no les resultaba fácil decantarse entre ser reporteros o directores de cine. No le vieron ningún problema a reconstruir en la ficción un acontecimiento histórico. Sin embargo la pulsión del directo seguía siendo mucho más fuerte. Al día siguiente siguieron a la compañía hasta la línea de frente. La posición era extremadamente peligrosa. Gerda se echó la cámara al hombro, y ante la admiración de los brigadistas y las maldiciones en arameo de Kantorowicz, recorrió los ciento ochenta metros que la separaban de la trinchera a plena luz, sin que nadie la cubriera.

«No me satisface observar los acontecimientos desde un lugar seguro», escribió esa noche en su cuaderno rojo. «Prefiero vivir las batallas como las vive un soldado. Es la única forma de comprender la situación.»

La situación. Trabajaba sin descanso, volvió a Valencia para cubrir el Congreso de Intelectuales Antifascistas. Era la primera vez que escritores y artistas se reunían en un país en guerra para expresar su solidaridad. Más de doscientos asistentes de veintiocho países. Durante toda la noche estuvieron retumbando las sirenas de alerta antiaérea. André Malraux, Julien Benda, Tristan Tzara, Stephen Spender, Malcolm Cowley, Octavio Paz… Pero cuando acabó el reportaje, regresó enseguida a Madrid, al viejo caserón de la calle Marqués del Duero. Estaba obsesionada con fotografiar a toda costa una victoria republicana. Cada vez se arriesgaba más, rozando la inconsciencia. Capa la vio acuclillada junto a un miliciano tras el parapeto de una roca, el cuerpo pequeño y flexible, la cabeza un poco echada hacia atrás, los ojos muy brillantes, con la adrenalina de la guerra galopándole en las venas. Clic. En otra ocasión la fotografió junto a uno de esos mojones de carretera que marcaban un partido comunal. Les había hecho gracia la coincidencia de las siglas P. C. con las del Partido Comunista. Estaba sentada con las rodillas flexionadas sobre la guerrera de él, descansando, la cabeza apoyada en el brazo, recostada sobre el mojón, la boina negra, el pelo rubio brillando al sol. Clic. La guerra la había ensanchado por dentro con una hondura nueva, trágica, parecida a la de algunas diosas griegas, tan bella que no parecía real.

Había un plano detallado de Madrid clavado con chinchetas en la pared de la habitación. Capa estaba recogiendo su equipaje, con la radio encendida. Debía regresar a París para entregar sus filmaciones a De Rochemont según lo acordado. Un coche estaba esperándole a la puerta de la sede de la Alianza. No tenía muchas cosas, así que empezó a guardarlas con calma, una camisa limpia y varias sucias que metió junto a alguna ropa interior en un compartimento lateral con cremallera, el jersey negro de lana, un pantalón caqui, la espuma y las cuchillas de afeitar dentro de un estuche de cuero. Tomó el libro de John Dos Passos sobre John Reed para ponerlo también en la bolsa, pero en el último momento lo pensó mejor.

– Te lo dejo -le dijo a Gerda. Sabía que Reed era el héroe de su vida.

Cuando hubo acabado, se acercó a ella y se quedó callado, un poco incómodo, balanceándose ligeramente con las manos en los bolsillos, sin saber qué hacer, mirándola con aquellos ojos de gitano, con una desarmada seriedad parecida al abandono.

– Te quiero -le dijo en bajito.

Y entonces ella lo observó callada y reflexiva, como si estuviera dándole vueltas a una idea difícil de concretar. «Ojalá pase algo que nos salve de pronto», pensó. «Ojalá nunca tengamos tiempo para traicionarnos. Ojalá no nos alcance el tedio, ni la mentira, ni la decepción. Ojalá aprenda a quererte sin hacerte daño. Ojalá la costumbre no nos vaya degradando, poco a poco, confortablemente, como a las parejas felices. Ojalá nunca nos falte el coraje para empezar de nuevo…» pero como no sabía cómo demonios expresar todas aquellas sensaciones auténticas y confusas y leales y contradictorias que le pasaban como ráfagas por la cabeza, se limitó a abrazarlo muy fuerte y lo besó despacio, entreabriéndole los labios, buscando su lengua muy adentro, con los ojos entornados y las aletas de la nariz trémulas, acariciándole el desorden del pelo, mientras él se dejaba hacer delicado y hosco y el sol se filtraba por el ventanal del viejo caserón de los marqueses de Heredia y en la radio alguien tarareaba una copla: ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio, contigo porque me matas, sin ti porque me muero .

Se despidió de todo el mundo abajo en el vestíbulo, con la bolsa de viaje al hombro, prometiendo volver pronto, estrechando manos y soltando bromas a su estilo, masculino y algo bronco. Cada cual se protege de las emociones como puede. Pero cuando llegó junto a Ted Allan le dio una palmada franca en el hombro. El muchacho acababa de llegar del frente hacía apenas dos días, más flaco que nunca, con aquella expresión tímida de retraimiento y los andares un poco torpes de potro joven.

– Prométeme que cuidarás bien de ella, Teddie -le dijo.

Al oeste de Madrid, más de cien mil españoles estaban a punto de matarse unos a otros en la batalla más cruenta de la guerra.

XXIII

Parecía distinta, más joven. Estaba tumbada en la cama boca abajo, con una camisa militar masculina de grandes bolsillos. La barbilla apoyada en una mano y un libro en la otra, iba pasando despacio las páginas. Hay hombres que no han nacido para aceptar las cosas tal como son, pensó, tipos perdidos en un mundo que nunca estuvo a su altura, individuos que no actúan siempre según las reglas de la moral, sino según ciertas leyes de una ética caballeresca, hombres que le plantan cara a la vida peleando a su manera, lo mejor que saben contra el hambre, el miedo o la guerra.

El peligro jamás había detenido a John Reed, al contrario, era su elemento natural. Siempre se las arreglaba para llegar a las zonas más intrincadas al cubrir sus crónicas. Una vez en el frente de Riga le sorprendió un bombardeo de la artillería alemana. Un proyectil estalló a pocos metros de su posición y todos lo dieron por muerto, pero a los pocos minutos apareció caminando en medio de una densa columna de humo y polvo, medio sordo, con las manos en los bolsillos. Gerda se dio cuenta de que llevaba más de cinco minutos, absorta, mirando la porosidad del papel, acariciando la piel de la encuadernación, como si estuviera navegando por un mar muy lejano. Fue entonces, al darle la vuelta a la hoja, cuando se encontró con la fotografía que Capa había dejado como marca de lectura en la página 57. La tomó en sus manos y la puso bajo la luz del quinqué para observarla mejor:

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