Susana Fortes - Esperando a Robert Capa
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La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario
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En público tenía un encanto que tentaba a todos. Eso era algo que Capa había admirado en ella desde el principio, pero ahora no estaba tan seguro. Empezaba a dudar de todo. La relación entre ellos había vuelto a la intermitencia de los primeros tiempos. Eran amigos del alma, compañeros inseparables, colegas, socios. Y a veces -sólo a veces- dormían juntos. Como pareja se habían replegado a la aparente inocencia de un territorio neutral. Pero él era demasiado orgulloso para ser un amante secreto. No podía soportarlo. Cuando ella estaba atrincherada en la muralla de su independencia o mantenía una conversación en privado con alguien y él estaba a su lado, en un grupo más amplio, se ponía a contar en voz alta chistes que a él mismo no le hacían ninguna gracia, presa de una extraña locuacidad. Siempre hacía lo mismo cuando se sentía desplazado. Interpretaba todos y cada uno de los gestos de ella como si se tratara de un código en clave. Sospechaba que lo había sustituido por otro. En una ocasión la había visto en el vestíbulo, agarrando por las solapas a Claud Cockburn, el corresponsal del London Worker , al tiempo que se reía mucho de algo que él le había susurrado al oído. Durante días se dedicó a seguir al periodista y a hacerle la vida imposible. Pero a qué demonios estaba jugando ella. Ya no confiaba en las muestras de cariño que Gerda le profesaba cuando le acariciaba el pelo al pasar por su lado o al apoyarse en su hombro cuando les coincidía sentarse juntos. O está conmigo o contra mí, pensaba.
Pero cuanto más luchaba contra la presencia de ella, más se obsesionaba con su cuerpo, la planicie de su estómago, la curva leve del tobillo, el hueso saliente de la clavícula. Ésa era su única geografía. Necesitaba acostarse con ella no una noche, sino todas las noches, tumbarla boca arriba en una de aquellas camas con dosel, abrirle los muslos y adentrarse en ella, domándola a su ritmo, hasta hacerle perder el dominio, hasta suavizar aquellas aristas de dureza que se le ponían a veces en el rostro y que tan distante la hacían parecer. Igual que el viento va puliendo las rocas desnudas. La última vez fue así. Fuerte, violento. Cayeron los dos de rodillas, él con la cabeza metida debajo de la camisa de ella y el sabor salado de sus dedos en la boca antes de empezar a dar rienda suelta a su deseo. La sujetó del pelo y tiró de él fuerte hacia atrás, las facciones trastornadas, furioso, voraz, con besos convertidos en mordiscos y caricias detenidas en el límite mismo del arañazo. Le hizo el amor salvajemente, como si la odiara. Pero lo que odiaba era el futuro.
– Me largo -le dijo con la cabeza baja, sin mirarla, antes de salir descalzo de su habitación.
Era lo único que podía hacer. Estaba volviéndose loco. Además ella sabía apañárselas muy bien sola.
Estaba centrada en su trabajo más que nunca. Tenía la costumbre de levantarse temprano y regresar con la última luz del día. Al amanecer recorría el parque del Oeste y todo el intrincado sistema de trincheras excavado alrededor de la Ciudad Universitaria. De regreso del frente caminaba por la avenida del quince y medio, cruzándose con los viandantes, sorteando con indiferencia el cadáver de algún ciudadano desafortunado, curtida ya de espantos ante la muerte, con una coraza que se le había ido formando sin darse cuenta a lo largo de casi un año de guerra. Se paró de pronto ante la cartelera de un cine. Allí estaba Jean Harlow, una muchacha, medio mala, medio buena, mitad ángel, mitad vampiresa, como cualquier personaje susceptible de redención y a su lado Clark Gable, su salvador, sonriente, brutal, tierno, el hombre que debía ponerla a prueba, apartarla, rebajarla un poco, despreciarla y al mismo tiempo responder a su amor con un amor encarnizado, de la misma naturaleza. La historia de siempre. Todo ese interior violento y complicado para defenderse de la propia ternura. El cine con su tributo de sueños y sombras.
A mediados de marzo los sublevados intentaron un nuevo asalto sobre Madrid desde el nordeste. Pero el ataque de las tropas italianas enviadas por Mussolini fue contestado con una gran contraofensiva que terminó con la victoria republicana en Guadalajara. Gerda recorrió las zonas conquistadas, circulando por carreteras estrechas, llenas de barro, con un gran trasiego de camiones y carros de combate. Ese día llegó a la Alianza cansada y pálida, con el trípode de la cámara agujereado de balas fascistas.
Cuando Rafael Alberti se inquietó por el peligro que había corrido, ella le respondió señalando un palo del trípode.
– Mejor aquí que en mi corazón. -Pero no estaba muy segura de ello.
Cenó con todos como siempre y al terminar escucharon en la radio al locutor Augusto Fernández dando el parte de guerra. Eran buenas noticias sin duda. La batalla de Brihuega había sido la victoria republicana más clara hasta el momento. Decidieron celebrar una fiesta en el salón de los espejos, pero Gerda no quiso ir. Todos le insistieron, Rafael Dieste, Cockburn, que no desaprovechaba ocasión para cortejarla, Alberti, María Teresa León, todos… pero ella rehusó con una sonrisa tibia. Se retiró a su cuarto. Estuvo despierta hasta tarde marcando cuidadosamente sus negativos. No lo hacía como Capa con un corte en forma de cuña, sino con un hilo de coser, igual que los directores de cine. Ese trabajo manual la relajaba. Sentía en el alma cierta turbiedad de río fangoso y amarillo achicándose en la noche. Desde que Capa se había ido, ya no le interesaba la vida social.
Jean Harlow en Mares de China .
XXII
El día era claro con pocas nubes. 26 de abril. No hacía demasiado calor. Un buen día de mercado con gallinas, pan de maíz, niños jugando a las canicas y volteo de campanas. El primer avión apareció a las cuatro de la tarde, un Junkers 52.
Después de la derrota de los fascistas en Guadalajara, Franco había dirigido su estrategia al cinturón industrial de las provincias vascas con el fin de controlar sus minas de hierro y carbón. El general Mola se hallaba en Vizcaya con cuarenta mil hombres para la campaña del Norte. Pero el ataque aéreo corrió a cargo de la Legión Cóndor bajo el mando del teniente hitleriano Gunther Lützow.
Cuatro escuadrillas de Junkers en formación triangular, volando muy bajo, escoltados por diez cazas Heinkel 51 y varios aviones italianos de reserva surcaron fantasmagóricamente el cielo de Guernica. Primero arrojaron las bombas ordinarias, tres mil proyectiles de aluminio de dos libras de peso cada uno, luego pequeños racimos de bombas incendiarias 550 1b mientras los cazas remataban la faena con pasadas en vuelo rasante sobre el centro de la ciudad, ametrallando todo lo que se movía.
Imposible ver nada con aquel humo negro. Al final ya disparaban las bombas a ciegas. Tres horas intensas lloviendo hierro, casas ardiendo. Un pueblo entero abrasado. «La primera destrucción total de un objetivo civil indefenso mediante bombardeo aéreo», rezaba el titular de L'Humanité . Jamás se había visto nada igual. Capa leyó la noticia en un quiosco de la plaza de la Concorde.
Había quedado a desayunar con Ruth. No la había visto desde que había regresado de España y necesitaba hablar con ella respecto a Gerda. En su cabeza todavía ardían los rescoldos de la última noche en la Alianza, la manera que tenía ella de esquivar cualquier compromiso, su desapego, las preguntas sin respuesta que lo sumían en la más insoportable de las incertidumbres. Todo frágil, todo a punto siempre de caer hacia el otro lado. La noche anterior había sido dura para el hígado. Al principio había estado vagando por los quais del Sena, con las manos en los bolsillos, dándole patadas a las piedras, sumido en sus pensamientos, sin entender nada. Después entró en una taberna de los muelles y al cabo de una hora estaba completamente borracho. Whisky. Sin hielo, ni soda, ni preámbulos de ninguna clase. Cada uno se recupera de las pérdidas secretas a su manera. Sólo cuando la botella alcanzó la línea de flotación, consiguió tomar cierta distancia. Sus movimientos fueron haciéndose más lentos, el corazón y las ingles dejaron de dolerle y Gerda Taro volvió a ser una judía polaca más, como tantas que uno podía cruzarse por los bulevares de aquella esquina del mundo que era París. Ni más lista, ni más guapa, ni mejor. Poco a poco los contornos del bar empezaron a escorarse igual que sus recuerdos, todo ligeramente desenfocado, Slightly Out of Focus , como en sus mejores fotografías. La sensación de soledad, la melancolía, el miedo a perderla… Se juró a sí mismo que jamás volvería a enamorarse de aquella manera. Y lo cumplió. Hubo otras mujeres, claro. Algunas de ellas muy hermosas, y con todas se mostró atento y animoso, haciendo honor a su fama de seductor, pero sin ataduras ni compromisos de ninguna clase. Se atrincheró en el recuerdo a mucha distancia del resto del mundo, como si la mayor traición a sí mismo hubiera sido dejar entrar a alguien en aquella gruta secreta que ambos habían compartido. Una noche futura, mucho tiempo después, cuando Europa empezaba a salir del agujero de la segunda guerra mundial, llegaría incluso a cortejar a Ingrid Bergman. Se hallaba con su amigo Irwin Shaw en el vestíbulo del Ritz y entre los dos habían tramado enviarle a la actriz una invitación para cenar que ninguna mujer inteligente hubiera osado rechazar. La escribieron deprisa, riéndose mucho, en un papel de color crema, con el membrete del hotel:
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