Susana Fortes - Esperando a Robert Capa

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Premio de Novela Fernando Lara 2009
La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario

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– Nada -repitió ella agriamente, con expresión severa, moviendo la cabeza hacia los lados mientras se levantaba para irse-. No he visto nada, chiquilla.

Salieron con el alba naciente de un día nublado, entre lechadas de cal sobre los charcos, bajo un cielo de tonalidades indecisas que despedía la misma tristeza que esos cuartos de hotel difuminados por el humo del tabaco de ayer, a los que uno sabe que nunca va a regresar.

El paisaje habría sido apacible de no ser por los baches y los constantes topetazos. Durante todo el camino hacia el oeste se fueron encontrando largas hileras de camiones militares cargando bultos bajo sus lonas desgastadas, viejos Packards y carros de combate. A medida que se iban acercando al frente del Jarama, aumentaba el trasiego. A un lado y a otro de la carretera de grava se veían negras columnas de humo suspendidas entre el cielo y la tierra. Los sublevados estaban intentando cortar la carretera Madrid-Valencia para dejar a la capital sin su principal vía de abastecimiento. Pero los republicanos habían conseguido salvar la ruta defendiendo con uñas y dientes el puente de Arganda. Gerda y Capa llegaron al anochecer al cuartel general que habían establecido las Brigadas Internacionales en Morata de Tajuña, un llano rodeado de trigales que no tardarían en ser segados por la metralla. Pero a aquella hora el campamento se hallaba tranquilo.

Hay voces que sacuden los árboles igual que una descarga de fusilería. La voz que oyeron Gerda y Capa la noche de su llegada era de esas. Ol'Man river / That ol'Man River… Mas de doscientos hombres estaban sentados a lo sioux, formando un círculo cerrado, casi ceremonial.

– Carajo, con el negro… -exclamó Capa francamente conmovido-. Era Paul Robeson, un gigante de New Jersey de casi dos metros con un pecho ancho y combado de jugador de rugby que le daba a su vozarrón una resonancia de tubo de órgano. Se hallaba erguido de pie en medio del llano, rodeado de un público de sombras que estalló en una ovación cerrada cuando aquel nieto de esclavos remató la faena con un re bemol grave que se elevó por encima de todas las fronteras.

Cientos de rostros tensos, quietos, traspasados por la emoción escuchaban con el aliento contenido aquel espiritual negro venido de los campos de algodón a orillas del Mississippi. Gerda sintió que aquella música le llegaba a las entrañas sin quebrarle los huesos igual que los salmos. Había algo profundamente bíblico en ese canto solitario. La oscuridad, el olor de los campos, la reunión de gente venida de todas partes. Todos muy jóvenes, casi niños, como Pati Edney, inglesa de dieciocho años, enamorándose subida al estribo de una ambulancia en el frente de Aragón o John Cornford un muchacho de veintiún años, con cazadora de aviador y sonrisa de crío que fumaba sin parar cigarrillos sin filtro y que hubiera sido un excelente poeta si una bala no le hubiera reventado los pulmones en la sierra de Córdoba. Gerda y Capa habían coincidido con algunos en Leciñena y con otros en Madrid, cuando los fascistas llegaron a la orilla del Manzanares y se integraron en la brigada del general Lucakz. Gerda recordaba perfectamente el rostro del escritor Gustav Regler izado en camilla por dos milicianos, entre los escombros de un bombardeo; un muchacho albanés muy alto emborrachándose con Capa después de los combates de la Casa de Campo porque se había enamorado hasta los huesos de una mujer casada, mucho mayor que él; el americano Ben Leider con gafas de aviador, posando con toda su escuadrilla delante de un Policarpov I-15, con el que defendió Madrid hasta que su aparato fue derribado. Cada vez que algún caza biplano salía de misión saludaba desde el aire su tumba en el cementerio civil de Colmenar de Oreja; Frida Knight, que echaba miguitas de pan a las palomas en la Plaza de Santa Ana y se ponía furiosa cuando las espantaban los obuses de los fascistas; Ludwig Ren con el hombro izquierdo punteado de cicatrices rosas de fusil ametrallador; Simone Weil, mirando desconcertada a través de sus lentes de intelectual la crueldad de la contienda; Charles Donelly escribiendo poemas en el llano de Morata a la luz de un candil, con un lápiz de carpintero en la oreja; Alec McDade ingenioso y flemático, haciendo reír a todos con su típico humor british , comiéndose una lata de atún sentado en la acera mientras las bombas de la aviación franquista peinaban las cornisas de la Gran Vía. Americanos de la Brigada Lincoln, búlgaros y yugoslavos de la Dimitrov, polacos de la Dombrowski, alemanes de la Brigada Thälmann y de la Edgar André, franceses de la Marseillaise, cubanos, rusos… Gerda esperaba ver por allí a Georg. Sabía por su última carta que llevaba tres meses luchando en España, pero el azar no quiso tender sus puentes para que se encontraran.

– Me gusta la música negra -dijo Gerda.

El canto les había enardecido con su carga de emoción colectiva, de puños alzados a la altura de la sien, «¡Salud!» «¡Salud!»…

Iban caminando hacia la tienda. La llanura se aclaraba alrededor de los dos conforme los ojos se iban acostumbrando a la oscuridad, las tiendas de lona levemente onduladas por la brisa de los trigales, la noche apisonada y fría, purificando los sonidos, los olores, mientras el murmullo del campamento se iba apagando como cubierto por una campana de cristal. Los dos caminando de la mano, una clase especial de compenetración, casi geológica, nocturna. Capa pensó que aquella tierra era tan hermosa que uno podría morir en ella.

– Si te ofreciera mi vida, la rechazarías ¿verdad? -dijo. No era una queja ni un reproche.

Ella no contestó.

Capa jamás había querido tanto a nadie y eso le hacía ser consciente de su propia mortalidad. Cuanto más aumentaba la independencia de ella, cuanto más inalcanzable se mostraba ante él, más aumentaba su necesidad de tenerla. Por primera vez en su vida se volvió posesivo. Detestaba su autosuficiencia, cuando ella elegía dormir sola. Entonces no conseguía apartarla de su cabeza, pensaba obsesivamente en cada milímetro de su piel, en su voz, en las cosas que decía hasta cuando discutía por cualquier tontería, la forma cómo entraba a gatas en su tienda y se apretaba contra su cuerpo, con el ceño un poco fruncido como una santa o una virgen andaluza.

Se giró hacia ella y le tocó la muñeca con suavidad.

– Cásate conmigo.

Gerda se volvió a mirarlo cuando escuchó sus palabras. No era desconcierto. Estaba sólo un poco conmovida. Meses antes hubiera aceptado feliz.

Lo miró con fijeza y ternura, uno frente al otro, reprimiendo el consuelo de una caricia, como si estuviera en deuda con él o le debiera una explicación. Sentía la impotencia de todo cuanto no le era posible decir, buscando alguna palabra que pudiera salvarla. Recordó un viejo proverbio polaco. «Si a una alondra le cortas las alas, será tuya. Pero entonces no podrá volar. Y lo que tú amas es su vuelo.» Prefirió no decir nada. Bajó los ojos, para que al menos su piedad no lo humillase, se soltó de él y siguió caminando sola hacia la tienda, notando bajo sus pisadas la poderosa densidad de la tierra, con una pena honda que le rompía el alma por dentro, pensando que iba a serle muy difícil querer a nadie como quería a aquel húngaro que la miraba resignado, como si leyera sus pensamientos, con aquella sonrisa medio triste, medio irónica, sabiendo que ése había sido siempre el pacto entre ellos. Aquí, allá, en ninguna parte…

XXI

El viejo caserón aún resistía en pie después de varios meses de asedio. Estaba situado en el número 7 de la calle Marqués del Duero y había sido expropiado a los herederos del marqués Heredia Spínola para convertirse en sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. El edificio crujía por todas sus costuras, era feo, demasiado solemne, decorado con muebles fúnebres y gruesos cortinones de terciopelo, pero albergaba dentro toda la vida de una ciudad oculta. Los salones de la Alianza eran un jubileo continuo de actores, periodistas, artistas, escritores tanto españoles como extranjeros, sobre todo poetas como Rafael Alberti, que era su secretario. Entre el invierno y la primavera fueron pasando por allí Pablo Neruda, que seguía siendo cónsul de Chile en Madrid, César Vallejo, peruano de verso libre, Cernuda, elegante con el pelo siempre recién peinado y el bigote recortado, León Felipe, que llevaba cada día el recuento del número de muertos que causaban los bombardeos aéreos, Miguel Hernández, el poeta pastor de Orihuela, con la cara renegrida por los soles de la guerra cuando regresaba del frente, el cráneo rapado y los andares campesinos, sin levantar apenas los pies del suelo.

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