Susana Fortes - Esperando a Robert Capa
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La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario
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No se lo pensó. La acreditación que tenía sólo era válida para Valencia, así que se presentó con su cámara y sus bártulos al hombro en la oficina de propaganda de la Junta de Defensa para obtener un permiso y poder cubrir el éxodo de los miles de refugiados que iban llegando desde la costa oriental de Andalucía. No era fácil conseguir un pase. Las autoridades estudiaban cada petición con lupa para evitar que algunos se aprovecharan de la situación. En ciertos círculos bohemios europeos se había puesto de moda una especie de turismo de guerra. Gente que buscaba sensaciones fuertes y que pretendía sacarse de encima el tedio de su vida anodina, instalándose a costa de la oficina de prensa en los mejores hoteles de Valencia o Barcelona, igual que si estuvieran en los toros, para ver desde la barrera cómo se mataban los españoles. Eso las autoridades republicanas no lo podían consentir. Así que la mayoría de los corresponsales tenían que esperar para obtener su autorización y plaza en un coche mientras mascullaban sus puros, escribían a máquina compulsivamente y reclamaban en idiomas extranjeros conferencias que nunca llegaban.
Gerda sin embargo consiguió el salvoconducto en menos de diez minutos, ratificado además, con un sello de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Sabía buscarse la vida. Tenía don de gentes, facilidad para entenderse en cinco idiomas, una sonrisa imbatible y una tozudez a prueba de burocracia.
Durante días estuvo viendo pasar refugiados por la carretera de la costa. Primero carros tirados por mulos, luego mujeres y ancianos cargados con hatillos, seguidos de niños sucios y asustados, después gente desesperada, descalza, exhausta, con la mirada ida de a los que ya les da igual ir para adelante que para atrás. Una auténtica riada humana. Ciento cincuenta mil personas que habían dejado su casa y toda su vida, huyendo aterrorizados primero hacia Almería y después hacia Valencia, en busca del refugio republicano más próximo, sin saber que lo peor les esperaba en el camino. El infierno. Tanques franquistas persiguiéndolos por tierra con saña de tiro al blanco. Aviones italianos y alemanes bombardeándolos desde el aire y en los tramos próximos a la costa, las cañoneras arreciando desde el mar. Aquello era una ratonera. A un lado, los acantilados, al otro, una pared de roca viva. No había escapatoria. Las madres les vendaban los ojos a los niños para que no vieran los cadáveres que iban quedando en las cunetas. Doscientos kilómetros a pie sin nada que comer. De vez en cuando se oía un ronroneo de motores y pasaban camiones de milicianos con la lona verde desteñida, sobrecargados hasta los topes, desvencijados, cubiertos de polvo, tristísimos. Los padres les suplicaban de rodillas que les dejaran subir a los críos, aún sabiendo que si los subían, tenían muy pocas probabilidades de volver a encontrarlos. La peor epopeya de la guerra. Muchos refugiados estaban en estado de shock . Otros sufrían colapsos de agotamiento mientras los aviones volvían a la carga, tejiendo desde el aire una intrincada tela de araña. Nadie intentaba protegerse. Ya les daba igual.
Gerda no sabía hacia dónde mirar. Aquello era el fin del mundo. Vio a una mujer muy alta, transportando un saco de harina a lomo de un caballo blanco y apretó el disparador como una autómata. Creyó que estaba delirando. Nadie enterraba a los muertos y tampoco había fuerzas para recoger a los heridos.
Al anochecer oyó un rumor confuso. Vibraciones, crujidos, topetazos, unos faros enderezándose en la oscuridad, a la salida de una curva. Se dirigió hacia la luz como si no quedara más mundo alrededor. Era la unidad móvil de un hospital de campaña. Un hombre con la bata blanca llena de sangre, como el mandil de un matarife, enrollaba una venda alrededor de la cabeza de un anciano. El doctor canadiense, Norman Bethune, parecía un resucitado. Flaco, sin afeitar, con las pupilas enrojecidas. Llevaba tres días enteros sin dormir haciendo transfusiones de sangre y recogiendo a niños del camino.
Gerda nunca había pensado que la tristeza estuviera tan próxima al odio. Subió la mecha del candil con lo que aumentó el diámetro de luz a su alrededor, se echó la manta por los hombros y empezó a caminar hacia la ambulancia. Oyó los quejidos de los enfermos, la voz de una madre hablándole muy bajito a su hijo. La tabla trasera del camión era usada como mesa de operaciones. Si se corta una vena en la oscuridad, en cualquier momento después del anochecer, la sangre se vuelve negra como el petróleo. Lo peor era el olor. En aquel momento hubiera dado cualquier cosa por estar con Capa. Él sabría qué decirle exactamente para serenarla. Tenía el don de hacer sonreír a los demás en los peores momentos.
Estuvo un rato absorta, hasta consumir el cigarrillo, recordando el tacto de sus manos ásperas y seguras, los ojos leales, de spaniel, el gesto de soplarle en el cuello después del amor, su humor autodespreciativo, capaz también de soltar una impertinencia que la pusiera furiosa y de arreglarlo luego otra vez con aquella mirada que lo borraba todo. Tierno, ocurrente, egoísta. «El jodido húngaro de los cojones», pensó de nuevo y casi lo dijo en voz alta para sofocar el sollozo que le subía a la boca. Caminaba sola por la cuneta entre muertos apilados unos sobre otros, pálida, con la mirada perdida.
Creyó que se moriría si no veía pronto un rostro conocido y entonces oyó un chasquido como la opalina de una vela al apagarse, alguien acababa de romper con la uña una ampolla de morfina. Antes de que se diera la vuelta lo reconoció por la espalda. Las piernas largas, los brazos remangados, metidos en la caja de un botiquín, el aire de Gary Cooper.
– Ted -dijo.
El muchacho se volvió. No habían vuelto a verse desde Cerro Muriano. Su ángel de la guarda de diecinueve años había envejecido. Caminó hacia él despacio, apoyó la frente en su pecho y por primera vez desde que estaba en España, se echó a llorar sin importarle que la vieran. En silencio, sin soltar palabra, incapaz de contener las lágrimas, mientras Ted Allan le acariciaba la cabeza despacio, también callado y confuso. La mano derecha entre su pelo rubio y la tela de la camisa. Ese contacto físico era el único consuelo posible en medio de aquel río humano. Parecía que las lágrimas no le salieran del pecho, sino de la garganta, impidiéndole respirar. Estuvo así mucho rato, llorando a lágrima viva después de siete meses de guerra de aguantar aquello sin venirse abajo.
El infierno.
XX
«Tengo veinticinco años y sé que esta guerra es el fin de una parte de mi vida, el fin tal vez de mi juventud. A veces me parece que con ella terminará también la juventud del mundo. La guerra de España nos ha hecho algo a todos. Ya no somos los mismos. El tiempo en el que vivimos está tan lleno de cambios que es difícil reconocerse en cómo éramos todos nosotros hace apenas dos años. No puedo ni imaginar lo que queda por venir…» Estaba arrebujada en una manta, con el cuaderno rojo apoyado en las rodillas y la última luz desvaneciéndose en el horizonte. Ésa era la hora del día que mas le gustaba. Si hubiera sido escritora habría elegido ese momento para empezar sus novelas, entre el día y la noche, un territorio exclusivamente suyo para dejar errar sus pensamientos. Ningún amante podría traspasar jamás esa frontera. Desde aquel altozano veía las partes bombardeadas a lo largo del declive formado por los tejados, las hectáreas de huerta destruida junto a la granja. Contemplaba el lugar martirizado en que se encontraba, en España. Apoyó de nuevo el plumín sobre la superficie blanca del papel y continuó escribiendo. «Durante los últimos meses he recorrido esta tierra de un lado a otro, empapándome de sus enseñanzas. He visto gentes inmoladas y quebrantadas, mujeres enteras, hombres con visiones extrañas y trágicas y hombres con sentido del humor. Es tan misterioso este país, tan suyo, tan nuestro. Lo he visto endulzarse y desmoronarse bajo cada bombardeo, y levantarse de nuevo cada mañana con las cicatrices frescas. Aún no estoy del todo harta de mirar, pero llegaré a estarlo. Eso lo sé.»
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