Susana Fortes - Esperando a Robert Capa

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Premio de Novela Fernando Lara 2009
La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario

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Madrid a lo lejos era una liebre blanca a merced de las jaurías de perros de caza.

XVIII

LA CAPITAL CRUCIFICADA. Regards anunciaba en portada el reportaje fotográfico de Capa. Gerda se echó una chaqueta gruesa de lana por los hombros y se sentó al lado de Ruth en el sofá del apartamento, como en los viejos tiempos, las dos solas. Al otro lado de la ventana el día era gris con esa punta de niebla que a veces cubre de tristeza los tejados de París. Su amiga era la roca madre a la que todos regresaban tarde o temprano después de la batalla. Capa, Chim, ella… Ruth Cerf escuchaba a unos y a otros con esa actitud entregada que sólo poseen las personas muy maternales, los ojos atentos, la frente comprensiva, con la insistencia protectora que tenían antes las mujeres, cuando abrochaban bien el abrigo y enrollaban las bufandas de sus hijos en las mañanas glaciales. La revista estaba abierta encima de una mesita moruna con la imagen de un bombardeo aéreo al lado de una bandeja con dos tazas de té y un platito de galletas bretonas. Gerda miró aquellos rostros de mujeres del barrio obrero de Vallecas, captados apenas unos minutos después de que hubieran regresado a sus casas y se encontraran sus hogares ardiendo y a los vecinos sepultados bajo los escombros. Una calle empinada con árboles esqueléticos y dos milicianos compartiendo el mismo fusil, esperando el momento oportuno para disparar al enemigo. Una madre joven refugiada con tres chiquillos en un andén de la estación del metro. Campos grises y establos ardiendo al otro lado de la carretera. Varios brigadistas caminando en fila, un paso tras otro con el macuto a la espalda y la cabeza baja, mirando las huellas que iban dejando en la tierra mojada, concentrados, como guerreros antes el combate. El primer plano de una miliciana casi adolescente, agachada, apuntando con un Mauser desde una barricada en la Facultad de Medicina. Gerda pasaba de un plano a otro y regresaba mentalmente a Madrid, al pozo de recuerdos en el que no había cesado de sumergirse desde su regreso. La vida parisina le parecía insoportablemente rutinaria después de la intensidad que había conocido en España.

Bebió un sorbo corto de té y la añoranza le abrasó los labios. Lo echaba de menos. Recordaba la Gran Vía los últimos días de septiembre, antes de su viaje de vuelta, con los obuses lloviendo día y noche y el cielo traspasado por los reflectores entrecruzándose en ángulos giratorios, sobre las fachadas de los edificios: los tejados del Madrid de los Austrias; la Telefónica, donde estaba la oficina de prensa del gobierno y desde donde muchas veces había tenido que enviar alguna crónica por conferencia, agachada mientras los proyectiles pasaban por encima de su cabeza; la calle Alcalá; los altos ventanales del Círculo de Bellas Artes. Intersecciones azules, juegos geométricos en el techo de la habitación del hotel donde ahora la llevaban los recuerdos.

– Tenemos que bajar al refugio -había dicho ella al oír crecer el zumbido de los motores, seguido del traqueteo seco y apretado del fuego de la defensa antiaérea, el día en que los fascistas lanzaron el segundo ataque mortífero sobre la ciudad.

Estaban en el hotel Florida. Acababan de regresar de la Casa de Campo, al oeste de la ciudad, donde los republicanos se habían atrincherado y construido barricadas con colchones, puertas y hasta maletas sacadas de las consignas de la estación del Norte. Tenían buenas imágenes. Capa comprobaba el material, al trasluz de la lámpara, marcando las mejores imágenes de sus negativos con una cruz, el ojo pegado a la lupa del cuentahílos. Gerda sintió una ternura incontrolable mientras lo observaba desde el quicio de la puerta. Parecía al mismo tiempo un crío entretenido con su juguete favorito y un hombre hecho y derecho comprometido por entero en una tarea extremadamente dura, misteriosa y precisa en la que acaso le iba la vida.

Lo besó de improviso cuando se dio la vuelta y él mantuvo los brazos abiertos unos segundos, mas sorprendido que indeciso antes de empujarla suavemente hacia la cama al mismo tiempo que se desabrochaba el cinturón y ella notaba la presión de su miembro endurecido en el vientre. Abrió las piernas, aprisionándolo dentro, mientras besaba su cuello y su barbilla áspera sin afeitar, con un sabor a sudor acre y masculino.

– Deberíamos bajar -volvió a decir balbuceante, sin convicción, mientras las sirenas aullaban afuera y él se adentraba, firme, serio, sin dejar de mirarla como si quisiera fijarla para siempre en la cámara oscura de su memoria tal como era en aquel momento, el ceño un poco fruncido, la boca ávida, entreabierta, moviendo un poco la cabeza hacia los lados, como siempre que estaba a punto de correrse y entonces la sujetó fuerte por las caderas y entró hasta el fondo, despacio, clavándola bien adentro, para vaciarse lenta y largamente, hasta que también a él le llegó el gemido y dejó caer la cabeza de golpe contra el hombro de ella. Las luces de los reflectores girando azules en el techo. Ella le había enseñado a manifestarse así, ruidosamente. Le gustaba oírlo expresar su placer con ese sonido casi animal, pero él era reacio a hacerlo, por intimidad o por pudor, por timidez de hombre. Nunca había gritado en el orgasmo de ese modo como aquel día con el vuelo ensordecedor de los aviones pasando cerca y los estampidos en serie de la defensa antiaérea retumbando al otro lado de la calle. Se quedaron un rato tendidos en silencio en medio de aquella penumbra azulada que giraba en círculos sobre el techo, mientras Gerda le acariciaba la espalda y Madrid respiraba por sus heridas y él la miraba en silencio como desde otra orilla con aquellos ojos de gitano guapo.

Dejó la taza sobre la bandeja con la mirada todavía ensoñada.

– Voy a volver a España -le dijo a Ruth.

Capa llevaba en Madrid desde noviembre. Había conseguido un nuevo encargo gracias al éxito de sus reportajes, especialmente por Muerte de un miliciano . Todos los editores franceses habían descubierto hacía tiempo que el famoso Robert Capa no era otro que el húngaro André Friedmann, pero sus imágenes habían mejorado mucho y se arriesgaba tanto para conseguirlas, que aceptaron su juego. Se sentían obligados a pagar sus tarifas. El nombre de guerra había devorado por completo al muchacho desarrapado y un poco ingenuo, criado en un barrio obrero de Pest. Ahora era Capa, Robert, Bobby, Bob… Ya no necesitaba ningún disfraz, el mundo periodístico lo había aceptado así y él por su parte había asumido el papel, creyéndose el personaje a pies juntillas y siéndole fiel hasta las últimas consecuencias. Creía en sí mismo y en su trabajo más que nunca. Pensaba que sus fotografías podían conseguir la intervención de las potencias occidentales en apoyo del gobierno republicano, había renunciado a la pretendida imparcialidad periodística, metido hasta las cejas en aquella guerra que acabaría por romperle la vida.

En sus cartas le contaba a Gerda cómo los madrileños se jugaban la piel delante de los tanques, atacándolos con cargas de dinamita y botellas de gasolina que encendían con la punta de sus cigarrillos porque escaseaban las cerillas. Respondían al fuego de las modernas ametralladoras alemanas con viejos fusiles Mauser. David contra Goliat. La caída de la ciudad parecía inevitable, sin embargo Madrid resistía los embates con un coraje que adquiría tintes míticos en los reportajes de Regards , Vu , Zürcher Illustrierte , Life , el semanario británico Weekly Illustrated y los principales periódicos del mundo con tiradas de cientos de miles de ejemplares. La guerra española estaba siendo el primer conflicto retransmitido y fotografiado día a día. «Una causa sin imágenes, no es sólo una causa olvidada. Es también una causa perdida», le escribiría a Gerda en una carta fechada el 18 de noviembre, el mismo día en que Hitler y Mussolini habían reconocido a Franco como jefe de Estado.

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