Susana Fortes - Esperando a Robert Capa
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La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario
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Gerda estaba acurrucada de medio lado con la mejilla izquierda sobre la manta de lona, el brazo izquierdo flexionado debajo de la cabeza a modo de almohada, el rostro vuelto hacia Capa. Los ojos abiertos, clavados en él.
– Adivina qué hora es…
Era una manera como otra cualquiera de romper el hielo.
– No sé… ¿todavía es ayer? -Lo vio pasarse una mano por la cabeza, confuso, como si los efluvios del alcohol no se hubieran evaporado del todo de su mente o como si hablase en sueños.
Ella le tocó en el hombro. Mantenía los ojos abiertos para contemplar las chispas de electricidad de su pelo negrísimo en la oscuridad de la tienda.
– André… -dijo muy bajito.
El nombre le cogió por sorpresa. Hacía mucho que no le llamaba así. El tono tan cálido removió algo dentro de él. Inesperadamente se volvió frágil, igual que cuando de niño se sentaba en las escaleras de casa y acariciaba el lomo de un gato hasta que los gritos se iban aplacando poco a poco y volvía de puntillas a su cuarto, con el corazón encogido.
– ¿Sí…?
– ¿Qué fue lo que pasó?
– No quiero hablar de ello.
– Es mejor que lo hagas ahora, André. No es bueno quedárselo dentro ¿Pediste a los hombres que escenificaran un ataque?
– No. Estábamos haciendo el tonto, eso es todo. Tal vez me quejé de que todo estuviera demasiado tranquilo y no hubiera nada interesante que fotografiar. Algunos muchachos entonces empezaron a bajar corriendo la ladera y yo también me eché a correr con ellos. Subimos y bajamos la loma varias veces. Estábamos todos de buen humor. Nos reíamos. Dispararon al aire. Saqué varias fotografías. -Capa se quedó muy quieto, el gesto de la boca se le había crispado-…La puta foto.
– ¿Y qué ocurrió entonces?
Calló durante demasiados segundos para que la pausa fuera natural.
– Ocurrió que de repente todo era real. Teníamos una ametralladora franquista en la ladera de enfrente. Tal vez llamamos su atención con nuestras voces. Yo no oí los disparos… Al principio no los oí… -Miraba a Gerda con los ojos muy fijos, con lealtad y franqueza, pero al mismo tiempo a la defensiva.
Aquella mirada ella no la tenía codificada. Le dio un poco de miedo, o más bien, de aprensión. No sabía cómo interpretarla. Apartó los ojos.
– Ya es suficiente. No sigas si no quieres. -De pronto se había acordado de algo que también ella prefería olvidar-. No es necesario que me lo cuentes, de verdad. No me lo cuentes.
– Me has preguntado. Ahora tienes que escucharme. -En la voz de Capa no había recriminación ni ensañamiento, pero tampoco piedad.
– ¿Dónde estabas tú?
– Un poco más adelante, a un lado, en el cerro que llaman de la Coja. La segunda ráfaga fue más corta. Uno de los muchachos salió para cubrir la retirada de los de más y la ametralladora abrió fuego. Yo levanté la cámara por encima de mi cabeza y también disparé. -Se quedó callado unos segundos, como si se estuviera esforzando en desmenuzar un pensamiento difícil de concretar-. Fotografiar a las personas es obligarlas de algún modo a afrontar cosas con las que no contaban. Las sacas de su camino, de sus planes, de su trayectoria normal. A veces también es obligarlas a morir.
– No fue culpa de nadie, André. Ocurrió. Eso es todo -dijo Gerda, y nada más decirlo, se quedó paralizada por la coincidencia. Eran exactamente las mismas frases que había empleado Georg en Leipzig, cuando sucedió lo del lago. Las mismas palabras dichas en voz baja. El libro de John Reed sobre el mantel de lino, el búcaro con tulipanes y la pistola. Nunca había hablado de eso con nadie más.
– Lo hice mecánicamente, sin pensar -continuó él-. Cuando lo vi en el suelo, creí que no estaba muerto. Pensé que estaba fingiendo. Era un juego. De repente se hizo un silencio. Todos me miraban a mí. Entre dos milicianos lo arrastraron como pudieron hasta la trinchera, uno de ellos también fue alcanzado cuando volvió a recoger su fusil. Fue entonces cuando comprendí lo que había sucedido. Los fascistas lo acribillaron. Pero yo lo maté.
– No fuiste tú, André -lo consoló ella, aunque en el fondo sabía tan bien como él, que de no haber estado allí con su cámara, aquello no habría ocurrido.
– No sé quién era realmente. Tengo el traqueteo de la ametralladora aquí clavado -dijo, señalándose la frente-. Ni siquiera sé su verdadero nombre, vino voluntario desde Alcoy con un hermano pequeño de la misma edad que Cornell. Apreté mecánicamente el disparador de la cámara y él cayó de espaldas, igual que si hubiera disparado un arma y le hubiera alcanzado en la cabeza. Causa y consecuencia.
– Es la guerra, André.
Capa se dio la vuelta hacia la pared. Gerda no podía verle la cara. Sólo la espalda y los brazos desnudos. Como si con esa posición quisiera poner una barrera entre ellos. Ahora él se hallaba al otro lado de un puente roto donde ella no podía alcanzarle. No estaba inmóvil ni dormido. Su espalda se agitaba en silencio. La sacudida de la noche en el cuerpo. Quienes lloran consumen más energía que con ningún otro acto. También ella tenía cosas en las que mejor no pensar. Aún no había amanecido. El cuerpo de él se recortaba sobre la lona oscura de la manta. Al principio Gerda vaciló ante la idea de poner una mano sobre su hombro, pero finalmente no lo hizo. Hay momentos en los que un hombre necesita valerse solo.
Se quedó en la otra orilla de la tienda, cubriéndole la espalda lo que quedaba de noche, pero sin rozarlo. Apaciguándolo cuando él se despertaba sobresaltado por una pesadilla, hasta que se fue calmando poco a poco mientras ella seguía a su lado, con los ojos abiertos hasta el alba, pensando también en sí misma, en la soledad que se mete en los huesos a veces como una enfermedad incurable, en las cosas que rompen la vida y no tienen remedio. No volvieron hablar sobre esa foto. Tampoco volvió a llamarlo nunca André.
XVII
A la mañana siguiente emprendieron el regreso hacia Madrid. Gerda abrió la ventanilla. Oía los chasquidos de los neumáticos sobre la tierra seca durante todo e1 camino. Le gustaba la sensación del aire en la cara Por un momento le hacía olvidar la necesidad de darse una ducha.
Llegaron a Toledo al amanecer con los riñones doloridos por el traqueteo constante debido los baches. 18 de septiembre. Una luz blanquecina cubría los olivares y a lo lejos se veía recortada la silueta del Alcázar como una gran roca de albañilería ciega. Pararon a desayunar café y tostadas con aceite en una venta de carretera situada a menos de un kilómetro de la ciudad. Aprovecharon para estirar las piernas y fumar un cigarrillo. A Capa no le salían las palabras fácilmente. Se frotaba la mandíbula áspera por la barba de varios días, arrugaba la cara, fruncía el ceño para pensar y sólo entonces soltaba algo, como si se forzara a sí mismo a desprenderse de sus pensamientos. Tampoco ella tenía buen aspecto. Le había venido la regla y notaba el estómago encogido con una puntada ardiente a la altura de las ingles. La camisa apelmazada por el polvo de varios días, el cabello desgreñado, la piel reseca, preparando la cámara, desmontando las lentes para limpiarlas una a una, el gesto concentrado, las ojeras violáceas más acentuadas por la claridad del amanecer.
Por la tarde llegó un nutrido grupo de fotógrafos, periodistas, operadores de noticiarios y funcionarios del gobierno. Todos esperaron la voladura del muro occidental del Alcázar desde un olivar cercano. A las seis y media se oyó una explosión tremenda. Cinco toneladas de dinamita. La humareda negra cubrió el sol como en un eclipse. A los pocos minutos la fortaleza empezó a entrar en erupción como un volcán, pero sus defensores se agruparon en el lado contrario y resistieron el embate. Las mujeres y los niños estaban apiñados bajo una pared de roca viva, entre ellos un bebé recién nacido, Restituto Valero, hijo de un teniente del bando nacional. El niño del Alcázar. Muchos años después, años de luchas, presos y muertos, ese niño convertido ya en joven capitán de estado mayor, de la brigada de paracaidistas, se jugaría la piel y la carrera junto a otros nueve compañeros de armas, por defender la democracia frente a la dictadura de aquel general Franco que un día lo sacó en pañales del Alcázar. Las paradojas tienen muchas aristas y por alguna de ellas a veces asoma la vida con sus nervaduras de carne viva. Pero entonces no, entonces el llanto del crío se oía entre las explosiones haciendo estremecer el corazón de los milicianos dispuestos a tomar de cualquier modo la fortaleza. Cada vez que los milicianos asomaban entre los escombros del muro eran rápidamente rechazados por los insurgentes. Gerda y Capa los veían subir la colina empinada y caer casi inmediatamente alcanzados por las balas. Los heridos eran bajados en andas hasta el olivar, chorreando sangre. Los dejaban allí, boca arriba. Gerda se arrodilló en la cuneta, tomó foco. El muerto era un muchacho rubio, guapo, con un lunar en la frente. Pensó que en alguna parte, sin duda, habría alguien esperándolo, una mujer, unos hijos quizá, los españoles se casaban pronto, unos chicos rubios y guapos como él que lo llamarían papá, sin saber que ya no era más que un trozo de carne inerte bajo los olivos plateados, a medio camino de ninguna parte, en la carretera vieja entre Toledo y Madrid. Le desató con cuidado el pañuelo que llevaba atado al cuello y espantó las moscas que revoloteaban por su cara.
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