Capa fumaba ahora un cigarrillo, asomado a la ventana, contraviniendo las ordenanzas. Madrid a ciegas, sin electricidad.
Dos meses después se acordaría de ese cigarrillo, cuando la guerra ya no era como ahora un resplandor anaranjado al anochecer, sino lluvia de hierro que arreciaba por todas partes. Balas, esquirlas y proyectiles rebotando en las paredes Fsssiaaang, Fsssiaaang… Avenida del quince y medio le llamaban los madrileños a la Gran Vía, con su humor acre y castizo, por el calibre habitual de los proyectiles. Entonces toda la ciudad era una gran trinchera llena de boquetes donde hasta el tabaco estaba racionado y sólo se comían gachas y boniatos. Clac, clac, clac, clac… El claqué ligero y ágil de Fred Astaire se había convertido en un tableteo ensordecedor mezclado con el aullido de las sirenas mientras la gente bajaba apresuradamente las escaleras de los refugios subterráneos y los obuses estallaban en el mismo edificio de la Telefónica. Pero ahora todavía no. Ahora estaban desnudos en la ventana muy Pegados el uno al otro, mirando la noche. Gerda vio cómo Capa arrugaba el entrecejo mientras apuraba la última calada del cigarrillo. La sombra de la barba le daba una expresión cerrada de obstinación. Lo conocía lo suficiente como para adivinar sus pensamientos. Estaba preocupado porque todavía no había conseguido una sola foto que valiera la pena.
– Tenemos que acercarnos más -dijo.
– De acuerdo.
– Sólo nos quedan dos opciones. -Había desplegado el mapa ante ella, iluminándolo con una linterna-. Toledo o Córdoba.
En Toledo, el general sedicioso Moscardó se había encerrado en el castillo-fortaleza que dominaba la ciudad con un millar de soldados afines y sus familias, mujeres y niños. Además habían tomado más de cien rehenes entre los vecinos de izquierdas. Las fuerzas republicanas llevaban varias semanas sitiando el Alcázar, sin conseguir nada. Era un fuerte inexpugnable. Se decía que un grupo de dinamiteros asturianos, de las minas de carbón, estaban excavando dos túneles para depositar las cargas explosivas bajo uno de los muros y abrir así una brecha de entrada.
En Córdoba el gobierno republicano había lanzado una gran ofensiva para recuperar la ciudad en manos del general Varela. Todos los días las autoridades informaban de nuevos avances. La necesidad de una victoria hacía circular rumores falsos de que las tropas leales habían conseguido entrar en la ciudad. Gerda y Capa, después de evaluar la situación con detenimiento, llegaron a la conclusión de que los dinamiteros todavía debían de tener para largo en los túneles.
Eligieron Córdoba.
Capa no lo sabía, pero allí le esperaba la foto de su vida. Una imagen que lo haría famoso, que daría la vuelta al mundo en las portadas de las principales revistas, que se convertiría en un auténtico icono del siglo XX. Una fotografía que le hizo sentir un odio profundo, radical e instantáneo hacia su oficio y quizá también hacia sí mismo, por todo lo que a partir de aquel momento había dejado de ser: un chico húngaro criado en un barrio de Pest, que ya nunca volvería a tener veintidós años.
Quedaban todavía tres años largos de guerra en España y siete de prórroga en la conflagración mundial, y algunos más, de sus consecuencias: Palestina, Corea, Indochina… y otros tantos de hastío y desesperanza, apoyado en la ventana de cualquier hotel del mundo. Recordando.
Las guerras están llenas de gente que sólo puede volver la vista atrás. Porque a veces la vida se tuerce tanto que uno se las apaña como puede con la vida.
Aquella noche el periodista Clemente Cimorra, corresponsal del diario madrileño La Voz , entró en el bar Chicote de la Gran Vía, cuyos grandes ventanales estaban protegidos por sacos terreros, con un auricular en un oído y el otro colgando bajo la barbilla. Siempre llevaba encima un transistor portátil americano, último modelo, que le había regalado un periodista del Herald Tribune . Lo hacía un poco por presunción y otro poco para estar a la última de las novedades del mundo. Era un aparato negro, con el dial de color verde fosforescente.
En medio de aquel decorado modernista del café, el público habitual estaba formado por milicianos, escritores, corresponsales extranjeros que alababan por todo el mundo los cocktails del Chicote, brigadistas internacionales, con sus cazadoras de cuero, fumando cigarrillos rubios y algunas señoritas de compañía con collares de perlas falsas y el rostro maquillado a la antigua, con polvos de arroz. Todos se arremolinaron alrededor del veterano periodista, esperando ansiosos un veredicto.
– Jodidos gabachos! -escupió.
La noticia del día era la negativa del gobierno francés a entregar armas a la República. De Gran Bretaña nadie esperaba nada, pero los franceses eran vecinos de puerta, un gobierno hermano del Frente Popular. En la memoria de todos estaban todavía las palabras que Dolores Ibárruri, una mujer vasca, crecida en las minas de Somorrostro, había pronunciado con voz honda de hija y esposa de mineros durante el último mitin comunista en el velódromo D'Hiver: «Tenéis que ayudar al pueblo español. Hoy somos nosotros, pero mañana os llegará vuestro turno. Necesitamos fusiles y cañones para derrotar al fascismo en vuestras mismas fronteras.»
No quisieron escucharla.
Caminos desiertos. Casas abandonadas. Puertas Y ventanas cerradas a cal y canto. Reses sueltas vagando sin rumbo por las calles. Un pueblo fantasma. La clase de lugar donde el sentido común le dice a cualquiera que debe parar el coche y dar media vuelta.
Habían salido de Madrid con la primera claridad del alba, bien provistos de carnés de prensa y los salvoconductos necesarios, con dirección al cuartel general republicano de Montoro, muy cerca de Córdoba, a casi tres jornadas de viaje. Desde allí continuaron hasta Cerro Muriano. Era un día con olor a melaza, con un sol tibio caldeando las paredes de las casas y la sangre de los geranios adornando los balcones. Uno de esos días en que la maquinaria de la guerra se para unos minutos antes de tomar de nuevo su impulso implacable. Gerda y Capa se pararon también a beber agua de la fuente y se sentaron en el peldaño de una puerta, aprovechando la tregua, preguntándose qué demonios había ocurrido allí para que no quedara nadie. No había signos de violencia por ningún lado, ni cosechas quemadas, ni cristales rotos, pero en la plaza del pueblo lo único que se oía eran las esquilas desnortadas de las cabras. Todos habían huido. Hombres mujeres Y niños. A pie sobre los lomos de los burros, en coche…
Pocas horas antes el general insurgente, Queipo de Llano, había jurado por la radio que sus hombres no tardarían en llegar al pueblo para cobrarse su derecho de pernada.
La gente cree que lo peor de la guerra son los cadáveres con las tripas al aire, los charcos de sangre y todo lo que se puede abarcar al primer golpe de vista, pero el horror a veces está en segundo plano, como la mirada perdida de una mujer que acaba de ser violada y se aleja cojeando sola entre las ruinas con la cabeza baja. Eso Gerda y Capa aún no lo sabían. Eran demasiado jóvenes. Aquel era su primer conflicto. Todavía pensaban que la guerra tenía un lado romántico.
A primera hora de la mañana los reporteros alemanes Hans Namuth y Georg Reisner que también suministraban material a Vu y Alliance Photo y el periodista suizo Franz Borkenau habían fotografiado el éxodo aterrorizado de los habitantes de Cerro Muriano, bajo un cielo cubierto de aviones franquistas mientras en la radio Queipo de Llano continuaba amenazando a las mujeres. Si algo le reventaba a Capa era llegar a los sitios después de que lo hubieran hecho otros. Pero en una guerra nunca está claro el antes ni el después.
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