Susana Fortes - Esperando a Robert Capa

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Premio de Novela Fernando Lara 2009
La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario

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Dejaron el coche en el pueblo y continuaron andando carretera arriba, siguiendo las indicaciones del mapa hacia el lugar donde les habían dicho que estaba acampada una milicia de la CNT. Por el camino sacaron fotos de los últimos aldeanos que se habían quedado rezagados. Rostros silenciosos, mujeres cargando a sus niños en brazos, ancianos con los ojos enrojecidos mirando siempre atrás. La mirada de la mujer de Lot antes de convertirse en estatua de sal. Gente que huye.

Capa observó a Gerda caminando en silencio por el lado opuesto de la carretera. Ella no miraba atrás. La cámara sobre el pecho, el pelo caído sobre la frente, corto, muy rubio, quemado por el sol, la camisa gris, las piernas delgadas enfundadas en unos pantalones de lona metidos por dentro de las botas militares, haciendo crujir la gravilla de la carretera. Vista de espaladas, tan ágil y menuda, parecía un niño-soldado. Capa la había visto detenerse al lado de la cuneta, mirando alrededor con la cautela de un cazador avispado, haciendo sus cálculos, preparando mentalmente la foto. A medida que se acercaban al frente, su paso se hacía más rápido, como si se esforzara por llegar a una cita. Él también hacía sus propios cálculos y según esas cuentas ella llevaba una semana de retraso desde que le había bajado la última regla.

Desde su aterrizaje forzoso en Barcelona, se mostraba más silenciosa, encerrada en sí misma, igual que si hubiera ocurrido algo o hubiese comprendido de repente esa característica prodigiosa que tienen algunos lugares para transformar a las personas por dentro. Leía constantemente todo lo relativo a la historia de España, su geografía, sus costumbres… Estaba descubriendo el país al mismo tiempo que se descubría a sí misma. Capa advertía el proceso de autoeducación de ella, la veía cambiar cada día, la barbilla voluntariosa los pómulos afilados los ojos más transparentes como las uvas con la luz de la vendimia, sigilosos, protegiendo algo dentro. Temía esas sutiles diferencias que ocurrían al margen de él, en el interior de su mirada. Pensaba que las mujeres tenían una capacidad de transformación infinitamente superior a la de los hombres y eso era en el fondo lo que más temía, que aquellos cambios pudieran acabar distanciándola de él. Ya no lo necesitaba, ni le pedía consejo como al principio. Hasta las fotos que hacía iban emancipándose de él, adquiriendo su propio enfoque. Se movía siempre en relación con las cosas, explorando sus límites, el perfil de una mandíbula, el corte en picado de un precipicio… Cada vez más autónoma, más dueña de sus actos. Fue entonces cuando Capa supo, con la certidumbre seca de una revelación, que no sería capaz de soportar la vida sin ella.

Llegaron a la loma de La Malagueña al mediodía. La milicia de la CNT había planeado lanzar en los próximos días una ofensiva sobre la ciudad de Córdoba, situada a unos trece kilómetros al sur. Sin embargo la desorganización era casi completa. No había cadena de mando. Los soldados parecían reclutas novatos con más coraje que adiestramiento militar. Un pequeño grupo de milicianos de Alcoy confraternizaba con los periodistas que habían ido a cubrir el ataque en un ambiente relajado, jugando a las cartas y bebiendo animadamente.

– Lo peor de la guerra es aguantar el tedio de la espera, muchacho -le dijo un periodista veterano al ver la decepción en su rostro. Era Clemente Cimorra, el corresponsal de La Voz , que ambos habían conocido en el Chicote, aunque ahora no llevaba su transistor colgado de la oreja. Pero no tuvieron que esperar mucho. A los pocos minutos se reanudaron los combates. Era la primera refriega que presenciaban a una distancia tan corta. El grupo estaba compuesto por algunos periodistas y cincuenta milicianos cuya misión era defender al regimiento de artillería de Murcia, situado detrás de la primera línea de la columna de infantería alcoyana. Capa insistió para que Gerda no se quedase en la loma.

– Demasiado peligroso -dijo dando el asunto por zanjado.

– No me vengas con esas ahora -le repicó ella ofendida-. Ya lo hemos hablado muchas veces.

Se había puesto en pie mientras buscaba el encendedor en el bolsillo del pantalón. Se acercó a los labios un cigarrillo recio, sin filtro. Capa seguía mirándola con la misma dureza, sin dar su brazo a torcer.

– Ni hablar.

– ¿Pero quién te has creído que eres? ¿Mi padre? ¿Mi hermano? ¿Mi niñera? ¿O qué? Ahora lo miraba de frente, desafiante, los ojos brillantes con ascuas de fuego.

– No quiero que te ocurra nada -dijo él en tono conciliador y después con aquella sonrisa suya de medio lado, entre irónica y cálida, añadió-: no es que me importe mucho, pero me jodería quedarme sin manager .

– Pues tendrás que acostumbrarte.

Sonó como la amenaza que era. Capa desvió la mirada. Era rápida en sus respuestas y no estaba hecha para dejarse tomar ventaja por nadie. Capa la observó minuto y medio sin abrir la boca. Resuelta firme desafiante capaz como nadie de sacarlo de sus casillas.

– De acuerdo -dijo-. Allá tú. -Quería a aquella judía flaca, obstinada, egoísta e insoportable. La quería hasta el tuétano de los huesos.

Echaron a andar detrás de la columna por la loma arriba, sobre los rastrojos de color ocre, salpicados de piedras y de árboles amputados por el reciente encarnizamiento de obuses ligeros. A lo lejos se perfilaba la cresta azulada de la sierra. Capa caminaba delante, deteniéndose a trechos para comprobar si ella podía apañárselas con los desniveles del terreno. Le dio la mano para ayudarla a subir a una roca, pero ella rehusó su ayuda.

– Puedo yo sola -dijo con un impulso típico de su carácter.

La veía por el rabillo del ojo, subiendo lo más empinado de la loma, sin abrir la boca. Ni una queja, ni un comentario, silenciosa, lanzando miradas alrededor entre foto y foto.

– Haz exactamente lo que yo haga. No te despegues de mí. Observa bien el terreno. Busca siempre algún talud donde protegerte. Hay que avanzar a saltos, por etapas. -Capa le daba instrucciones sin mirarla, como si hablara solo, en un tono áspero y acre, malhumorado-. Y nunca levantes la cámara al sol cuando haya aviones volando cerca, ¡coño!

«Cerro Muriano, 5 de septiembre de 1936. Dos muchachos muy jóvenes… casi dos críos», escribió Clemente Cimorra en su crónica del día, convirtiéndolos, sin que ellos lo supieran, en protagonistas de la jornada, «sin nada más en las manos que sus cámaras fotográficas, una Leica y una Rolleiflex. Espían los movimientos de un avión que aletea en vertical sobre sus cabezas. Él y ella, los dos muchachos que ahora me acompañan consiguen sacar las fotos de la propia llama del suceso. Se arrastran por los sitios más batidos por las balas… Esto de la intrepidez periodística no es un mito, créanme. Es la bravura de la juventud generosa que busca el documento. Son de los nuestros. Gente de gauche …».

El ataque se interrumpió por la tarde, entre la una y las tres. Aprovecharon para reponer fuerzas en el campamento base. Se sentaron juntos. Capa no le quitaba la vista de encima a Gerda. Su pecho torneado bajo la camisa gris hizo que de pronto sintiera una fuerte presión en la ingle. Cada vez le pasaba eso con más frecuencia. Como si el riesgo avivara sus reflejos físicos al máximo, lo mismo para ponerse a salvo detrás de un talud, que para desear abrazarla bien fuerte, porque el día menos pensado podía estar muerto, como el reportero francés de L'Humanité , Mario Arriette, que había sido abatido en el frente de Aragón, pocos días después de que ellos abandonaran Leciñena. O tal vez sería ella la que estuviera muerta y entonces él no podría aguantarlo y se moriría también de desesperación y de angustia y de culpa y no se perdonaría el no haberle dado un guantazo bien dado cuando aún estaba a tiempo. Era lo que llevaba queriendo hacer durante todo el día. Plis, plas, una bofetada limpia y seca, nada más. Para que entrara en razón. Porque una cosa era cubrir la retaguardia de la guerra y él ahí nunca le había puesto ninguna pega. Pero otra, muy distinta era la primera línea de fuego, tirarse a campo abierto, arrastrarse de bruces por el suelo, para pasar debajo de los tiros, rebozados de tierra hasta las orejas, tratando de avanzar a duras penas hasta el próximo muro de piedra para intentar ver lo que había del otro lado. Pero allí estaba ella con cara de pocos amigos, la frente toda arañada y los pantalones sucios de tierra, más distante que nunca, llena de razón, con la arruga de Kierkegaard entre ceja y ceja, y lo único que se le ocurría a él era querer besarla hasta hacer desaparecer aquella línea de dureza en su rostro. No podía evitarlo. Ante ella era incapaz de mantener el rencor más que un breve instante. Deseaba apretarla bien fuerte entre sus brazos hasta que se olvidara de todas las palabras impertinentes que se habían dicho y de todas las que se podían llegar a decir, porque lo único que contaba a fin de cuentas era aquella necesidad física de contacto en víspera de la batalla. Calidez. Presión. Ternura. Paz. Pero ella parecía sólo atenta a su comida. Galletas de cáñamo y queso fresco. Limpió la navaja con un pedazo de pan y volvió a guardársela en el bolsillo, sin pronunciar una palabra. Plomo en el horizonte.

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