Susana Fortes - Esperando a Robert Capa

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Premio de Novela Fernando Lara 2009
La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario

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– ¿No ves que es extranjera? -soltó uno de los muchachos del POUM, desde una de las mesas. Si los fascistas le pueden pegar un tiro, también tú le puedes servir un tinto, coño.

Antes de que Capa y ella se percataran del motivo de la discusión, el tabernero ya se había subido a una tarima para ordeñar el odre.

– Prensa internacional -los presentó el cabo que los acompañaba.

Ante tal muestra de extranjería y profesionalidad a la par, el pobre tabernero no sabía cómo excusarse. Se secó las manos en el delantal y les plantó en la barra una botella de tinto y dos tazas desportilladas.

– Ustedes dispensarán, pero los vasos se van rompiendo y como ya no los fabricamos…

– Da igual, Paco. Tampoco te pongas exquisito ahora -le respondió el cabo-. Son de confianza.

La discusión sin embargo estaba en el aire. Pese a las imágenes de las milicianas con fusiles sentadas en los cafés, los comunistas eran partidarios de relegar la participación de la mujer en la contienda a trabajos de retaguardia y ese debate envenenaba las palabras y dividía a los propios republicanos. De hecho, sólo unos meses después, en otoño, el ministro de la Guerra, Largo Caballero, prohibiría ir al frente a las milicianas y les retiraría el uniforme.

– Tiene razón el cantinero -soltó en alemán uno de los voluntarios del batallón Thälmann, un comunista flaco, de gafas, experto en logística-. Os traéis a vuestras mujeres a la guerra como si vinierais de excursión. Hay que joderse, meterlas en este berenjenal. Si ellas quieren ayudar que trabajen de enfermeras, como las negras norteamericanas, que hay mucha venda por cortar en los hospitales.

Era justo lo que le faltaba a Capa para sacarse de encima la tensión de las horas muertas. Se volvió hacia él con una mirada de carbón endemoniado, los músculos tensos, los brazos un poco separados del cuerpo.

– ¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? -le soltó-. ¿Te ha preguntado alguien algo? ¿Te he dicho yo acaso algo de que tu novia te espere en casita haciendo confitura de fresa o tocando el piano? Pues ya ves algunas mujeres prefieren sacar fotos para que el mundo sepa qué está pasando en este país y si no te gusta, te jodes.

– Ya veremos quién se jode cuando le metan un tiro o cuando te lo metan a ti por su culpa. Ya te darás cuenta de que en ciertas situaciones las mujeres no dan más que problemas.

Gerda asistía a la discusión un poco incómoda, sin ganas de meter baza. Si había tipos que vivían en el siglo pasado aunque fueran comunistas, allá ellos.

– Si me pegan un tiro es asunto mío -respondió Capa muy serio sosteniéndole la mirada-. De nadie más. Ella se arriesga como yo. Así que donde yo voy, ella va. Y si te molesta su presencia, ya sabes dónde está la puerta. -Capa señaló hacia la tela de yute montada en bastidor que separaba la trastienda.

Gerda le sonrió. Por cosas como aquella quería a ese húngaro orgulloso de carácter endiablado y escasos modales. Puede que en ocasiones fuera ambicioso y egoísta o se encabezonara en cosas absurdas igual que todos, pero era de fiar y tenía un genio acre que lo hacía comportarse con más audacia que la mayoría de los hombres en situaciones similares. Noble, algo gallito y guapo hasta decir basta, pensó para sí, mientras trataba de fijarlo en la memoria tal como era en aquel momento, la camisa abierta, el semblante hosco, los puños cerrados dentro de los bolsillos, cagándose en el alemán y en la madre que lo parió.

– Tiran más un par de tetas que dos carretas -sentenció un paisano que no hablaba idiomas, pero que borracho y todo, entendió a la primera de qué iba aquel pleito de mastines.

El alemán metió las gafas en el vaso y se bebió el fondo de un trago, muy callado. Ojalá te den candela los nacionales y tengas que tragarte tus palabras, imbécil, es lo que debía de estar pensando, pero no dijo nada.

Sin embargo sería él quien tendría que tragárselas, una a una, muy poco tiempo después, el día 25, a escasos kilómetros, en Tardienta, cuando resultó herido de metralla en la pierna mientras su batallón intentaba volar un tren franquista cargado de municiones y una joven voluntaria inglesa, Felicia Browne, lo rescató de las vías. Lo arrastró a hombros veinticinco metros hasta conseguir ponerlo a salvo detrás de un terraplén, exponiendo su vida ante el fuego cruzado de los fascistas. Pero cuando se dio la vuelta para regresar junto a sus compañeros un legionario de Franco le reventó el esternón con una ráfaga de metralleta. Treinta y dos años. Pintora. Mujer. La primera víctima británica. Hay hombres que necesitan evidencias incontestables para caer de la burra. Otros no lo hacen nunca.

– Es mejor guardarse las agallas para cuando hagan falta -terció un campesino filósofo de unos cincuenta años que asistía a la discusión en segundo plano con un caliqueño colgado de la comisura de los labios-. Aquí todos estamos del mismo lado de la barrera.

Tenía razón, pensó Capa. El incidente le sirvió para constatar algo que ya había aprendido en su primera visita al país. Cuando se trata con españoles las normas que rigen son claras y sin lugar a equívocos. Hay que dar tabaco a los hombres y dejar tranquilas a las mujeres.

¿Qué podía significar para una pareja joven de fotógrafos aquellos campos resecos que transmitían una sensación de soledad sofocante, especialmente cuando los contemplaban bajo el cielo inmóvil a través del visor de la cámara? Probablemente no supieran todavía qué territorio estaban pisando, pero empezaban a sentir hacia él un afecto inspirado por la admiración hacia el orden austero de la gente, su rudo sentido del humor, la manera recia que tenían los pueblos de estar clavados en la tierra. Tanto Capa como Gerda querían encajar en aquel paisaje. Gradualmente se fueron despegando de sus orígenes como esos ríos que atraviesan a lo largo de su curso muchos países. Querían quitarse de encima la ropa de sus respectivas naciones. Ésa fue la primera enseñanza que les aportó España. Sol y olivos. Las naciones no existen. Sólo existen los pueblos.

Se paseaban al atardecer por la plaza, entre los viejos carteles de toros del año anterior que amarilleaban en las paredes. Fotografiaban a los milicianos escuchando al líder minero asturiano, Manuel Grossi, hablándoles desde el balcón del ayuntamiento. Se sentaban a beber de un botijo que alguien les ofrecía a la puerta de una casa, mientras sonaban siete campanadas en el reloj de la torre, cuyos espolones de cemento seguían en pie, pese a estar medio carcomidos por las esquirlas de mortero. Oían el tintineo lejano de los rebaños de cabras regresando en la tarde y pensaban que se hallaban en medio del desierto. El calor distorsionaba la lejanía con espejismos ondulados. Incluso el cuartel general del POUM parecía un campamento de beduinos, con los vientos de las tiendas bien amarrados. Hasta allí llegó una tarde la noticia del asesinato de Federico García Lorca en las cercanías de Granada. Ese era el rostro de la otra España, la que quemaba libros y gritaba «¡Abajo la Inteligencia!» «¡Viva la muerte!», la que odiaba el pensamiento y fusilaba al amanecer a su mejor poeta.

Gerda y Capa hablaban poco durante aquellas caminatas, como si cada cual necesitara reaccionar por su cuenta ante aquel territorio habitado por perros flacos y mujeres mayores, vestidas de negro, con los rostros cincelados por el cierzo, que tejían capazos de mimbre a la sombra de una higuera. Ella empezaba a descubrir que tal vez el verdadero rostro de la guerra no fuera sólo el tributo de sangre y cuerpos desventrados que pronto iba a ver, sino la sabiduría amarga que habitaba en los ojos de aquellas mujeres, la soledad de un perro que vagaba por las eras, cojeando, con la pata de atrás rota por un balazo, el horror dentro de un cajón de carpintero conteniendo un bultito pequeño envuelto en tela de saco, como un kilo de arroz. Su mirada de fotógrafa se estaba adiestrando e iba adquiriendo poco a poco un extraordinario poder de observación. Levantó con cautela el extremo de la tela por curiosidad y descubrió dentro el cuerpo sin vida de un bebé de pocos meses vestido con una camisita blanca de puntillas que sus padres se disponían a enterrar esa misma tarde. No dijo nada, pero se fue andando sola hasta un terraplén de las afueras, se sentó en el suelo, con la cabeza apoyada en las rodillas y estuvo llorando mucho rato con las lágrimas goteándole en el pantalón, incapaz de parar, sin saber muy bien por qué lloraba, completamente sola, mirando el horizonte de aquellos campos amarillos. Acababa de aprender la primera lección importante de su vida como reportera. Ningún paisaje puede llegar a ser tan desolador como una historia humana. Ése iba a ser su sello como fotógrafa. Las instantáneas que su cámara captó aquellos días, no eran las imágenes de guerra que esperaban las revistas militantes como Vu o Regards , pero aquellos encuadres ligeramente inclinados, transmitían mucha mayor sensación de soledad y de tristeza que la guerra misma. El cielo bajo, los soldados moviéndose por la carretera, pequeñas humaredas a lo lejos.

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