Susana Fortes - Esperando a Robert Capa
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La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario
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También ella cambió su identidad. Mi nombre es Taro. Gerda Taro. Las mismas vocales que Greta Garbo, su actriz favorita. Las mismas sílabas. La misma música. Igual podía ser un nombre español, que sueco o balcánico. Cualquier cosa menos judío.
Si ni siquiera puedes elegir tu propio nombre, qué clase de mundo es éste, decía.
Se trataba una vez más de un juego, una impostura inofensiva, pero sostenida de corazón. Desdoblarse, convertirse en otros, actuar. Igual que cuando de niña imitaba a las actrices del cine mudo en el desván de la casa de Stuttgart.
Los actores estaban claros. Sólo necesitaban un buen argumento para la película y enseguida lo encontraron. André hacía las fotos, Gerda las vendía y el tal Robert Capa se llevaba la fama. Pero como se suponía que era un profesional muy cotizado, Gerda se negaba a vender sus negativos por menos de ciento cincuenta francos. El triple de la tarifa vigente. Otra vez las enseñanzas de su madre volvían a resultar proféticas. También las de Dezsö Friedmann: la apariencia del éxito atrae al éxito.
A veces se planteaban problemas, claro, pequeños desajustes de guión, pero se las arreglaban para resolverlos con ingenio. Si André no lograba sacar una buena fotografía de un mitin del Frente Popular o de la última huelga de la Renault, Gerda siempre lo encubría.
– Ese cabrón de Capa ha vuelto a largarse a la Costa Azul con una actriz. Maldita sea su estampa.
Pero ningún juego es del todo inofensivo. Ni inocente. André interiorizó el papel de Capa hasta los tuétanos. Se lo pegó a la piel como un guante. Se esforzó hasta la extenuación en ser el fotógrafo americano, triunfador y audaz, que ella quería que fuera. Aunque en el fondo más profundo de su alma siempre le quedaba un poso de melancolía por saber de cuál de los dos estaba ella realmente enamorada. André amaba a Gerta. Gerda amaba a Capa. Y Capa al final, como todos los ídolos, sólo se amaba a sí mismo.
Su cámara estaba siempre en el lugar de los hechos, subido al ático de las Galeries Lafayette, en los talleres de la Renault, en las gradas del estadio de Buffalo, donde más de cien mil franceses llenaron el césped para celebrar el éxito de la huelga de los obreros del metal. Oculto entre la multitud, en medio de la calle, en un mitin, buscaba perspectivas nuevas que le permitieran desentrañar aquel tiempo que se le estaba yendo entre las manos.
Días que duraban lo que tarda en volar una golondrina. La actualidad los estaba engullendo sin que se dieran cuenta. Se sentían tan dentro del mundo que bajaron la guardia. Sin embargo había gente que seguía, paso a paso, todos sus movimientos: el primer café del día en la terraza del Dôme; la mano de ella por debajo de la camisa de él en un autobús en Saint Dennos; el amor a toda prisa en un trayecto de taxi, desde el Pont Neuf hasta el club Mac- Mahon; el sol filtrándose entre los dedos de Gerda en las escaleras del hotel Blois, cuando ella le cubrió la cara con las manos y él la fue desnudando deprisa con un brillo de enajenación en los ojos, su boca buscándola con urgencia, impaciente, jadeante, los dedos de ella luchando tenazmente por desabrocharle los botones de la camisa, la lengua de él lamiendo su barbilla altiva, mientras subían abrazados hasta el tercer piso, donde estaba su habitación, apretándose en cada rellano, desfallecidos, cuando por fin lograron meter la llave en la cerradura. Toda una red de espionaje se cernía sobre ellos, pero el amor no ve nada. Es ciego. Sólo Chim de vez en cuando, con su perspicacia de talmudista experimentado, notaba extrañas coincidencias, caras que se repetían con excesiva frecuencia en los mismos lugares, circunvoluciones discretas que no podían augurar nada bueno.
Ellos sin embargo se sentían seguros con sus acreditaciones de prensa recién estrenadas y su flamante identidad. Jóvenes. Guapos. Imbatibles. Como si todo lo anterior pudiera desaparecer de un plumazo. Robert Capa y Gerda Taro en el kilómetro cero de sus vidas. ¿Acaso era posible imaginar un sueño más alto?
El 3 de mayo la coalición de izquierda que formaba el Frente Popular llegó al Elíseo, al igual que había ocurrido poco antes en España, y Robert Capa estaba allí para fotografiar cada momento de aquella euforia. Apenas hacía tres meses que las tropas alemanas habían ocupado tranquilamente Renania, desafiando el Tratado de Versalles. Toda Francia se estremeció. Los parisinos se movilizaron. Miles de ciudadanos anónimos tomaron las calles, y sus rostros, preocupados, tensos o esperanzados se reflejaron en cada una de sus fotografías, cuando abarrotaron la Place de L'Opera para ver los resultados electorales proyectados en una pantalla gigante. Por fin una fuerza capaz de detener el avance del fascismo. Dos tercios de los escaños de la cámara, con los socialistas y su candidato a la cabeza: Léon Blum, el héroe que había logrado sobrevivir al atentado fascista de febrero. Las banderas rojas ondeaban sobre los ministerios. Por todas las placitas de Montparnasse surgían acordeonistas callejeros tocando La Internacional .
En el mes de julio Maria Eisner le pidió a Gerda que negociara con Capa un reportaje por el vigésimo aniversario de Verdún, la batalla más sangrienta de la primera guerra mundial. Las fotos pusieron de manifiesto un escenario desolador: vastas zonas de tierra de nadie cubiertas de árboles carbonizados y cráteres llenos de agua estancada. La ceremonia fue especialmente emotiva. El cementerio militar estaba iluminado por cientos de reflectores. Cada excombatiente se situó detrás de una cruz blanca y depositó un ramo de flores sobre cada tumba. En medio de aquel silencio sobrecogedor, sonó de pronto el disparo de un cañón. En ese momento los focos se apagaron y la multitud quedó a oscuras. No hubo discursos. Sólo la voz de un niño de cuatro años pidiendo la paz para el mundo. Su llamamiento, a través de los altavoces situados en las cuatro esquinas del cementerio, erizó la piel de todos cuantos estaban allí.
No sirvió de nada. Al poco de regresar de Verdún, Gerta y André, o mejor dicho, Gerda y Capa quedaron a cenar con unos amigos para celebrar el aumento salarial aprobado por el Frente Popular. Estaban en el balcón del Grand Monde, donde los camareros preparaban los mejores cocktails de toda la Rive Gauche. Ella llevaba un vestido negro escotado por detrás que le daba un aire de musa de Hollywood; él, corbata y chaqueta clara. Una brisa muy ligera agitaba los árboles de la orilla del Sena. 17 de julio. Música, risas, tintineo de copas y de repente, otra vez, en medio de esa felicidad, el ala de un cuervo.
Desde la cocina del restaurante, a través del minúsculo ventanillo de un aparato de radio se fue abriendo paso la noticia del levantamiento de la legión española en Marruecos, bajo el mando de un tal Francisco Franco, un oscuro general de medio pelo. El remedo español de Hitler y Mussolini.
La cuenta atrás había empezado.
XII
– Dos pares de pantalones
– tres camisas
– ropa interior
– calcetines
– una toalla
– un peine
– un taco de jabón
– cuchillas de afeitar
– paños higiénicos
– el cuaderno robo
– un mapa
– esparadrapo
– aspirinas…
Se le olvidaba algo y no sabía qué era. Gerda se paró un momento pensativa con un dedo apoyado en la frente delante de la bolsa del viaje abierta encima de la cama y al momento chasqueó los dedos. Claro. Un diccionario bilingüe de español.
España se había convertido en el ojo abierto del gran torbellino del mundo. No se hablaba de otra cosa. Hasta los surrealistas más alejados de la política abrazaron la causa republicana, reuniéndose en casa de uno o de otro, en corros improvisados donde hervían las noticias cada vez más contradictorias y alarmantes. Sublevación militar en Canarias y Baleares. Resistencia en Asturias. Un tal Queipo de Llano alzado en Sevilla, matanzas y paseos en Navarra y Valladolid… La escenografía que cada cual se representaba en la mente recordaba demasiado a las pinturas negras de Goya. Rojo de fuego y betún de infierno. Por eso, cuando más tarde empezaron los bombardeos sistemáticos de Madrid, cada obús retumbó también en los cimientos de París como un aviso de los cataclismos que aún estaban por llegar a Europa. Las calles eran un puro hervidero. Todos acudían a La Coupole y al Café de Flore con el anhelo de saber algo más de lo que podía leerse en los diarios. Una información de última hora, un testimonio de buena tinta, cualquier novedad… Mientras los gobiernos de Europa dejaban a la joven República española a los pies de los caballos, un gigantesco ejército de hombres y mujeres, salió a defenderla por su cuenta y riesgo.
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