Susana Fortes - Esperando a Robert Capa

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Premio de Novela Fernando Lara 2009
La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario

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Veintidós años. Los dos patitos. Un aniversario inolvidable. Hubo todo tipo de bebidas, risas hasta el alba, champán, velas, cigarrillos, farolitos de papel, fotos desenfocadas: Henri Cartier-Bresson y Chim cubiertos de serpentinas, pasándose a morro la botella de Calvados; Hiroshi Kawazoe y Seüchi Inouye, dos japoneses que habían conocido en la isla de Santa Margarita, haciendo una exhibición de la danza de los samuráis; Willi Chardack disfrazado del hombre de la máscara de hierro; Fred Stein, muy borracho, haciendo el ganso, abrazado al palo de una escoba; Csiki Weisz y Geza Korvin, con el puño en alto. Eran camaradas de André, dos viejos amigos de los años de Budapest y de los tiempos heroicos en que robaban croissants en las barras de los bares recién llegados a París; Chim otra vez con el ceño fruncido, concentrado, tratando de construir la torre Eiffel con palillos; la periodista Lotte Rapaport jurando que era la última vez en su vida que aceptaba un empleo de costurera; París estaba lleno de locos. Gerta recortada en el contraluz de la ventana con unos pantalones ceñidos y un jersey negro de cuello vuelto, riendo con la cabeza echada hacia atrás; André de perfil con el sombrero de gángster que le habían regalado y un cigarrillo en la comisura de los labios, la sonrisa en los ojos, el aire golfo. Feliz cumpleaños, le dijo ella al oído, muy bajito. Los dos con las caras muy juntas, bailando una melodía nueva de cabaret que se estaba poniendo de moda en la radio. La cantaba una muchachita pequeña y menuda como un gorrión que se llamaba Edith Piaf. Estaban despidiéndose de su juventud. Y no lo sabían.

Así llenaban el tiempo libre. Otras veces paseaban por los quais del Sena. A Gerta le gustaba ver los barcos con sus bombillas encendidas varados en el agua mansa. Un barco siempre es una posibilidad prometedora. Cuando cobraban algún trabajo, se iban a desayunar café y croissants a los bares de la plaza Viviani. Otras veces acompañaba a André cuando iba a hacer algún reportaje. Así se fue adiestrando en el oficio. Tomar foco, calcular el tiempo de exposición, regular el diafragma para adecuarlo a la luz. Le gustaba ver a André recostado contra un muro, preparando mentalmente la foto que iba a hacer. Había llegado a la fotografía por azar, pero cada vez le fascinaba más todo aquello, el olor de los líquidos de revelado, la tensión de la espera, ver aparecer poco a poco en el fondo de la cubeta, su propio rostro, los dedos finos y huesudos de la mano sosteniendo el mentón, el arco de la clavícula sobresaliendo de la piel fina del cuello, las sombras más oscuras debajo de los ojos. El misterio.

Algún tiempo después llegó una postal de Georg desde Italia. Era una vista florentina de la plaza de la Signoria, tomada desde la loggia de Lanzi. André no quiso leerla, pero estuvo todo el día mirando atravesado, con aquellos ojos de toro encelado, contestando a todo con monosílabos. Si ella le ofrecía un cigarrillo, prefería no fumar; si le señalaba un clavel rojo en uno de los puestos de la Rive Gauche, él apartaba la mirada. Otra simple flor de los cojones.

Gerta barruntaba la tormenta y trató de evitarla cruzando entre los truenos de puntillas. Ya se le pasaría. Suerte que tenía trabajo suficiente como para no calentarse, demasiado la cabeza. Había conseguido varios contratos para Alliance Photo a buen precio. Maria Eisner estaba encantada con ella. Trabajaba duro. En las últimas semanas no había dormido más de cinco horas diarias. Le hubiera gustado que los mil doscientos francos que cobraba al mes se los pagaran por hacer fotos y no por sus gestiones de contabilidad, pero era lo que había y no podía quejarse. Además no perdía ocasión para hacer valer el trabajo de André. Peleaba cada una de sus fotos como si en ello le fuera la vida. Esa misma mañana había negociado para él un adelanto de mil cien francos por tres reportajes a la semana. No es que fuera mucho, teniendo en cuenta que los gastos de material corrían de su cuenta, pero era suficiente para pagar el alquiler, comer decentemente tres veces al día y permitirse incluso algún capricho extra. Pensaba en todo eso, mientras caminaba de vuelta por las calles heladas, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, un gorro de lana y la nariz roja de frío, como una exploradora ártica. Puede que no sea perfecta, pensaba con un punto de condescendencia hacia sí misma, pero como manager no lo hago mal del todo. En el fondo estaba orgullosa y deseando llegar a casa para contárselo a André. Quería sentir sus brazos fuertes alrededor de la cintura, su cuerpo apretado contra el suyo, dándole calor, llevándola muy alto, muy lejos, despacio, esperándola como nadie la había esperado nunca.

Era tarde. Se lo encontró dormido boca abajo, el pelo revuelto, media cara hundida en la almohada y el nacimiento de la barba oscureciéndole el mentón. Se quitó la ropa sigilosamente para no despertarlo y la dejó colgada en un clavo junto a la puerta. Movió los dedos varias veces para desentumecerlos. Después se enfundó una vieja camiseta gris que siempre se ponía para dormir y se arrimó a la espalda de André, buscando la tibieza de su cuerpo.

Fue como abrazar a un chacal. Soltó un gruñido terrible. El animal que había dentro de él se revolvió y casi la hace salir despedida contra el suelo.

– ¿Pero se puede saber qué demonios te pasa?

Nada. Silencio sepulcral, nocturno, replegado sobre el pensamiento. Mudo como la sombra de Dios. Gerta se dio la vuelta hacia la pared. No tenía ganas de discutir.

– Qué raros sois los húngaros -dijo.

– Sí -respondió él-, pero menos gilipollas que los rusos.

Al fin el chacal había salido de la cueva. Gerta sintió un hastío terrible, un cansancio infinito y pensó que ninguno de los dos se merecía lo que estaba a punto de suceder.

Porque de pronto supo que él la iba a mirar exactamente como la estaba mirando, con desconfianza cuando irguió la cabeza, la expresión severa, distante, el brazo desnudo por encima de la sábana. No lo supo con el pensamiento, sino con el cuerpo y con la piel que se le había erizado y adivinó también lo que él iba a decir, palabra por palabra, el tono áspero, la voz casi irreconocible, y fue entonces cuando sintió el flujo de la sangre hirviéndole en el rostro mientras lo oía decir toda la sarta de estupideces que los hombres han repetido cientos de veces a una mujer, en una habitación cualquiera de cualquier lugar del mundo. O él o yo. O aquí o allá. O blanco o negro. Creyó que él sería distinto, pero no. Tan absurdo como todos. Simple hasta el ridículo. Capaz de tirarlo todo por la borda por nada, por orgullo estúpido de hombre que no se contenta con lo que tiene, sino que quiere más. Ser el único. Él solo. Nadie más, ni ahora, ni antes, ni nunca. De acuerdo, pues sal por esa puerta y vuelve hace diez años, cuando yo todavía era una niña tierna y aún no había un búcaro de tulipanes, ni una casita en el lago, ni una puñetera pistola encima de la mesa, ni tenderos que expulsan a empujones a nadie de las tiendas, ni salidas en moto de madrugada para tirar panfletos por las calles de Leipzig, ni Georg, ni la Wächterstrasse, ni nada, de nada, de nada. Pero qué se había creído aquel gitano, ¿que el mundo había empezado con él? Por el amor de Dios.

Se levantó de la cama bruscamente. No podía creer lo que estaba oyendo. Porque ahora él ya no la estaba poniendo contra las cuerdas, ni forzándola a hacer comparaciones odiosas y soeces. Quién es mejor. Quién, peor. Cómo te lo hacía él. Cómo te lo hago yo. Sino que quería lastimar, ofender y humillar. Por eso sacó a relucir a aquella fotógrafa de Vogue , con la que había estado saliendo durante los primeros meses de París, Regina Langquarz, alta, de pelo corto, con piernas largas de garza. ¿Acaso le había preguntado ella algo? Pero daba igual. Allí seguía él contando pormenores con todo lujo de detalles, dando explicaciones que nadie le había pedido. O lo de la española que conoció en Tossa del Mar mientras hacía el reportaje para Berliner Illustrierte . Maldito húngaro cabrón. Maldita sea tu estampa. No quiero volver a verte en mi vida. Estúpido cabrón engreído. Cabrón. Cabrón. Cabrón… Gerta pensaba todo esto mientras se enfundaba los pantalones a toda prisa y se metía el jersey por la cabeza, temblándole los labios, con una sensación de náuseas que le obligó a apoyarse en la pared y llevarse las manos a la boca.

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