Susana Fortes - Esperando a Robert Capa

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Premio de Novela Fernando Lara 2009
La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario

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La Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios fue uno de los principales apoyos del Frente entre los intelectuales desde la celebración del Congreso. Algunos surrealistas cansados de perseguir fantasmas interiores habían vuelto a poner los pies en la tierra para encararse con la realidad apremiante de un mundo que estaba a punto de saltar por los aires. Incluso los poetas más líricos empezaban a preguntarse seriamente si no había llegado la hora de ingresar en el Partido Comunista. Gerta no era comunista, pero comprendía bien sus planteamientos. Al fin y al cabo los había aprendido de primera mano con un auténtico bolchevique ruso. Fue Georg el primero que la instruyó en los misterios del marxismo-leninismo, cuando todavía era una adolescente que soñaba con ser Greta Garbo. André sin embargo se inclinaba más hacia las posiciones trotskistas o claramente anarquistas, mucho más ajustadas a su carácter independiente, propenso siempre a caminar por los bordes, adicto al riesgo de las noches puras.

Los viejos cafés se habían convertido más que nunca en tribunas incendiarias. Todos estaban dispuestos a arrimar el hombro. Pintores, escritores, refugiados, fotógrafos… Picasso con sus ojos de miura a punto de embestir y la insinuante Dora Maar en permanente luna de miel; Man Ray, bajito, enigmático adicto al trabajo junto a Lee Miller, la americana más bella de París, altísima, rubia y voluble, la mujer que le partió el alma; Matisse y su esposa muy seria con una cara larga de caballo; Buñuel con su cabeza de pedernal aragonés escuchando jazz en el Mac-Mahon y conociendo a Jean Rucar, con la que se casaría después de obligarle a tirar al Sena una crucecita de oro que llevaba colgada al cuello; Hemingway y Martha Gellhorn, siempre al límite de la destrucción, competitivos, capaces de batirse uno contra otro o los dos juntos contra el mundo en su particular guerra de guerrillas. Parejas difíciles, muy distintas a los matrimonios tradicionales en los que mujeres de caderas anchas continuaban prisioneras dentro de la jaula de alambre de sus corsés, planchando pacientemente las camisas de sus esposos. A la orilla izquierda del Sena estaba naciendo un concepto nuevo del amor, conflictivo, peligroso, como andar descalzo por la selva. Gerta y André se sentían arropados en ese ambiente. Eran como una gran familia excéntrica.

El programa común de la izquierda se articulaba en torno a unos puntos mínimos: la amnistía para los presos, el derecho a sindicarse libremente, la reducción de la semana laboral, la disolución de las organizaciones paramilitares y la colaboración por la paz en el seno de la Sociedad de Naciones. Pero el 3 de octubre, un día como otros, sin previa declaración de guerra, cien mil soldados del ejército italiano, comandados por el mariscal De Bono, atacaron desde Eritrea a las tropas abisinias del emperador Haile Selassie. Tanques y gas mostaza contra arcos y flechas. La Liga de Naciones impuso pequeñas sanciones a Italia, pero Gran Bretaña y Francia siguieron vendiéndole petróleo incluso después de conocer los ataques a hospitales y ambulancias de la Cruz Roja.

– Europa está dormida. -André había golpeado la mesa con el puño. Tenía el ceño fruncido y la voz firme mientras hablaba desde la tarima del Capoulade. Gerta nunca lo había visto dar un mitin, pero decidió que le gustaba mucho más así, embroncado, con los ojos brillantes de indignación, carbón puro, carismático, casi violento, con una vena abultada latiéndole en el cuello mientras denunciaba los métodos usados por Mussolini contra la población civil para bajar la moral del pueblo etíope-. Están violando la Convención de Ginebra.

Sin embargo por extraño que parezca, las noticias del mundo no llegaron a estropear del todo el encantamiento de aquel otoño de 1935, con las calles llenas de hojas amarillas y muchachas como juncos fumando hasta la madrugada en los locales de jazz. Con cines y librerías y escaparates donde Gerta descubrió una tarde Le Temps du mépris , de André Malraux, un escritor entregado también en cuerpo y alma a la causa antifascista. Algunas noches, cuando André estaba dormido o después de haber estado leyendo un rato, se levantaba sigilosa hasta la ventana con la camisa de él echada sobre los hombros y fumaba el último cigarrillo apoyada en el alféizar. París y sus luces a lo lejos. Con aquel clima anhelante de octubre, le resultaba difícil dormir. De niña también le ocurría lo mismo. Justo antes de irse a la cama era cuando más viva se sentía. Le venían a la cabeza todos los acontecimientos de la jornada y los apuntaba a lápiz con caligrafía infantil en un cuaderno escolar, corrigiendo con la goma de borrar cuando se equivocaba en alguna palabra. Necesitaba ese orden. El día parecía no haber concluido hasta aquel momento. Cuando escribía, reposaba sus emociones. Trataba de entenderlas. Necesitaba volver atrás para orientarse. Era un instante absolutamente suyo, donde no podían entrar ni los amigos ni los amantes.

«Hay personas a las que no podemos por menos de abrazar -escribió- por menos de arañar o morder para conservar la salud mental en su compañía. A veces me gustaría agarrar a André del cabello y mantenerlo aferrado a mí como un náufrago, pero a menudo me sobresalta un sueño distinto. Es una pesadilla que transcurre a la luz de la luna. En el sueño voy caminando por una calle desconocida hacia él y cuando estoy a punto de alcanzarlo, sonriente, con la mano en alto para saludar, entonces ocurre algo, no sé muy bien qué, algo urgente e inexplicable que me obliga a correr con todas mis fuerzas hasta saltar la tapia que hay al fondo y desaparecer. No sé qué puede significar. La calle, la tapia, la luz tan blanca, como de astro frío… quizá debería preguntárselo a René. El amor tiene algo de cortocircuito como si tuviéramos que leer dos veces el mismo párrafo para encontrar la conexión entre las oraciones. Es un sentimiento salvaje que irrumpe como un vendaval en los hábitos del otro, haciendo saltar todo por los aires, igual que una casa aireada en plena tormenta. Todo quiere borrarlo, inventarlo de nuevo, como si antes de él no existiera el mundo.»

Cerró el cuaderno y lo guardó en el cajón de la mesita de noche. Necesitaba desprenderse de sus pensamientos.

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A la una, a las dos y a las tres. Gerta y Ruth levantaron en el aire el tablón cada una por un lado y lo apoyaron sobre los dos caballetes. En el techo del apartamento de la rue Lobineau flotaba una ristra de farolillos de colores. Estaban preparando una fiesta sorpresa por el cumpleaños de André. 22 de octubre. El mismo día que John Reed.

Los diez días que conmovieron el mundo era una de las lecturas que más había impresionado a Gerta. Todavía recordaba la portada roja del libro encima de la mesa en la casita del lago, junto a un búcaro con tulipanes, el mantel de lino y todo lo demás. Lo consideraba un testimonio de primera magnitud. Podía recitar de memoria párrafos enteros: «… Hay patriotismo, pero es hermandad internacional entre los trabajadores; hay deber, y por él se muere, pero es deber hacia la causa revolucionaria; hay disciplina; hay honor, pero es un nuevo código de honor, basado en la dignidad humana y no en lo que una imaginaria aristocracia de sangre ha decretado apto para sus caballeros… Si la revolución francesa fue un producto de la razón humana, la revolución rusa, en cambio, es una fuerza de la naturaleza.» Ésa era la clase de periodismo que ella y André ansiaban. Estar en el centro de los acontecimientos, conocerlos de primera mano, sentir bombear el corazón del mundo dentro de sus venas.

Cubrieron la mesa todo a lo largo con sábanas blancas. Ruth preparó en el horno el tradicional lekaj . Miel, pasas, almendras y semillas de ladhera tal como se sirve en el Año Nuevo judío. Se pasó horas cocinando. Henri llevó dos botellas de Calvados de su Normandía natal.

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