Cada día, a última hora, en su cuarto de París, cruzaba la frontera hacia aquellos recuerdos y antes de dormirse volvía a ser esa cría de diez años que estaba de pie en una fotografía en el muelle con un bañador rojo, la espalda mojada, las puntas rubias de las trenzas, goteando como pinceles, las piernas muy flacas, de pajarito, pensando siempre en su estrella. Se la imaginaba de un color verde-lima como un caramelo de menta. Guardaba el recuerdo en la boca hasta que se disolvía poco a poco en el sueño con el aliento fresco. Cuando a la mañana siguiente salía temprano a hacer fotografías por el barrio, sentía en los músculos toda la energía concentrada del agua fría en cada brazada, como si estuviera nadando hacia el futuro. Algún tiempo después en la penumbra roja del lavabo viendo aparecer las líneas y formas del fondo de las cubetas de revelado, descubriría que también la imagen puede traicionar. Basta un falso movimiento, la lenta configuración de un rostro, el escorzo de un cuerpo al caer, una camisa demasiado limpia para un soldado que lleva muchas horas de combate a cuestas. Pero esos detalles y otros, mas o menos evidentes, no podía saberlos aún. Le faltaba experiencia y profundidad de campo, esa costra de tiempo que en pocas horas puede envejecer la mirada de una muchacha de veintipocos años.
La profundidad de campo es algo que no se puede prever. Llega cuando llega. Algunos no logran alcanzarla en toda una vida. Otros nacen con los días contados y tienen que apurarse para conseguirla en el corto plazo que les queda. Gerta era de estos últimos, una corredora de fondo. Apuraba los días como los cigarrillos, esperando el momento. Se quedaba quieta, apoyada en el alféizar de la ventana, con una camiseta negra de tirantes y el sol en la piel de los hombros. 24 de junio de 1935. Solsticio de verano. Mediodía. Ni una brizna de aire. De pronto vio un cuadrado de luz al extremo de la calle y sintió un hormigueo en el estómago. Enfocó con más precisión: la camisa blanca remangada sobre los brazos, el pelo mojado, el equipaje al hombro, la piel tostada por el sol de España. Fue una sensación parecida a cuando un barco da un bandazo y el suelo cambia de inclinación. La cogió por sorpresa aquel desorden de latidos, pero no era el momento de pararse a analizar sus emociones. Ni siquiera quiso esperar a que subiera. Bajó las escaleras, saltando los peldaños de dos en dos y él la alzó en brazos en el portal como hacía su padre siempre que regresaba a casa después de un viaje, dándole una vuelta por el aire en círculo, sonriendo a medias, seguro de sí mismo, fraternal como siempre. André, y su manera de llegar en el momento menos pensado, con aquellos ojos de hacerse perdonar. Guapo hasta doler, pensó ella. El jodido húngaro.
Anochecía. El mar oscuro y allá arriba, otra vez, las estrellas, apretadas como la caligrafía de un manuscrito indescifrable. Una leve brisa con olor a pinos y eucaliptos, casi imperceptible, rozaba el agua con extrañas fosforescencias de plata. Gerta y André llevaban un rato tumbados boca arriba en la arena, sin hablar, como en la cubierta de un barco, mirando al otro lado de la isla la ciudad brillante de Cannes con luces rojas y azules refulgiendo en el horizonte. Tenían puestos los jerséis que habían metido en la mochila en el último momento por recomendación de Ruth. Os vendrá bien por la noche, había dicho. Gerta podía oler la lana de la manga de André, bajo su cabeza.
Era una isla de pescadores, pequeña y tranquila, apenas ciento cincuenta hectáreas de pinos mediterráneos, con algunos faluchos atracados, redes puestas a secar y olor a puerto viejo. Un lugar perfecto para el reposo del guerrero. André había llegado cansado de España y con dinero fresco del reportaje que le había vendido al Berliner Illustrierte . Los francos le quemaban en las manos, no servía para rico. Así que en cuanto se enteró de que Willi Chardack y otros conocidos pensaban hacer una excursión a las islas Lérins, en la Costa Azul, no se lo pensó. Le propuso a Chim y a las chicas que se sumaran al viaje. A Ruth le pareció una buena idea pero no podía ir. Acababa de firmar un contrato con el cineasta Max Ophüls para un pequeño papel en una película, Divine , que empezaban a rodar en París. Chim, por su parte, había aceptado un encargo de la revista Vu sobre los artistas de la Rive Gauche que debía haber entregado ya. Así que André miró a Gerta, el mentón huesudo, el ceño un poco fruncido, pensándoselo.
– Vale ¿por qué no? -sonrió concesiva.
Hicieron todo el viaje hasta Cannes en autostop, de un humor excelente, bromeando, robando fruta de los huertos, cenando en las cantinas de carretera, dejando atrás pequeños pueblos con olor a retama dulce. Horizontes nuevos que abren el apetito y las ganas de reír fuerte, de respirar al sol, de perderse por el mundo. Les embargaba una especie de exaltación vital. Los caminos invisibles de la vida. Desde el puerto de Cannes tomaron un barquito de pesca hasta la isla de Santa Margarita con el sol dardeando en el agua. Existe una franja entre mar y tierra, como también hay una franja ambigua, oscura, pero deslumbrante entre el cuerpo y el alma, pensó Gerta y le vino a la cabeza la imagen blanca de la ropa tendida a secar en el tejadillo de la terraza. El alma de Karl. La de Oskar. Y la suya.
Creyó que había llegado al paraíso. Una isla de piedras calientes y cormoranes, con olas que lanzaban lengüetazos verdosos y chasqueaban sobre la arena. Un lugar tranquilo, sin reuniones en la alta madrugada, ni eco de pasos que la siguen a una hasta la puerta de su casa, ni cristales rotos, ni animales muertos, ni cruces gamadas. Una isla. Un trozo de tierra alejado de un mundo a punto de saltar por los aires. Mar y arena. Geografía pura.
Montaron la tienda de campaña junto a las ruinas del castillo de Fort Royal, un antiguo fortín gótico que sirvió de hospital a los heridos de la guerra de Crimea. Por las noches encendían una pequeña hoguera para preparar la cena. El fuego estaba entre ellos.
– En esas ruinas vivió un prisionero misterioso -dijo Gerta, y a su alrededor se creó el silencio que precede a los grandes relatos nocturnos. Entonces en aquel círculo de brasas ella contó la historia del hombre de la máscara de hierro.
Nadie supo nunca a ciencia cierta quién era, ni cuál fue su crimen para ser aislado de esa manera. Llevaba una careta de terciopelo con herrajes articulados de metal que le permitían comer con la máscara puesta. Iba acompañado siempre por dos guardianes que tenían orden de matarlo si se la quitaba. Algunos aseguraban que era el hermano gemelo del Rey Sol; otros, que era su hermano bastardo, hijo de Ana de Austria y el cardenal Mazarino. El caso es que fue llevado hasta la Provenza con el máximo secreto, en un carruaje cerrado recubierto de molesquín y desde allí lo trajeron hasta esta isla en una pequeña embarcación cubierta. Cuentan que era más alto de lo común y de una extraordinaria elegancia. Vestía con los mejores paños. Había órdenes estrictas de no negarle nada. Se le ofrecían los manjares más suculentos. Todo lo que pedía. Y nadie podía permanecer sentado ante él. Por las noches tocaba la guitarra con una melancolía que hacía estremecer a las piedras. Fue enterrado sin cabeza, para evitar que pudiera ser reconocido ni siquiera muerto.
– Se llevó su secreto a la tumba -concluyó Gerta.
André le pasó la cantimplora, mirándola de un modo distinto, extasiado por su voz. Su rostro con el brillo de las llamas parecía tallado en bronce, la cabeza echada hacia atrás mientras daba un trago, el codo alzado, apuntando al cielo. Una gota de agua resbalándole por la barbilla. Pensó que aquella mujer tenía un don para contar. Era un río. Sus palabras tenían tacto, poder de sugestión. Se hallaba dentro de la aureola que rodeaba el fuego de ramitas del campamento.
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