Susana Fortes - Esperando a Robert Capa
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La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario
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– Tenéis que dejar la casa -intentó razonar Chim-, pueden volver en cualquier momento.
– ¿Y de que serviría? -respondió Gerta-. Si te buscan, te encuentran. Lo único que podemos hacer es estar preparadas en caso de que vuelva a ocurrir. -Ruth sabía perfectamente a qué se estaba refiriendo, pero esta vez no le llevó la contraria a su amiga.
– No tenían por qué haberlo matado -dijo-. Era un loro viejo y simpático, se iba con cualquiera.
Gerta volvió la cabeza hacia la pared para que no la vieran y tragó saliva, pero en seguida se repuso. Permaneció inmóvil, con la cabeza apoyada en una mano, mientras Chim trataba de convencerla. Pero de nada valieron sus razonamientos para hacerlas desistir. Al menos consiguió que aceptasen de buen grado que él se quedara a dormir aquella noche. No pensaba dejarlas solas.
Dedicaron el resto del día a reparar los desperfectos con la pasión frenética de quien en realidad intenta arreglar el mundo. Taponaron los huecos de la cerradura con masilla. Ruth metió la máquina de escribir en una bolsa de cuero, para llevarla a un taller del Marais donde trabajaba un amigo suyo. Chim se encargó de llevarse al Capitán Flint envuelto en una toalla. Gerta con todo su carácter y su sangre fría no había tenido corazón para hacerlo. Parecía más menudo, así, con las plumas ensopadas. Chim lo miró con afecto, recordando sus andares cascorvos, haciendo de las suyas por la salita. No había aprendido a hablar pero en ocasiones tenía la virtud de escuchar con un uso de razón que para sí quisieran muchos seres humanos. Fue sólo un momento de duelo. Después se encaramó en lo alto de una escalera con un gorro de papel de periódico en la cabeza y una brocha en la mano, absorto en dejar la pared del pasillo inmaculada como un trozo de eternidad. Sus brazos estaban salpicados de pequeñas gotitas de pintura. Al final del día las cosas parecían estar más o menos en su sitio. Se diría que la casa había resistido bien el primer embate. Todo estaba impregnado de olor a pintura y disolvente. Abrieron las ventanas y se pusieron a respirar con fruición aquel aire incierto de comienzos del verano.
El ambiente político no podía estar más caldeado. La negativa de Inglaterra a ayudar a Francia para detener la remilitarización hitleriana del Rin hacía pensar a los franceses que habían sido abandonados por su principal aliado. Por otra parte los constantes movimientos de tropas de Mussolini en la frontera de Abisinia no ayudaban precisamente a tranquilizar los ánimos. Apenas había un domingo en que las calles de París no fueran recorridas por una manifestación de protesta. Cientos de miles de personas salían regularmente a la calle con banderas, pancartas y consignas de lo que muy pronto cuajaría en la formación del Frente Popular. Chim, Henri Cartier-Bresson, Gerta, Fred Stein, Brassai, Kertész… fotógrafos de todas partes de Europa, captaban ese fervor trepados a las cornisas, subidos a los árboles o encima de los tejados: estudiantes, obreros del barrio de Saint-Denis, corros discutiendo acaloradamente en el barrio del Marais… Algo estaba a punto de suceder. Algo serio, grave… y querían estar allí para captarlo con sus cámaras. Leica, Kodak, Linhoff, Ermanox, Rolleiflex de dos lentes reflex… visores luminosos, zoom , carga semiautomática, filtros, trípodes… Iban cargados con todo al hombro. No eran más que fotógrafos, gente que se dedica a mirar. Testigos. Pero vivían sin saberlo entre dos guerras mundiales. La mayoría estaban acostumbrados a cruzar las fronteras clandestinamente. Ya no eran alemanes, ni húngaros, ni polacos, ni checos, ni austriacos. Eran refugiados. No pertenecían a nadie. A ninguna nación. Nómadas, apátridas que se reunían casi todas las semanas en algún local para leer en voz alta fragmentos de novelas, recitar poemas, representar obras de teatro de Bertolt Brecht contra el nazismo, o pronunciar conferencias. Les unía un vago romanticismo. Dame una fotografía y te construiré el mundo. Dame una cámara y te mostraré el mapa de Europa, un continente enfermo que emerge del ácido en la cubeta del revelado con todos sus contornos amenazados: el rostro de un anciano en Notre Dame; una mujer vestida de luto ante una lápida del cementerio judío, los ojos entornados, bisbiseando una plegaria; y apenas poco después un niño levantando las manos en el gueto de Varsovia; un soldado con los ojos vendados, dictándole una carta a un compañero; siluetas oscuras de edificios recortadas sobre fogonazos de explosiones en blanco y negro; Gerta acuclillada en una trinchera con la cámara colgada al cuello, una ligera distorsión focal al encuadrar un puente en llamas, la geometría del horror. No faltaba mucho para que aquel mundo pasara a ser uno de los escenarios de la guerra.
En la rue Lobineau, los sábados, cada quince días había un rastrillo de mercancías exóticas, especias de las Indias, perfumes en botellitas de muchos colores, telas de color índigo, henna para el pelo, pájaros tropicales, como el Capitán Flint . Siempre que pasaban delante de aquel puesto, Gerta se acordaba de él. Miraba aquellas aves de plumaje verde y anaranjado, pensaba en la ilustración de un libro que leía de niña, el color aguamarina de la portada y un pirata en primer plano con un loro en el hombro. Siempre la traicionaba la imaginación. Tenía una mente narrativa, Long John Silver, La isla del tesoro y todo eso. Era demasiado sugestionable. Se crió en un mundo que estaba a punto de extinguirse y el episodio del Capitán Flint le había impresionado más de lo que estaba dispuesta a reconocer. No sólo por el afecto que le había tomado, ni por la familiaridad de verlo todos los días andando por la casa, sino porque había sido un acto sin sentido. Absurdo. Una barbarie innecesaria. Sin embargo nunca se le cruzó por la cabeza la idea de reemplazar al viejo loro real de las Guayanas. Ella no era de ésas. No sentía necesidad de ocupar los huecos que iban quedando vacíos en su corazón. Paseaba entre los tenderetes, aspirando aquella caótica marea de aires, el olor del jengibre y de la canela, los gritos de los vendedores, el chillido de los pájaros, capturando imágenes como una exploradora en un mundo que no conocía.
Chim había conseguido que Fred Stein se instalara en una habitación libre de la casa. Era un tipo silencioso y tímido con un sentido innato de la composición fotográfica. El hecho de que fuera también alemán y refugiado ayudó a vencer la resistencia de Gerta y Ruth para alojarlo. Por otra parte tampoco les venía mal una ayuda para el alquiler. Después del incidente del apartamento con los fascistas de la Croix de Feu, se sentían más seguras con un hombre en casa aunque se negaran a reconocerlo. Todo el mundo sospechaba que los principales grupos antisemitas franceses estaban directamente conectados con Alemania y eso no resultaba precisamente tranquilizador, sobre todo teniendo en cuenta el pasado de Gerta.
Fred tenía una manera distinta de abordar la fotografía, quizá menos intuitiva, pero más sensorial, otra vuelta de tuerca más para captar el instante cotidiano. Cuando fotografiaba a un pájaro de aquellos con vistosos plumajes, uno podía entender de un solo golpe de vista toda la secuencia, cómo había sido atrapado en una selva tropical y luego metido en una jaula de bambú para entrar en el río del comercio, a lo largo de incontables jornadas, hasta llegar a un tenderete de la rue Lobineau.
Gerta absorbió también el punto de vista de Fred a la hora de encuadrar, como una perspectiva distinta a la que André le había enseñado, en cierto sentido, complementaria, menos exacta, pero más evocadora. La lógica no siempre servía a la hora de la verdad, como se encargaban de demostrar los hechos un día sí y otro también. Estaba intentando descubrir por sí misma qué era exactamente lo que quería transmitir con su mirada. Aún no había perdido del todo la inocencia. A pesar de todo, seguía siendo la niña que de noche se tumbaba boca arriba en el tejadillo de la terraza en la casa de Galitzia, respirando el aire limpio de las estrellas, flotando en mitad de la oscuridad, la espalda fresca bajo la blusa del pijama. Qué distinto fue nadar después, de mujer, tocada por los dedos fríos del lago. Era una nadadora espléndida. Podía cruzar el río de una orilla a otra en un tiempo récord. Por eso en casa le llamaban «truchita».
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