Susana Fortes - Esperando a Robert Capa

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Premio de Novela Fernando Lara 2009
La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario

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VI

Se quedó un rato abstraída, contemplando la cuartilla recién mecanografiada, pero sin fijarse en su contenido, sino sólo en la porosidad del papel, la impresión de los caracteres. Tinta negra. Al lado de la máquina había una pila de cuartillas escritas y varios pliegos de secante verde. Gerta hizo girar el rodillo para extraer el folio y se puso a leerlo con atención: «Ante el avance del nazismo en Europa, sólo queda una salida: el acercamiento de comunistas, socialistas, republicanos y otros partidos de izquierda en una coalición antifascista que facilite la formación de gobiernos de amplia base (…). Lo más urgente es la alianza de todas las fuerzas democráticas en un Frente Popular.»

– ¿Qué te parece, Capitán Flint ? -dijo mirando hacia el trapecio montado sobre la repisa donde el pájaro ensayaba sus maromas. Desde que André se había ido a España, hablaba a solas con el loro. Una forma como otra de combatir la soledad. Igual que regresar a su vieja militancia. Sentía la necesidad urgente de ayudar, de ser útil, de hacerse necesaria en algo. ¿En qué? No lo sabía. Intentó averiguarlo volviendo a las reuniones cada vez más concurridas del Chez Capoulade. Mujer-eco, mujer-reflejo, mujer-espejo. Había siempre demasiado humo allí dentro. Demasiada confusión. Gerta cogió su vaso mediado de vodka y salió a fumar un cigarrillo sentada en el bordillo de la acera. Permaneció allí, abrazada a las rodillas, mirando el cielo a medias clareado, estrella aquí, estrella allá, entre alero y alero con un leve resplandor anaranjado hacia el oeste. Se sentía bien así, respirando el aroma de los tilos de aquella primavera recién estrenada. Le gustaba el silencio de la ciudad con sus espolones de piedra sobre el laberinto de calles que bajaban lentas hasta el río. Esa calma le daba sosiego. Le ayudaba a poner un poco de orden en sus ideas. Estaba en eso cuando sintió posarse una mano en su hombro. Era Erwin Ackerknecht, un viejo amigo de Leipzig.

– Necesitamos que mecanografíes el texto del manifiesto en francés, inglés y alemán -dijo, sentándose a su lado en la acera-. Cuantos más intelectuales puedan adherirse, mejor. Tenemos que conseguir que el Congreso sea un éxito. -Se refería al Congreso internacional de escritores para la defensa de la cultura que se iba a celebrar en París a principios del otoño. Erwin lió despacio un cigarrillo entre los dedos y mojó el papel con los labios para sellarlo-. Aldous Huxley y Foster ya han confirmado su presencia -aseguró-, y también Isaac Babel y Boris Pasternak de la URSS. De los nuestros vienen Bertolt Brecht, Heinrich Mann y Robert Musil, de Austria. Todavía faltan por confirmar los americanos… Es importante que el texto llegue a todos, Gerta, a cada uno en su idioma. ¿Podemos contar contigo?

– Pues claro -respondió ella. Bebió un trago de vodka, dejando que el alcohol encontrase el camino a lo largo de sus venas, rumbo al corazón y al cerebro. El sabor le resultó áspero en la boca al mezclarse con el del tabaco. Se apartó un mechón que le caía sobre la frente y miró hacia un extremo del cielo. Recortado en negro, el campanario de la milenaria abadía románica de Saint Germain des Prés se elevaba en la noche como un centinela más.

En las últimas semanas las controversias surrealistas habían abandonado un poco los linderos poéticos, para ocuparse de la realidad que reflejaban los periódicos y la radio. Los ánimos se ensombrecieron y el pequeño grupo de la Rive Gauche renunció temporalmente a los astrales reposos del Olimpo y a sus musas de ojos verdes, para meterse en el gran torbellino del mundo. Todos estaban pendientes de las noticias aunque persistía latente la pugna entre los que aceptaban las consignas de un partido revolucionario y los que aspiraban todavía a una posible comunión entre revolución y poesía. No era una cuestión menor. Una tarde André Breton atravesó el boulevard para comprar tabaco al lado del Dôme y en la puerta se cruzó con el estalinista ruso Ilya Ehrenburg. No mediaron palabras. El poeta cogió aire y con el mismo impulso le asestó un cabezazo en la nariz que crujió como si se hubiera roto una silla. No fue un acto premeditado. Simplemente sucedió así. Al ruso el impacto le cogió por sorpresa, sin tiempo para reaccionar. Cayó de rodillas, desmadejado, chorreando sangre escandalosamente roja sobre el pavimento gris. Después todo se enredó de una manera endiablada en una pelea de todos contra todos. Hubo insultos, gente que se levantó a socorrer al herido mientras otros trataban de contener la furia del poeta, levantándolo en vilo, tratando de apartarlo de allí, hasta que alguien gritó algo sobre llamar a la policía y en ese momento cada cual se guardó la ropa aplazando para otra ocasión aquel pleito de mastines. Pocos días después el poeta René Crevel, encargado de reconciliar a surrealistas y comunistas, se suicidó en la cocina de su casa abriendo la espita del gas.

Es necesario decir adiós -escribió sin esperanza-. Mañana vuelves a partir hacia tus brumas de origen. En una ciudad, roja y gris, tendrás un cuarto sin color, de paredes de plata, con ventanas abiertas directamente hacia las nubes de las que tú eres hermana. Habrá que buscar en pleno cielo a la sombra de tu rostro, el ademán de tus dedos…

Así estaban las cosas, cuando Gerta se vio obligada a elegir entre dos opciones sin preferir ninguna. La represión de los disidentes en la Unión Soviética no era un secreto para nadie, pero en la pequeña comunidad del Monte Parnaso, morada sagrada de los dioses, muchos dudaban entre denunciar los abusos de Stalin o silenciarlos para preservar la unidad del bando antifascista.

Estuvo pensando un rato, como suspendida en lo alto de un abismo, con el texto del manifiesto en una mano y el cigarrillo en la otra, sin leer las palabras, sólo fumando y mirando la tela blanca que cubría el sofá del fondo y la repisa con las figuritas de barro que Ruth había comprado a un buhonero. Pese a todos sus esfuerzos por convertir aquella casa en un hogar, no pasaba de ser un campamento provisional: el cristal roto de la cocina pegado con esparadrapo, un mapa de Europa en la salita, los libros amontonados en pilas por el pasillo, una botellita con lilas en la ventana, algunas fotografías clavadas con chinchetas en la pared… André con la americana remangada diciendo adiós desde la Gare de L'Est. Lo echaba de menos, claro que sí. No era algo irreparable, sino una sensación mansa deslizándose de forma imperceptible, sin estruendo, como una especie de costumbre. Nada grave. Abrió la ventana y apoyó los codos en el alféizar mientras la brisa le refrescaba la piel y los recuerdos: las mañanas recorriendo las calles del barrio con la Leica; los consejos de André, su manera de instalarse en el tiempo sin mirar el reloj, como si les correspondiera a los demás adaptarse a su ritmo; el día en que llegó con el Capitán Flint subido al hombro; la negligencia falsa con que ordenaba en la repisa del lavabo los líquidos del revelado, el modo de aparecer siempre en el último momento con un botella de vino bajo la chaqueta Y un cesto con truchas recién pescadas; su risa al encender el hornillo de la cocina, mientras Chim colocaba el mantel y Ruth sacaba los platos y los vasos del armario y ella colocaba los cubiertos como para una cena de gala; el ligero descuido que había en todos sus actos, su carácter arrogante a veces, unido a una peculiar aptitud para ser lo que no parecía y para parecer lo que no era. ¿Detrás de qué máscara se escondía? ¿Cuál de todos era él? ¿El bohemio alegre y seductor o el hombre solo que a veces se quedaba en silencio como al otro lado de un puente roto? «No soy nada, no soy nadie», recordaba Gerta que le había dicho a la orilla del Sena. Usaba la fragilidad para esconder su orgullo. Tal vez todo su encanto radicara en esa capacidad de fingir, en la timidez con la que instintivamente ocultaba su coraje y en su manera de sonreír y encogerse de hombros como si nada, cuando estaba realmente desesperado. Todo demasiado contradictorio: la americana desabrochada, las manos fuertes, el aire de mundo y sin embargo aquella ingenuidad extraña a la hora de dejarse aconsejar en cuanto a su indumentaria como un niño obediente. El juego de los disfraces había dado sus resultados. De no ser por esa imagen nueva y respetable que le daba usar chaqueta y corbata, la revista Berliner Illustrierte Zeitung no le habría encargado el reportaje que ahora estaba haciendo en España. Al principio había dudado si aceptar el trabajo porque la revista se hallaba, igual que todas las publicaciones alemanas, bajo el férreo aparato de propaganda de Goebbels, pero no se encontraba precisamente en condiciones de elegir qué encargos aceptaba y cuáles, no. Además, como le dijo Gerta, el reportaje no tenía nada que ver con la política. Se trataba simplemente de entrevistar al boxeador vasco Paulino Uzcudun, que iba a enfrentarse en Berlín al campeón alemán de pesos pesados, Max Schmeling.

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