Susana Fortes - Esperando a Robert Capa
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La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario
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Él la miraba desde la cama igual que si estuviera asistiendo a la proyección de una película que en algún momento se le había ido de las manos y ya no era capaz de rebobinar, ni de encontrar un camino de regreso que no estuviera minado por el orgullo. Habría dado cualquier cosa por ser capaz de detenerla, agarrarla por un brazo y mirarla fijamente a los ojos sin acogerse a la mediación de las palabras que siempre acababan arrinconándolo, sino de los cuerpos. Ése era el lenguaje en el que se sentía seguro. Quería besar su boca y su nariz y sus párpados y después empujarla hasta la cama y adentrarse en ella, firme y seguro, domándola a su ritmo, hasta llevarla a ese lugar exclusivamente suyo, donde no cabían otros hombres ni otras mujeres, ni pasado ni futuro, donde no había Georg Kuritzkes ni Regina Langquarz que valieran. Sólo ella y él. Juntos. Pero estaba paralizado, frotándose la mandíbula, el ceño fruncido, con la cabeza apoyada en la pared y una sensación de ingravidez en el estómago. Tenía la conciencia aguda de que cada segundo que pasaba jugaba en su contra, de que debía decir o hacer algo pronto, cualquier cosa. Sin embargo hasta el último momento estuvo esperando que fuera ella quien lo hiciera. Para algo las mujeres eran infinitamente más fuertes que los hombres. Se dio cuenta de que lo había echado todo a perder demasiado tarde, cuando la vio coger al vuelo su abrigo del perchero y dar un portazo antes de bajar corriendo las escaleras, de dos en dos.
Nieve. Todo París estaba cubierto de nieve. Los tejados, las calles, las bardas de los comercios, las barcazas que cruzaban el Sena, protegidas con ruedas de neumáticos bajo el cielo gris que se confundía en la distancia con la superficie neblinosa del río, más gris aún y plomizo, con vetas verde oscuro, tan desolado como el Danubio una tarde de invierno. La buscó durante días por todas partes. La casa de Ruth, la de Chim. Hizo mil veces toda la ruta de los cafés sin ningún resultado. La Coupole, El Cyrano, Les Deux-Magots, Le Palmier, el Café de Flore… Nada. Se la había tragado la tierra. André caminaba como un fantasma por las calles nevadas, con el chaquetón abrochado hasta el cuello y las solapas levantadas, oyendo por todas partes un rumor de villancicos y de las campanillas que los niños agitaban por los portales para pedir el aguinaldo. Miraba con una infinita melancolía hacia los cristales empañados de las ventanas con visillos tras los que imaginaba hogares confortables y caldeados. Estaba descubriendo las razones más antiguas del desarraigo. Se acordaba de las calles de Pest tal como eran cuando él tenía seis o siete años y vivía en el número 10 de la calle Városház Utca, en la parte trasera de un bloque de pisos con pasillos y escaleras con barandillas. Entonces le gustaba pegar la nariz a los escaparates de las jugueterías del otro lado del río, en la zona señorial donde todavía seguían en pie los grandes palacios del imperio austro-húngaro y soñar con los ojos abiertos, aunque intuía ya que San Nicolás no iba a dejar ninguna de aquellas magníficas locomotoras de latón junto a su calcetín en la chimenea, porque los santos cristianos no tenían jurisdicción en el distrito judío y además a los barrios obreros tampoco llegaba el servicio postal. Ciertas cosas era mejor saberlas cuanto antes. Quién eres. De dónde vienes. Adónde vas. Por eso se había apuntado con quince años al bando de los desheredados del mundo. Pensaba en ella, claro. A todas horas. Por la mañana y por la noche. Vestida y desnuda. Calzada y descalza, echada en el sofá, con un jersey que le cubría hasta los muslos y un puñado de fotografías en el regazo, sin maquillar, con aquel aire sexual e indolente de recién levantada que lo volvía loco. Pensaba todo eso mientras pasaba bajo la estrella de Belén que colgaba en el boulevard de los Capuchinos y se miraba de refilón en los escaparates de las pastelerías repletos de mazapanes adornados con la escarapela tricolor y castañas confitadas. Veía las tiendas engalanadas con hojas de muérdago, los puestos ambulantes recubiertos de flores de Pascua y quería morirse. Los hombros encogidos, las manos hundidas en los bolsillos. Le parecía que hacía más frío aún que en los inviernos glaciales de Hungría, llevaba dos pares de calcetines y un chaquetón forrado con piel de borrego, pero era igual, seguía muriéndose de frío. Caminaba con el frío dentro del alma, enconado consigo mismo, a contradiós, el andar errático, torpe, entre la gente que caminaba en sentido contrario cargada con paquetes. Sentía una cólera ciega contra el mundo. Un par de veces devolvió los empujones sin pedir excusas y ante la expresión indignada de algún transeúnte, se limitó a dar una patada contra el bordillo de la acera.
– La puta Navidad.
XI
No estaba claro cómo se había producido la muerte, pero todo indicaba que había sido un suicidio. Gerta se enteró por Ruth. Sabía que André adoraba a su padre. En el fondo era igual que él. Fantasioso, imaginativo, capaz de creerse sus propias mentiras hasta el punto de llegar a convertirlas en verdades. De hecho muchas de las anécdotas con las que a André le gustaba entretener a sus amigos en las tertulias, no eran más que versiones nuevas de las historias que cientos de veces le había oído contar de crío a su padre en el Café Moderno de Pest, cuando acudía a buscarlo por orden de su madre, antes de que se gastara todo el patrimonio familiar en una partida de pinacle.
Dezsö Friedmann al igual que André, era un romántico incurable que había crecido en el interior de la Transilvania profunda al amparo de cuentos campesinos y leyendas medievales. Salió de allí para conocer mundo siendo apenas un adolescente y sobrevivió de ciudad en ciudad por toda Europa, sin un duro, gracias a la picaresca del ingenio, hasta que un día conoció a Julia, la madre de André, y se hizo sastre.
André le escuchaba aquellas aventuras mundanas con los ojos abiertos como platos, entre orgulloso y divertido, como cuando le contó que en una ocasión había utilizado como visado para cruzar la frontera la minuta de un selecto restaurante de Budapest. Se lo imaginaba muy serio, sacando la documentación del bolsillo interior de la chaqueta, con aires de autoridad y se moría de risa. Muchos años después el propio André había utilizado la misma treta para salir de Berlín y también le funcionó. La suerte también se hereda.
Para ser un buen jugador tienes que comportarte como si tuvieras siempre un as en la manga, le decía su padre. Si sabes representar bien el papel de triunfador, acabas ganando la partida. Lo malo es que a veces la vida descubre tu juego antes de lo previsto. Entonces sólo te queda apostar los restos a la última mano. Dezsö la perdió.
El juego es una enfermedad secreta que se lleva en los genes igual que el color del pelo o la fe en los augurios. André tenía ese gen en las venas. Cuando las cosas no le iban bien, se dedicaba a beber y a hacer apuestas. Como solía decir Henri Cartier-Bresson con su ojo de normando infalible: André nunca fue un tipo extremadamente inteligente. Lo suyo no era preguntarse por la raíz intelectual de los conceptos, pero era un jugador increíblemente intuitivo. Se fijaba en detalles que a los demás nos pasaban desapercibidos. Supongo que la experiencia le había aguzado el olfato. Llevaba desde los diecisiete años fuera de casa, de hotel en hotel y después de guerra en guerra. Tenía un don para verlas venir. Era un jugador nato.
Llevaba razón como se demostraría mucho tiempo después, en la madrugada del día 6 de junio de 1944 mientras la niebla rasgaba en jirones el cielo del canal de la Mancha.
Mar. Ruido de mar. Imposible tomar foco con aquel movimiento. Arriba, el golpeteo de las máquinas, la trepidación de la cubierta. Abajo, el abismo espumeante de las olas. André no se lo pensó dos veces. Saltó a la lancha del desembarco con las dos cámaras colgadas al cuello. Una Leica y una Rolleiflex. Después miró hacia la playa tratando de calcular la distancia y la profundidad a la que planeaban. Al frente, seis kilómetros de arena sembrados de minas. Omaha Beach. Nadie les había explicado a aquellos chicos qué demonios tenían que hacer. Sólo que debían salvar a Europa de las garras de los nazis. Mientras se acercaban a la orilla, le guiñó un ojo a un jovencísimo soldado americano de la Compañía E del 116.° Regimiento de Infantería. «Nos vemos allí, muchacho», le dijo para darle ánimos.
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