Susana Fortes - Esperando a Robert Capa

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Premio de Novela Fernando Lara 2009
La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario

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Por la tarde cada uno se fue por su lado. Capa decidió quedarse con los milicianos de Alcoy en una trinchera cercana a la loma, pensando que quizá allí tendría más oportunidades de sacar la foto de acción que buscaba. Ella prefirió avanzar unos kilómetros con el resto de los periodistas por si se producía la anunciada avanzadilla de la artillería republicana contra las tropas del general Varela, acuartelado en Córdoba. Entre los periodistas extranjeros había un muchacho canadiense de diecinueve años, Ted Allan, con el que había hecho buenas migas, un chico tímido y patilargo, de ojos claros, que se parecía un poco a Gary Cooper en Tres lanceros bengalíes.

Fue él quién oyó la primera ráfaga lejana en la loma de La Malagueña. Ta-ta-ta-ta-ta-ta… Seguida a continuación de un silencio hueco. Después otra ráfaga más corta ta-ta-ta-ta… y otro silencio. Estaban en el valle y el sonido llegaba amplificado por las colinas de alrededor.

– Es un fusil ametrallador Breda, italiano -dijo-. Y parece fuego cruzado.

Era joven pero había hecho el servicio militar en zapadores y sabía de lo que hablaba. Podía detectar la salida de los disparos a varios kilómetros de distancia por la duración del eco. Miró instintivamente el reloj. Las cinco de la tarde. Todos temieron que las tropas enemigas se hubieran infiltrado detrás de las líneas republicanas y dispararan contra ellos por detrás y por delante, atenazándolos con una pinza. La milicia de Alcoy sólo estaba equipada con fusiles Mauser y ametralladoras ligeras.

Gerda notó una punzada en el estómago. Todo se congeló en su interior, como si la sangre y el corazón quedaran en suspenso. Sintió aquello antes de razonarlo, antes incluso de invocar mentalmente a su Dios: Yahvé, Siod, Elohim, Brausen… Un resorte reflejo, sin intervención de la voluntad, igual que protegerse con los brazos ante un golpe. Se quedó quieta, mirando a un lado y a otro sin saber qué hacer. Pálida. Ofuscada. Tenía la boca seca y las manos heladas. Su primer impulso fue echar a correr en dirección a la loma. Pero el muchacho la sujetó fuerte por los hombros.

– Tranquila -le dijo-. No podemos cruzar campo a través. Para volver, tenemos que esperar a que oscurezca y dar la vuelta por el pueblo.

Gerda se apartó unos pasos hacia un roquedo. Se sentía mal. Notaba un nudo muy apretado en la boca del estómago, apoyó los brazos en la piedra y vomitó todo lo que había comido.

Poco a poco las ráfagas fueron espaciándose más. La espera. El silencio de los campos después del combate. El cielo oscuro. La silueta sombría de la sierra. Vio la primera estrella tumbada en la hierba, con la espalda pegada al suelo como cuando era niña Y se tranquilizó. A su alrededor todo estaba tan quieto como una pintura falsa. El muchacho seguía a su lado, callado. Un ángel de la guarda silencioso.

Llegaron al campamento de noche cerrada Y a doscientos metros Gerda ya reconoció la voz de Capa aunque su tono sonaba seco igual que un volcán apagado, y no podía entender bien lo que decía. Al parecer discutía con alguien.

– ¿No querías una foto? Pues ya tienes tu jodida foto -le espetó con más ira que desprecio el capitán de la brigada en el momento en que Gerda, Ted y los demás llegaban a la explanada. Era un tipo fornido, de brazos recios, con la piel renegrida por la intemperie. Lo miraba con deliberada fijeza, como si quisiera grabar sus rasgos en la memoria o estuviera haciendo un esfuerzo por contenerse y no partirle la cara de un puñetazo.

Capa lo observaba evasivo, la nuca con un gesto que evidenciaba su desconcierto, como el boxeador que ignora la campana, noqueado, con recursos físicos apenas suficientes para afrontar la situación con entereza. Sin duda había estado bebiendo. Apenas podía sostenerse en pie Y tenía una mirada extraña que Gerda nunca le había visto antes, entre abatido y hosco, como si hubiera cruzado una frontera sin retorno posible, la camisa desabrochada, por fuera del pantalón, el pelo revuelto. Gerda no lo había visto así ni siquiera cuando murió su padre.

– ¿Pero qué es lo que ha ocurrido? -quiso saber.

– Pregúntaselo a él -respondió el capitán.

XVI

Un miliciano baja corriendo la ladera de una loma cubierta de rastrojos. La camisa blanca remangada por encima de los codos, la gorra de soldado echada hacia atrás, un fusil en la mano y tres cartucheras de cuero alcoyano en la bandolera. El sol de las cinco de la tarde proyecta su sombra alargada hacia atrás. Un pie ligeramente levantado del suelo. El pecho al aire. Los brazos en cruz. Cristo crucificado. Clic.

Más tarde en la penumbra roja de un cuarto oscuro en un laboratorio de París, fue emergiendo el rostro de ese hombre desde el fondo de la cubeta. Las cejas muy pobladas, las orejas grandes, la frente alta, el mentón echado hacia adelante. El miliciano desconocido.

La fotografía fue publicada por la revista Vu en el número especial de septiembre sobre la guerra civil española y al año siguiente en Regards , en París-Soir y en un especial de la revista Life con un pie de foto en el que se explicaba cómo la cámara de Robert Capa captaba a un soldado español en el momento preciso en que un proyectil le atravesaba la cabeza y caía abatido en el frente de Córdoba. La imagen causó sensación en todo el mundo por su visceral perfección. Cientos de lectores enviaron cartas conmocionadas a los periódicos. En los hogares europeos y norteamericanos de clase media nunca se había visto una imagen semejante.

Muerte de un miliciano tenía dentro todo el dramatismo del cuadro de los fusilamientos de Goya, toda la rabia que luego mostraría el Guernica , todo el misterio que ata el alma de los hombres por dentro y les obliga a pelear sabiendo por lo qué pelean. El peligro, la melancolía, la soledad infinita, los sueños rotos, el instante mismo de la muerte en un abandonado páramo español. Su fuerza, como todos los símbolos no radicaba sólo en la imagen, sino en lo que ésta tenía de representación.

¿Y quién podía ser imparcial ante la barbarie? ¿De qué manera pasar entre los muertos con los ojos cerrados y las botas limpias? ¿Cómo no tomar partido? Hay fotos que no están hechas para recordar, sino para comprender. Imágenes que se convierten en símbolos de una época aunque nadie sepa eso cuando las hace. Un tipo está tirado contra el talud de una trinchera, oye una ráfaga de ametralladora, levanta la cámara sin mirar siquiera. Lo demás es misterio. «La fotografía premiada nace en la imaginación de los editores y cobra relieve en la mirada del público que la ve», reconoció Capa ante los micrófonos de la radio WNBC de Nueva York casi diez años después, cuando ella estaba ya en la orilla negra del éter, y lo escuchaba a millones de años luz, asomada a un balcón de su estrella.

«En una ocasión yo hice también una foto que fue mucho más valorada que las demás. Y cuando la hice, desde luego, no sabía que era especial. Fue en España. Muy al principio de mi carrera como fotógrafo. Muy al principio de la guerra civil…»

La gente siempre quiso creer ciertas cosas sobre la naturaleza de la guerra. Ocurre así desde Troya. El heroísmo y la tragedia, la crueldad y el miedo, el coraje y la derrota. Todos los fotógrafos odian esas imágenes que los persiguen como fantasmas durante toda su vida por el misterio y la adversidad escénica que encierran. Eddie Adams vivió siempre atormentado por la instantánea que sacó en 1968 a un general de la policía de Saigón en el preciso momento en que le está disparando un tiro a quemarropa en la sien a un prisionero del Viet Cong con las manos atadas a la espalda. La víctima contrae involuntariamente el gesto por el impacto justo un segundo antes de que el cuerpo empiece a caer. El fotógrafo Nick Ut, de Associated Press, nunca pudo olvidar la imagen de una niña vietnamita de nueve años quemada con napalm, corriendo desnuda por una carretera cerca de la aldea de Trang Bang. En 1994 Kevin Carter tomó en África la foto de una cría sudanesa desfallecida de hambre y acechada por dos buitres en un descampado, a menos de un kilómetro del puesto de reparto de comida de la ONU. Ganó el Pulitzer con esa foto y al mes siguiente se suicidó. Robert Capa jamás pudo superar la Muerte de un miliciano , la mejor fotografía de guerra de todos los tiempos. La foto que le cuarteó el alma.

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