Estaba orgullosa de él, claro que lo estaba. Al fin y al cabo la invención de Robert Capa había sido idea suya. Pero le creaba cierta desazón el hecho de que muchas de las mejores fotos que ella había realizado en España, aparecieran publicadas sin su firma, atribuidas a él. Tal vez se había equivocado o quizá había llegado el momento de replantearse su relación profesional bajo otros presupuestos más equitativos. El sello «Capa & Taro» no sonaba mal.
Pero la guerra era territorio de hombres. Las mujeres no contaban.
«No soy nada, no soy nadie», recordaba que le había dicho él una vez a la orilla del Sena, cuando su primer reportaje sobre el Sarre apareció publicado sin su firma. Le parecía que habían pasado mil años desde entonces y ahora era ella la que se sentía ninguneada. No existía. A veces se miraba en el espejo del baño, observando con detenimiento y extrañeza cada arruga nueva, como si temiera que el tiempo, la vida o ella misma acabaran por destruir lo que quedaba de sus ilusiones. Una mujer en el ángulo ciego.
– ¿Estás bien? -le había preguntado él horas después de aquella alarma antiaérea en la habitación del hotel Florida, en medio de la penumbra rayada del alba. Ella se incorporó violentamente. Se había despertado sudando, con el pelo húmedo, desmadejado sobre la frente y el corazón galopándole en el pecho como un caballo desbocado.
– Ha sido una pesadilla -consiguió decir, cuando al fin recuperó el ritmo de la respiración.
– Joder, Gerda, parece que hayas salido de la cueva del moro. -De golpe parecía que tuviera diez años más, la cara afilada, las ojeras violáceas, la mirada envejecida-. ¿Te traigo un vaso de agua?
– Sí.
No sabía de qué cueva del sueño había salido, pero desde luego era muy oscura y profunda. Le costaba recuperarse. Capa le trajo el vaso, pero ni siquiera fue capaz de sostenerlo. Tenía las manos temblorosas, como si de pronto hubiera perdido el escudo protector del amor. Él se lo acercó solícito hacia la boca para que pudiera tragar el agua del grifo, pero parte del contenido le goteó por la barbilla, mojándole la camiseta y el embozo de la sábana. Si todo lo que había aprendido no quedaba inscrito en ninguna parte ¿de qué habría valido su vida? Volvió a tumbarse, pero fue incapaz de recobrar el sueño, mirando cómo la luz del alba iba filtrándose poco a poco en el techo del dormitorio, pensando que la muerte debía de ser muy parecida a la negrura de aquella pesadilla. Una frontera cercana a la no existencia.
Las cartas de él desde el frente la sumían en un estado de ánimo contradictorio cuando le contaba pormenorizadamente los combates cuerpo a cuerpo en la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria. Por un lado temía por su vida y por otro, envidiaba profundamente las sensaciones que él describía y ella conocía de sobra: estar tumbado contra el talud de una trinchera jurando en arameo contra los hijos de puta de los fascistas y la madre que los parió, el escalofriante silencio de después de los obuses, un silencio que no se parecía a ningún otro, el cercano olor de la tierra, esa certidumbre física de que sólo importa el presente y luego, a menos de doscientos metros de la línea de frente, en los bares de la Gran Vía aquellos deliciosos cafés con nata, servidos en vaso largo, de tubo. Repostería para después de la batalla. Ya estaba envenenada por el virus de la guerra y no lo sabía.
No cesaba de tararear las canciones que había aprendido en España. Madrid qué bien resistes / Madrid qué bien resistes / Madrid qué bien resistes… / Mamita mía, los bombardeos / los bombardeos… Las cantaba en la ducha, mientras cocinaba, cuando se asomaba a la ventana y París se le quedaba pequeño, porque el único mundo que le importaba, empezaba al otro lado de los Pirineos. Al fin había encontrado una tierra firme que no le huía bajo sus pies. Por mucho menos que eso, otros se llamaban a sí mismos españoles.
Ruth la conocía bien, sabía que Gerda no estaba hecha para esperar tranquilamente como Penélope el regreso de su hombre, haciendo y deshaciendo el tapiz de los recuerdos. La escuchaba resignada, como una madre o una hermana mayor, enarcando las cejas, la melena recogida en una onda con una horquilla, a un lado de la frente, la bata cruzada sobre el pecho, interrumpiéndola sólo lo necesario para intercalar algún consejo destinado a caer en saco roto de antemano. La veía fumar con aquella sonrisa aparentemente desprovista de intenciones y sabía que su decisión ya estaba tomada. La contratase Alliance Photo o no, con credenciales o sin ellas, se iba a España.
Siempre había sido así. Tomar el primer tren, decidir deprisa. O aquí o allá. O blanco o negro. Elegir.
– No, Ruth -respondió ella saliendo al paso del comentario que su amiga acababa de expresar en voz alta-. En realidad nunca pude elegir. No elegí lo que ocurrió en Leipzig, no elegí venir a París, no elegí abandonar a mi familia, a mis hermanos, no elegí enamorarme. Ni siquiera elegí hacer fotos. No elegí nada. Vino lo que vino y le hice frente como pude. -Se había puesto de pie y jugaba con una cuenta de ámbar pasándola de una mano a otra-. El guión me lo escribieron otros. Tengo la sensación de haber vivido siempre a la sombra de alguien, primero Georg, después Bob… Ya va siendo hora de que tome las riendas de mi vida. No quiero ser propiedad de nadie. Puede que no sea tan buena fotógrafa como él, pero tengo mi propia manera de hacer las cosas y cuando tomo foco y calculo la distancia y aprieto el disparador sé que es mi mirada la que estoy defendiendo, y nadie en el mundo, ni él, ni Chim, ni Fred Stein, ni Henri, ni nadie, podrá nunca fotografiar lo que yo veo como a mí me nace hacerlo.
– Hablas como si estuvieras un poco resentida con él. Gerda hundió las manos en los bolsillos del pantalón y se encogió de hombros, incómoda. Era verdad que se sentía traicionada cuando no aparecía su nombre en las fotos. El éxito de Capa la había relegado a un segundo plano. Pero no le resultaba fácil expresar la sensación que se había apoderado de ella durante las últimas semanas. Cuanto más enamorada estaba, más aumentaba el trecho que lo separaba de él. Empezaba a necesitar cierta distancia, que él le dejara el espacio que a su juicio le correspondía. La independencia profesional era la puerta de su amor propio. ¿Cómo amar y pelear al mismo tiempo contra lo que se ama?
– No estoy resentida -dijo-. Sólo un poco cansada.
A pesar de que renegaba de sus creencias, no podía evitar ser judía. En su manera de concebir el mundo había una línea tangible que se remontaba a sus antepasados. Se había criado con las viejas historias del Antiguo Testamento. Abraham, Isaac, Sara, Jacob… Del mismo modo que amaba las tradiciones familiares, habría detestado morir sin un nombre.
Nunca había visto los cafés tan llenos. Ni siquiera en París. Había que aguardar un buen rato de pie hasta encontrar asiento. Los tranvías pasaban abarrotados hasta los topes. Desde que el gobierno de la República se había trasladado a Valencia, muchos corresponsales habían sido evacuados a la ciudad con la población civil que huía de los bombardeos de Madrid. La carretera hasta el puerto de Contreras estaba guardada por los hombres de la columna del Rosal. Ojos negros, andar campesino, patillas de hacha, pañolones de colores vivos y pistola al cinto. Anarquistas de los de verdad. Españoles de una casta muy brava. Ayudaban a las mujeres con los críos, los cargaban a pares sobre sus espaldas, pero para los hombres que habían abandonado las barricadas no tenían piedad. Los miraban coléricos, con el desprecio del toro hacia la oveja mansa. Fulgor puro. No les perdonaban que huyeran dejando la capital abandonada a su suerte. A muchos les obligaban a volver atrás. Sin embargo a los niños que venían hambrientos y enfermos, con sus saquitos al hombro, les mostraban sonrientes, ya de noche, desde lo alto, las luces de la ciudad.
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