Susana Fortes - Esperando a Robert Capa

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Premio de Novela Fernando Lara 2009
La Fundación José Manuel Lara y Editorial Planeta convocan el Premio de Novela Fernando Lara, fiel al objetivo de Editorial Planeta de estimular la creación literaria y contribuir a su difusión Esta novela obtuvo el XIV Premio de Novela Fernando Lara, concedido por el siguiente jurado: Ángeles Caso, Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Antonio Prieto y Carlos Pujol, que actuó a la vez como secretario

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Att. Miss Ingrid Bergman

1. Éste es un esfuerzo colectivo. El colectivo está formado por Bob Capa e Irwin Shaw.

2. Habíamos pensado enviarle flores con esta nota invitándola a cenar esta noche, pero tras las pertinentes consultas, nos hemos dado cuenta de que, o pagábamos las flores, o pagábamos la cena, pero no podíamos pagar las dos cosas. Tras someterlo a votación ha ganado la cena por un estrecho margen.

3. Se ha sugerido que, en caso de que la cena le trajera sin cuidado, podríamos enviarle las flores. Por el momento no se ha tomado una decisión al respecto.

4. Flores aparte, tenemos un montón de dudosas cualidades.

5. Si seguimos escribiendo, no tendremos nada de que hablar ya que nuestra provisión de encanto es limitada.

6. La llamaremos a las 6.15.

7. Nosotros no dormimos.

Firmado:

Expectantes

Era su manera de seguir vivo, de tomarse todo un poco a broma cuando ya nada le importaba demasiado. Pero lo cierto es que jamás volvería a querer a nadie como a aquella jodida polaca, cuya sonrisa burlona ni siquiera una batería de whiskys dobles podían borrar. Se los había tomado de un trago, uno detrás de otro, sin respirar, mientras el camarero colocaba las sillas encima de las mesas y pasaba la escoba.

Pero ahora el alcohol se había diluido por completo. De madrugada se levantó a orinar y le sorprendió el sonido de su propio manantial de caballo. Lo único que le que daba era una taladradora dentro de la cabeza, machacándole las sienes, por eso había llamado a Ruth. Mejor una mujer para intentar encontrar una luz al final del túnel, las mujeres siempre ven más allá, se conocen entre ellas, saben lo que hay que hacer, maldita sea.

– Gerda es así. Desde niña ha construido a su alrededor una coraza defensiva. Dale tiempo -le había aconsejado Ruth, sin saber que eso era lo único que ella no tenía.

Capa la escuchaba mirando hacia abajo, sin decir nada, imaginando a una Gerda adolescente tal como la había contemplado una vez en una foto que ella guardaba con otros recuerdos en una cajita de dulce de membrillo. Estaba sentada en un muelle con pantalón corto, sosteniendo una caña de pescar, los pies descalzos colgando del pantalán, las trenzas rubias, y la misma obstinación ceñuda y altiva y voluntariosa entre ceja y ceja. «La madre que la parió», pensó para sí, y tuvo que retener el aliento para que no lo venciera la ternura. Pero al fin expulsó todo el aire de golpe a modo de queja o fastidio.

Fue en ese momento cuando se levantó ofuscado y atravesó la plaza hacia el quiosco de prensa. El gesto se le quedó congelado. Cuando uno está muy metido dentro su propio dolor, tiende a pensar que lo que ocurra en el resto del mundo le trae sin cuidado. Sólo que aquello no era el resto del mundo, sino España, carne de su carne. El perfil completamente arrasado de una ciudad cubierta de escombros. Guernica. Cada proyectil le retumbó en las entrañas.

– ¡Me cago en Dios!

Ese mismo día negoció con Ce Soir su viaje hacia Biarritz y desde allí cogió una avioneta francesa con dirección a Bilbao.

Otra vez el cielo bajo el balanceo del motor, aquella claridad azulada, limitada al sur por la silueta negra de la costa. Los aviones alemanes continuaban bombardeando las trincheras vascas en las laderas del monte Sollube, y los tanques franquistas avanzaban implacables por carretera. Pero en el interior de la ciudad asediada la situación todavía era peor. Capa veía cómo se alzaban entre las ruinas mujeres y niños como fantasmas sucios con el sol caldeando los muñones desventrados de los edificios y aquel olor a ciudad reventada con cadáveres pudriéndose bajo los escombros, un olor que se pega a la piel durante días aunque uno se restriegue bien con jabón en el baño. Imposible de olvidar. Como los rostros de las madres en el puerto de Bilbao. Estaban allí de pie, en un puerto bombardeado y hambriento, despidiéndose de sus niños con sus maletitas pequeñas mientras los embarcaban a bordo de barcos franceses y británicos que habían tenido que romper el bloqueo para poder evacuarlos. Se mordían los labios para que los críos no las vieran llorar mientras los repeinaban bien guapos y les abrochaban hasta arriba el cuello de los abrigos. Sabían que no iban a volver a verlos. Algunos eran tan pequeños que iban en mantillas en brazos de sus hermanos mayores, de cinco o seis años.

Capa miraba a un lado y a otro, como si ya no pudiera hacer más fotos. Tenía las manos crispadas. Se sentó entre unos sacos al lado del reportero Mathieu Corman. Prefería mil veces el campo de batalla. Estuvieron allí un buen rato, los dos solos, contemplando el agua negra, mientras se alejaban los barcos, fumando, sin decir palabra.

Pensaba en la imposibilidad de transmitir lo que uno siente cuando presencia algo así. La muerte no era lo peor, sino esa extraña distancia que se mete para siempre en el alma como un frío irreparable. Se vio a él mismo saliendo en tren de Budapest con diecisiete años, un par de camisas, unas botas de doble suela, unos pantalones bombachos y ningún lugar adonde ir. La Leica se le había quedado pequeña para retratar aquello. Necesitaba una cámara que pudiese captar el movimiento, una cámara de cine. No bastaba la fotografía fija para transmitir las voces de los niños, los barcos yéndose, las mujeres de pie en los muelles hasta el anochecer, sin que hubiera forma humana de arrancarlas de allí, creyendo ver todavía en el horizonte el puntito diminuto de los barcos. La humedad que volvía resbaladizas las pasarelas. La extensión sombría e inmensa del mar.

Fue Richard de Rochemont, director de la serie documental March of Time , quien a su regreso a París le dio la oportunidad de probar con una cámara de cine. Era un tipo afable y moderado, educado en Harvard. Le enseñó a Capa las nociones mínimas de uso de la cámara y le ofreció un pequeño adelanto a cuenta con el encargo de filmar algunas secuencias de la guerra de España para incluir en la serie. La cámara era una Eyemo pequeña y fácil de manejar. En aquellos días eran frecuentes los proyectos de películas y documentales sobre la realidad española. Geza Korvin, el amigo de Capa de la infancia, estaba filmando la unidad de transfusiones de sangre del doctor Norman Bethune con el fin de recaudar fondos en Canadá. Y Joris Ivens, casado con otra de sus amigas de Budapest, había empezado a rodar The Spanish Earth .

El cine era la gran tentación en aquellos días de barro y estrellas.

Así fue como Gerda lo vio aparecer en el puerto de Navacerrada, con un jersey negro de punto grueso y la Eyemo al hombro. También ella tenía algo que estrenar: una Leica nueva y reluciente, comprada en su último viaje a París. Su tesoro más preciado.

Caminó despacio hacia él.

– ¿Cómo estás? -le preguntó. La voz insegura, el corazón latiéndole fuerte en la vena del cuello.

– ¿Cómo quieres que esté? -sonrió él algo confuso, pasándose la mano por el pelo-. Hecho mierda.

Se acercó un poco más a ella. Lo que le hizo pensar que iba a abrazarla, pero se limitó a pasarle con mucha delicadeza el dedo índice por la frente, apartándole el flequillo, y retirarlo al instante. Un gesto mínimo. Los dos se quedaron allí parados, a un palmo uno de otro, sonriendo un poco, con un punto de complicidad, serios de pronto, mirándose tensamente a los ojos con asombro y pavor, como testigos de un prodigio simultáneo que los traspasaba cada vez que volvían a encontrarse.

El ejército republicano acababa de iniciar una ofensiva al mando del general Walter cerca de Segovia y lo que Gerda y Capa deseaban por encima de todo era tener imágenes de una gran victoria. Trabajaron codo con codo, acompañando a las tropas en primera línea, intercambiándose la Leica y la Eyemo. El cielo gris, los soldados moviéndose entre los pinares, la densidad grumosa de la tierra cuando la golpeaban con las botas para quitarse el frío de madrugada. Filmaron las maniobras de los carros de combate, los blindados moviendo el cañón a derecha e izquierda mientras avanzaban, los oficiales hablando por teléfono y estudiando los mapas topográficos dentro de una carpa sobre una mesa de caballete, los zapadores junto a una pila de proyectiles marcados en la parte lateral con garabatos escritos con tiza amarilla. Pero ninguno de los dos tenía experiencia con el cine. Utilizaban la Eyemo como si fuera una cámara de fotos. Tomaban una buena imagen fija y después hacían un barrido de metro y medio, a modo de fotogramas ampliados. Muy pocas tomas pudieron ser utilizadas en la serie March of Time , sin embargo algunos de los fragmentos rodados le sirvieron de gran ayuda a su amigo Hemingway para la novela que estaba escribiendo y que se iba a titular: Por quién doblan las campanas .

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