Bueno, pero lo cierto es que Efrén se trasladó con su esposa e hijo a la desmedida mansión, ocupada ya por su madre, lo que marcó el asentamiento en ella de los padres de Ángela. Se aceptaran o no las digresiones de don Manuel, aquel hacinamiento se produjo. Desconcertó a las gentes que no se cumpliera lo esperado: que el inquilino hubiera sido Camilo Baskardo, el legítimo. «Al menos, allí tiene a su hijo y a su nieto», se comentó. Fue también el hacinamiento de tres servidumbres, porque Ella disponía igualmente de su servicio, en el que los criados lucían las versallescas polainas rojas copiadas de los criados de Cristina. El problema no radicaría en dónde alojar a tanto fámulo -sumados todos, darían doce hombres y unas quince mujeres-, ninguno aportado por mi tío Roque, sino en la unificación de uniformes: pronto se vería que se impuso el modelo de las polainas rojas, dato indicativo de que, desde el primer momento, Ella dejó sentado quién mandaría en aquella Babilonia. Diecisiete miembros de una familia repartidos, digamos, en tres culturas conviviendo o malviviendo bajo un mismo techo. ¿Por qué? Don Manuel nos había ofrecido su interpretación wagneriana y la señorita Mercedes y yo estábamos acostumbrados a verle perder las formas en cuanto Ella asomaba por algún lado. Pero, con todo, caramba, era la explicación más sencilla al endiablado asunto.
La marcha de mi tío Roque con su prole del Palacio Galeón no representaría un alivio apreciable de las tensiones o, al menos, de las barreras que delimitaban los tres mundos, pues la representación de lo rural la ostentaría en adelante y en solitario mi tío abuelo Santiago; además, su presencia allí pasaría casi desapercibida; me lo imagino ocupando con su familia el ala más recóndita del palacio, sin cruzar apenas los límites de su isla, sin participar de la vida en común -suponiendo que ésta existiera-, tropezándose únicamente con los otros habitantes cuando iba o regresaba de su trabajo en el tranvía; sus ocho hijos se harían más de notar, desde la pequeña, Anastasi, de nueve años, a la mayor, Cenobia, de veintiuno, y, sobre todo, los gemelos, Eladio y Leonardo, de veinte, nerviosos, activos, apuntando desde muy pronto esa codicia afiebrada que impulsaba lo que don Manuel llamaba «el pequeño movimiento continuo de los gemelos»: dos individuos acometiendo, siempre juntos, empresas de las que sacar un beneficio económico; cuatro ojos muy abiertos a la caza de oportunidades, trayendo cambios, o más exactamente ayudando a traerlos, pues mis primos gemelos nunca fueron contemplados por don Manuel como genuinos hombres del hierro; en todo caso, de segunda o tercera división, como lo eran, por ejemplo, los Ermo de La Venta.
La partida no fue una decisión del propio Roque, sino de Cristina, la marquesa, quien le ofreció, a renta, el caserío Basaon que acababa de adquirir, rescatándolo de la demolición. Llevaba años haciéndose con los caseríos más viejos de Getxo ocupados por familias no originarias de ellos, a las que indemnizaba para que los abandonasen, y buscaba, incluso en América y Australia, a sus legítimos propietarios, al descendiente directo del fundador de aquel fuego, el nombre troncal, el de la raíz. En esta santa cruzada de reconstrucción del viejo tiempo le ayudaban Moisés y Josafat. Con Basaon se saltó la norma, pues el tío Roque no procedía de este caserío sino de Altubena. Pero Cristina Oiaindia quiso hacerlo así para rescatarlo de las garras de Ella y reintegrarlo a la tierra. También para dar prestigio a Unión de Obreros Vascos, el desvirtuado sindicato promocionado por industriales nacionalistas como ella.
Unión de Obreros Vascos se fundó en 1911. El propio don Manuel reconoció que «se lo sacaron de la manga para oponerse al sindicalismo que hacía el sindicato socialista». Empezó a funcionar como oficina de colocación y de socorros de enfermedad y fallecimientos, y durante muchos años apenas fue más. Para ingresar en él había que tener vasco, al menos, uno de los cuatro apellidos primeros. Mi tío Roque perteneció a Unión desde sus primeros tiempos y ocupó cargo en la junta. Por haber vivido los conflictos mineros y metalúrgicos de 1890 de la otra margen, se le tenía en Getxo por un entendido en tales asuntos y los obreros del sindicato le votaron. Unión de Obreros Vascos incorporó de pleno el pensamiento nacionalista que negaba el enfrentamiento de clases y depositaba en la fe cristiana la solución de los conflictos sociales. Así, pues, la aportación del tío consistiría en volver del revés su experiencia socialista, es decir, en cómo debe entender un vasco las relaciones patrono-obrero.
El pobre tío ofrecía un reclamo adicional: se le tenía por el primer trabajador de Getxo en mover un dedo por la cosa sindical, fue algo así como el inventor del sindicalismo entre nosotros. No se trataba de su vieja lucha codo a codo con la minera, sino del extravagante sindicato que fundó en 1905 en una tertulia en La Venta con el fin de despojar del mostrador a Zacarías Ermo. Ésta fue la primera acción -fracasada, como todas las demás- de aquel grupito de nunca vistos sindicalistas. Sólo metieron algo de ruido. Parece que Roque entraba en situación sindicalista todos los Primero de Mayo -fue algo así como un ciclo crónico-, de modo que en un Primero de Mayo posterior hubo de inventarse otra reivindicación y fue la exigencia de un real más de jornal y media hora menos de jornada para los trabajadores de la Compañía del Tranvía Bilbao-Algorta. Incluso se presentaron en la residencia de Cristina Oiaindia para soltarlo de palabra. El pulso se mantuvo hasta 1911, incluyendo ocupaciones de las cocheras e irrupción de la Guardia Civil. Cristina no sólo no cedió a tales presiones sino que, como no podía ser menos, sintió como nadie en su conciencia nacionalista la alarma por la aparición en sus feudos de expresiones de esa lucha de clases que eran el pan de cada día entre los socialistas y cuyo contagio debía cortarse de raíz. Incluso don Manuel entendía que Unión de Obreros Vascos fue la respuesta natural a semejante peligro. «Nació», decía, «como la vacuna en un organismo que necesita de ella para expulsar, purificar o, al menos, arrinconar y ahogar una peste ajena a ese organismo.» Unión de Obreros Vascos fue para Roque un balneario de reposo, un rincón de olvido y reconversión. Se dice que la hija de Cristina, Fabiola, lo introdujo en la sede del sindicato vasco -el de Roque, el nacido en La Venta, era mucho más que esto-, de modo que nos gustaría saber si Fabiola actuó por orden o recomendación expresa de su madre; es decir, qué ascendiente tenía Cristina en Unión de Obreros Vascos; es decir, si fue fundadora o sólo figuró en su fundación como simple parte de esa conciencia colectiva vasca suficientemente lúcida como para reclamar un sindicato-barrera, al que ni siquiera llamaron sindicato, porque no lo era ni deseaban tentar al viejo mito de la tierra de que existe todo lo que tiene un nombre.
No fue, pues, un sindicato para sino contra; no un sindicato sino una hermandad, una bolsa de socorros para enfermedades y fallecimientos, un registro de ofertas y demandas de trabajo, de cooperativismo y mutualismo… ¿De quién fue el impulso? ¿De la gran burguesía nacionalista?, ¿de los obreros de sus fábricas?, ¿de ambos? En cualquier caso, hubo entendimiento, hubo complicidad. El sindicato de Roque no sólo no pudo echar raíces en la comunidad nacionalista sino que la puso en guardia, Cristina se alarmó ante lo que ocurría en su Compañía del Tranvía Bilbao-Algorta; fue un golpe de miedo para poner algo en marcha. Quien llevara a Roque a UOV tenía poder en la organización, y si tal no era el caso de Fabiola, hay que creer que alguien la utilizó, alguien que no podía dar la cara, que ni siquiera ordenó sino sugirió, dejó caer, apuntó lo que era mejor para Roque, y Fabiola lo recogió, fuera lo que fuese. Llegaría a tener un hijo de él.
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