– Puerta.
– ¿Qué? -exclamó don Eulogio.
– Puerta. Ponga Puerta después de Baskardo -señaló Ella, regresando a su actitud inmóvil y vigilante, y, sí, feliz.
– Puerta -repitió don Eulogio-. ¿Desde cuándo te apellidas así? ¡Dios mío, se te acaba de ocurrir! ¡Dios!, ¿has vivido hasta ahora sin preocuparte de tener un apellido? ¿Cómo has podido vivir sin un apellido? Siempre confié en que lo tuvieras, aunque te lo callaras, tú sabrás por qué. Y resulta, ¡Dios mío!, que nunca tuviste uno, cuando todo el mundo puede tener un apellido a poco que lo busque… ¿Y lo acabas de encontrar en este cuarto sólo porque lo necesitabas para esta ocasión? Simplemente, echaste una reojada por aquí y por allá y, ¡pum!, lo primero que te saltó a la vista. ¿No te gustó más ventana?, ¿o cortina? Si te era tan fácil hacerte con un apellido, ¿por qué no…?
Don Eulogio se refugió en su propio silencio y tardó tres o cuatro minutos en calmar su mano para poder escribir. Estando en ello, no advirtió la presencia de la mujer detrás de él hasta que incorporó su cuerpo desde la cintura. Descubrió que los ojos no se apartaban de la línea que acababa de rellenar. «No es toda la línea, el nombre y los dos apellidos, sino sólo uno, Baskardo», pensó. Y en ese instante le asaltó un ataque de tos al recordar los papeles del Juzgado y la nota que Camilo Baskardo había adjuntado a ellos, escrita de su puño y letra: « En adelante ya nunca ser á Baskardo sino Bascardo » . Se apresuró a coger de la mesa el raspador y maniobró sobre la letra hasta dejar sólo un hueco. Entonces tomó la pluma y encajó cuidadosamente la c. Sabía que la mujer seguía todavía a sus espaldas, vigilando sus movimientos, y sonrió sin volverse.
– No te asustes, no borraba todo el apellido, nada más su k. ¿Te has fijado bien? Tu hijo ya no es Baskardo con k, sino Bascardo con c. Él -don Eulogio volvió a toser-, Camilo -nueva tos-, lo quiere así. Se habrá cansado de echar firmas con la k de Baskardo. Me refiero a que es más fácil escribir la c. No lo olvides: Baskardo con c. Te ha durado poco la k.
A Ella le sobraron veinticuatro horas, de las cuarenta y ocho del plazo, para trasladarse al nuevo domicilio. No lo tuvo que pensar: en cuanto comprobó que no era una broma de mal gusto, alquiló seis camionetas con chófer y cargadores, y su tribu fue en el primer viaje repartida en las cabinas, excepto el gordo de mi tío abuelo Santiago, quien hubo de viajar en la caja, sentado en su mecedora empotrada entre un sillón de cuero y una fuente de mármol. En los anteriores cuarenta años, Camilo Baskardo había llevado al Palacio Galeón, ocasionalmente, muebles y ornamentos de valor supuestamente artísticos -adquiridos en subastas y comercios de antigüedades-, pero la mansión era tan inmensa que pasaban inadvertidos. Sus primeros habitantes estrenaron un espacio tan hueco que sus ecos resonaban en los confines de un mundo recién creado. Llegaron, sí, como gitanos, viajando con sus enseres y tomando posesión de una vivienda que no les correspondía. Getxo llevaba esos cuarenta años esperando que Cristina, por fin, accediera a salir de su casa solar y los marqueses ocuparan la mansión no levantada por el esposo sino por el destino, y él -el pueblo, las gentes- pudo experimentar ese confuso orgullo de soñarse parte de esa grandeza y mostrar al mundo -con ese confuso orgullo del viejo esclavo- un universo perfecto, con todas las piezas en su sitio. Por el contrario, fue a Ella a la que vieron abrir aquella puerta y profanar el Olimpo.
– En esta ocasión, también nos insultó con sus formas -decía don Manuel-. Bien que trapicheara para hacerse con esa casona, o que el destino no cumpliera lo que parece nos tenía prometido, o simplemente un golpe de suerte la pusiera en sus manos… Bien, pero ¿por qué nos humilló? Nos arrojó a la cara que no había cambiado, que no le habían hecho mella los más de treinta años viviendo en Getxo. Y sabe Dios que necesitábamos recibir de ella, de vez en cuando, algún indicio de haber sufrido de nosotros aunque fuera la más infinitesimal impregnación, que nos alentaría a seguir esperando sus cambios, por mucho que tardaran en llegar; estábamos resignados a esperarlos, si no en ella misma, en un hijo de la primera generación, o de la segunda; lo único que ya le exigíamos era una esperanza, ese indicio… Por el contrario, se presenta en el Palacio Galeón con el mismo aire de desecho irreductible con que se la vio por primera vez en 1887, y además cambiando el sentido de la impregnación, que ahora era de ella hacia nosotros, pues allí estábamos todos entre los cachivaches que transportaban las camionetas: tu tío abuelo Santiago y tu tío Roque y, ¿por qué no?, los ocho hijos de éste, el rebaño inocente: Cenobia, los gemelos Eladio y Leonardo, Pelayo, Aurelio, Felipe, Poncio y Anastasi…
– Camilo la obligó a hacerlo con excesiva precipitación, sólo le concedió cuarenta y ocho horas… -argumentaba yo-. A nadie le habría exigido tanto. Fue, sin duda, un trato humillante, una discriminación. Simplemente, un abuso.
– Necesitaba quitársela de encima casi sin que Ella se diera cuenta, sin darle tiempo a pensar, no fuera a darle por improvisar un último gesto de los suyos, dejar una funesta señal de despedida. Y también que Cristina apenas advirtiera esa fuga; que de pronto descubriera vacía la casa de enfrente y se tranquilizara no sólo pensando que ya nunca le arrojarían piedras por Navidad sino, incluso, que habían sido un sueño los veinticinco años precedentes de proximidad. Necesitaba (él, Camilo) tener a Cristina en absoluta calma al informarle: «El precio de esta paz ha sido ese inútil palacio que te negaste a habitar». Quizá con alguna vana palabra, quizá con el silencio, Cristina lo aprobaría, porque sólo le mostraban la punta del iceberg. Camilo pediría a don Eulogio que silenciara su reconocimiento de Efrén, aunque es difícil que Cristina no llegara a saberlo antes de 1942, año del cataclismo y de su muerte. No le importaría demasiado: por un lado, todo el mundo estaba en el secreto, y, además, otra mancha y otra vergüenza caerían sobre el adúltero al hacer pública la certificación de su propio pecado… Bueno, pero la gran triunfadora volvió a ser Ella. Y por partida doble. Fue demasiada buena suerte, un botín excesivo incluso para quien tan implacablemente había maniobrado durante tantos años. Fuera de toda medida. Recibió el Olimpo y…
– Sólo el Olimpo. De la herencia desviada no tuvo la menor noticia hasta 1942. Ni ella ni nadie. El secreto quedó entre Camilo y el notario.
– Lo adivinaría, lo presentiría, dispuso de datos suficientemente expresivos: el reconocimiento del hijo y el regalo del Olimpo, que hablaban del repudio de una familia y de la elección de otra… Pero, no, no lo sospecharía.
Se sentía tan feliz que no reparó en la clase de traslado que hizo, en el asombro de Getxo, aunque esto le tendría sin cuidado. Ocurriría como en un sueño: una heroína flotando en un resplandor irreal y disponiendo el viaje de su gente en una alfombra mágica. Al abrir el palacio sería consciente del simbolismo de estar abriendo la última gran puerta por conquistar. Sí, realmente, aquella mansión era excesiva, desbordaba, incluso, la desesperada ambición con que apareciera entre nosotros hacía poco más de treinta años. Durante algún tiempo, Getxo se resistió a aceptar que el Palacio Galeón fuera a ser la residencia definitiva de Ella y los suyos, por entender que era un hecho antinatura. No se trataba de legitimidades sino de buen gusto. Al menos, quedó el consuelo de que sus inesperados habitantes no resultaron insensibles al lugar, pues éste, en gran parte, llegaría a influir con fuerza en sus vidas.
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