A las tres semanas de ocupación, allí se trasladó Efrén con su esposa e hijo, abandonando para siempre la casa alquilada en Amorebieta. Y enseguida hicieron lo propio los padres de Ángela, Anastasio y Aurelia, abandonando, igualmente para siempre, su mansión negurítica. «Tira mucho el Galeón», comentó Getxo entre sonrisas. No hay duda de que, en el caso de los padres de Ángela, pesaría lo suyo el prestigio de vivir en la que ya llevaba cuarenta años siendo mítica residencia. Los mejor pensantes adujeron la razón de la convivencia con su nieto Cándido, el niño predestinado; pero aun éstos consideraron que acaso la decisión no se habría producido de no estar el Galeón de por medio. Anastasio Lapaza y Aurelia Garzea pertenecían a la aristocracia de la provincia y no necesitaban de más lustre; por las venas de él corría la sangre de los hombres del hierro, era un chatarrero enriquecido por su propia chatarra sublimada y acabada de divinizar por su matrimonio con una descendiente directa de aquellos Garzea que, siglos atrás, guerrearon a muerte contra otros banderizos de la tierra, los Jaunsolo, ambas estirpes las primeras del país y las que más vidas humanas segaron; Aurelia Garzea convertiría las veladas en el Palacio Galeón en cronicones de su rancia familia, aunque nunca traspasaba la época de doña Toda Garzea, la figura de doscientos kilos y ciento treinta años en quien culminó la decadencia del apellido, la mujer que habitaba en el interior del país e incapacitada, por su peso, para viajar, y que al cumplir cien años empezó a pedir ver la mar y murió feliz cuando su hijo Ombecco, de noventa y dos, tres décadas después le trajo de la costa la ballena más grande del mundo oliendo a salitre. A sus casi setenta años, Anastasio Lapaza seguía dirigiendo sus empresas, aunque sin apenas personarse en ellas: lo hacía por teléfono, excepto cuando la orden tenía el rango de secreto de guerra: como no se fiaba de un artefacto que exigía hablar a gritos, utilizaba silenciosas palomas mensajeras. Lo primero que dispuso al establecerse en el Galeón fue un nutrido palomar perdido en uno de los desvanes.
– Acataron vivir en el Olimpo -decía don Manuel.
No se lo entendí la primera vez.
– ¿Acatar? ¿Qué y de quién?
– Existía ya el escenario y, en él, el ser predestinado.
– ¿Predestinado?
– El pequeño Cándido, de dos meses. Cándido Baskardo, todavía, sí, en quien se cumplirían los augurios.
– ¿Augurios?
– El elegido ocupaba ya el escenario para protagonizar la Apoteosis… Por favor, Asier, piénsalo con mayúscula… Todo estaba a punto. Lo menos que podían hacer cuantos habían traído la maldición era componer el coro.
– ¿Quiere usted decir que Ella y Efrén y Anastasio y Aurelia y todos los demás habían elegido o consentido vivir bajo el mismo techo…
– En el Olimpo.
– …sabiendo que…, bien, en el Olimpo…, sabiendo que allí iba a ocurrir algo importante para todos? ¿Qué?
– No lo sabían. Actuaron movidos por la fatalidad que ellos mismos habían puesto en marcha. Y ahora, en 1942, se derrama sobre la mezcla el precipitado que da sentido a todo y hará estremecer a los incrédulos…
– ¿Qué apoteosis de qué esperaban sin saberlo? No entiendo nada de lo que usted me dice, pero me preocupan aún más esas sonoridades de teatro griego.
Suspiró y echó a andar. Me encontré caminando a su lado al aceptar su invitación a hacerlo, aunque el aire que salió de entre sus labios no fue exactamente una invitación, pero ¿qué otra opción me quedaba si quería mantener alguna esperanza de conocer aquello que le sacaba de quicio? Aún más: me llegó muy vivido que me necesitaba, que si yo hubiera declinado el seguirle, él me habría arrastrado de la ropa. Cruzamos Algorta recorriendo la avenida de Larragoiti en dirección a Las Arenas, luego torció a la derecha, hacia la playa de Ereaga, y sólo entonces supe cuál era nuestro destino.
Había por allí demasiado paseante, incluso para un día festivo. Era, todavía, marzo, habían transcurrido menos de dos semanas del fallecimiento de Camilo Bascardo y de Cristina, Getxo llevaba ese tiempo sin hablar de otra cosa que de la descomunal herencia legada a Cándido Bascardo -ya de veintitrés años- y los alrededores del Palacio Galeón se habían convertido de pronto en una especie de Meca.
– No lo supimos en 1919, ni siquiera lo sospechamos. La propia Cristina tampoco imaginó las dimensiones ocultas del iceberg, lo que explica que su muerte se retrasara veintitrés años. Pero el tiempo estaba corriendo desde entonces -dijo don Manuel.
Contorneábamos la base del murallón que se ceñía a la esquina curva del paseo -o al revés: el paseo se plegaba a la curva del murallón-, pero por la parte más alejada de aquella masa pétrea que parecía cimientos estallando de la tierra. Nos cruzábamos con rostros familiares y nos saludábamos. Por una vez, las miradas no se dirigían al paisaje de la playa y la mar, sino al Galeón.
– El pueblo está muy confuso, no sabe qué pensar, sólo intuye algo -me dijo don Manuel, sin apenas voz y moviendo la cabeza.
– Sólo quiere certificar con sus propios ojos el regreso a la lógica -dije-. Hasta ahora, Ella, Efrén, la tribu inaceptada, ocupaban una mansión inmerecida y ahora se recompone la lógica al entrar por esos balcones una riqueza y un poder inmoderados, a tono con el marco. Pero, seguramente, la realidad es más sencilla. Acaso yo también esté aquí para saber algo más de nuestro nuevo amo.
– Hoy no quiero discutir tu marxismo… ¿Es que no te das cuenta de lo que lleva ya veintitrés años ocurriendo ante nuestras propias narices?
– ¿Qué está ocurriendo ante nuestras propias narices? -sonó la voz de la señorita Mercedes. La teníamos a nuestro lado-. Hola -añadió.
– Hola -dije.
– ¡Nuestra propia historia está desfilando con sus botazas por encima de nuestros callos y no la sentimos! -exclamó don Manuel arrastrando la frase.
El único indicio de que había advertido la aparición de la señorita Mercedes fue un imperceptible desplazamiento para situarla entre él y yo.
– ¿Ocurre algo realmente importante que yo no veo? -preguntó la señorita Mercedes.
– ¿Algo? ¿Que no ves? -exclamó don Manuel, pero sus palabras habían dejado de tener plomo. Su mirada se tornó tan viva que saltó una y otra vez sobre la señorita Mercedes, incapaz de detenerse en ella-. ¿Acaso no has venido a encontrar la respuesta, como ellos?
– Soy una pueblerina más, es decir, una chismosa más. Siento un poquito de curiosidad por saber qué está pasando tras los visillos de esa fachada -dijo la señorita Mercedes.
– ¿Sólo por eso estás aquí? -exclamó don Manuel-. ¿Necesitamos ver sus caras para saber cómo lo están viviendo desde hace veintitrés años?
– ¿Qué puedes esperar de una maestra de pueblo?
Bien, había llegado uno de los momentos en que yo decidía retirarme, desaparecer, dejarles solos, para permitirles resolver algo pendiente sin mi estorbo. Mi bulto entre ambos los condenaba a la viudez, y yo vivía obsesionado por proporcionarles momentos libres de mí. Han transcurrido muchos años, pero aún sigo con la idea de huir a otro continente, o al menos de matarme, y lo haría, creo, si tuviera la certeza de que, sin mi presencia, ellos resolverían su caso. («¿Por qué veintitrés años?», creo que preguntó en ese momento la señorita Mercedes.) En 1939 habían clausurado para siempre el noviazgo que duraba doce años, y lo clausuraron con aquel NO que él pronunció arrodillado ante el altar de San Baskardo cuando don Eulogio le preguntó si quería casarse con ella. Yo estaba detrás de él, en el coro, y él lo sabía: mi mirada perforaba su nuca denunciando lo que iba a hacer. ¡Pero entonces yo sólo tenía quince años! («Según tú, ¿qué está ocurriendo ahí desde hace veintitrés años?», creo que preguntó a continuación la señorita Mercedes.) Iban a hablar, a intercambiar palabras, no importa cuáles, y alguna vez sucedería que don Manuel bajaría la guardia, comprendería lo ridículo de su postura.
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