Cuando se trasladó al palacio Galeón mi tío Roque era ya un dirigente sindical, «pero con la mente en otra parte, cumpliendo como sindicalista sólo para honrar la memoria de alguien», exponía don Manuel. Ahora bien: el Galeón no era vivienda para un sindicalista. Tampoco lo había sido el caserón de Ella; pero éste, al menos, se regía por otras leyes, o es lo que alguien deseaba creer en Getxo; era un escollo, una isla, un territorio que nada tenía que ver con nuestra comunidad, y cuanto en él ocurriese no debía ser analizado con nuestra lógica. Durante veinte años el tío pudo vivir bajo aquel techo sin que a ningún miembro de la UOV se le escapara un asombro. Pero el salto al nuevo hogar cambiaba las cosas, incluso para aquellos vascos con su tipo especial de sindicalismo. Si el tío Roque no encajaba en el Palacio Galeón no era por ser un sindicalista enfrentado laboralmente al señor de esa misma mansión, sino porque nunca se había visto que un pequeño aldeano conviviera en la torre con el alto amo. Cristina tardó más de dos años en depositar a mi tío en Basaon, pero al fin lo hizo. Con el pragmatismo propio de las clases altas, ¿por qué no pensar que era ella la que no podía digerir a un sindicalista de suelas sucias pringando los mármoles del Galeón?
Por lo que se filtraba al exterior pudo conocerse en Getxo que nunca un niño se crió con tan enfermiza solicitud como Cándido. Se supo, por ejemplo, que empezaron a llamarle de «don» desde sus primeras semanas; su abuela Aurelia lo llamaba don Candito, y la otra abuela, Ella, don Cándido a secas; una diferencia de sonido apenas perceptible, pero que, en opinión de don Manuel, encerraba una significación apabullante:
– No hay referencias acerca de a cuál de las familias se le ocurrió aplicarle el don, pero yo señalo, sin vacilar, a la abuela bastarda. El día en que levantó al niño por encima de su cabeza impulsada por sentimientos tales como el amor (oh, sí, amor, ¿por qué no?), pero sobre todo el orgullo y la venganza, y viendo en el niño el trofeo legítimamente ganado, y sabiendo que ya estaba todo hecho, que era cuestión de esperar un poco más a que llegara la inevitable apoteosis, entonces exclamaría o gritaría con la exaltación deportiva que pudo emplear el mismo Dios en el día de descanso de su Creación: «¡Don Cándido! ¡Don Cándido!». Y por allí andaría la otra abuela, la legal, pero que no le llegaba a la otra ni a la suela del zapato, tomando también al niño o, simplemente, inclinándose sobre la cuna para hacerle carantoñas, y sonriendo o quizá gruñendo: «Don Cándido…, ¡qué ocurrencia! ¡Pobre angelito mío! ¿Qué te dicen? ¡Si tú sólo eres Candito, mi muñequito Candito!». Quizá interviniera el abuelo Anastasio: «¿Por qué mi nieto no puede ser don?, ¿porque a ningún niño se le ha llamado hasta ahora de don?, ¿pero es que mi nieto no es distinto a todos, no es el mejor?». Y Ella, allí, pareciendo ausente, pero exponiendo con su natural determinación de rodillo: «Voy a cambiarle de pañales a don Cándido». Una gracia, una broma, un rasgo de humor, aunque sólo para empezar, en tanto la excentricidad enraizaba en la familia a medida que la atmósfera del caserón iba implantando la verdad de aquel destino.
Era posible creer en la teoría de don Manuel a poco que se necesitase creer en ella. Porque todo ocurrió allí de modo inusual a lo largo de demasiados años, de siempre. Estoy escribiendo todo esto en 1968-1969 y nada ha cambiado desde 1919, nada hace presagiar que cambiará, moriremos los viejos testigos y el proceso continuará hasta ese último acto de paroxismo anunciado por don Manuel. Si esto, la apoteosis, estaba condenada a ser cierta, las cosas no habrían ocurrido de otro modo dentro del Palacio Galeón: un diminuto Cándido Bascardo Lapaza impregnándose día a día y biberón a biberón de las esperanzas de aquella gente que rodeaba su cuna, para acabar siendo la exaltación de su imagen y semejanza; una criatura a quien los mimos y arrumacos no iban haciendo de él un vulgar déspota infantil sino un lejano y silencioso bulto cuyo despotismo se expresaba en indiferencia, en un no reparar en nadie que a nadie dolía, como si todos se hallaran en el secreto de su destino inapelable.
– La verdad es que sí debió de ser un gurrumino bastante raro -admitía yo.
– ¿Raro? -exclamaba don Manuel-. ¿Bastante raro?
Apenas salía del palacio. Es decir, no lo sacaban. Se llegó a decir que no vio la calle en sus diez primeros años -lo que no era verdad-, ni siquiera por los estudios, pues se los servían a domicilio. Se supuso que no fueron los jesuitas los únicos en formarlo: a sus dos años tuvo algunos profesores particulares, aunque esta versión la extenderían, seguramente, los propios jesuitas por no quedar ante la Historia como únicos responsables de la maldita apoteosis de los hombres del hierro. Y si finalmente, a sus diez años, abandonó de manera apreciable el Galeón, fue por su viaje a Inglaterra, «al encuentro del mito de la superioridad blanca colonial y patronal explotando por igual a indios y a obreros que no merecían ser blancos, al encuentro de la barbarie industrial, como se venía cumpliendo desde hacía décadas con la exportación pasajera de nuestros más blancos alevines con la excusa de que aprendieran a sostener debidamente la taza de té», decía don Manuel. En cualquier caso, un viaje de estudios a Inglaterra a edad prematura, lo que quizá avalara la opinión de que lo suyo no se trató de un simple aprendizaje sino de una ósmosis en una sola dirección a través de su tierna piel, «casi una mutación genética o un segundo nacimiento en la placenta de los modernos hombres del hierro » . Y añadía don Manuel: «Sin duda, fuertes trabajos de los dioses para conformar un alto destino».
El pequeño Cándido no fue a Inglaterra solo. No era la primera vez que se movía en distancias más cortas: muy de tarde en tarde bajaba a la playa de Ereaga -no era el palacio el que estaba detrás de la playa, sino ésta la que pareció creada para adorno del palacio- para tomar un baño en posición vertical, y nunca lo hizo sin la protección de más de un criado. Con los años, sus salidas a la playa quedarían como odiosas ostentaciones de poder, y se contaba que primero pisaba la arena el mayordomo haciendo sonar una campanilla para que los intrusos la desalojaran, y luego llegaba él en el centro de una escolta uniformada de húsar. Con el paso del tiempo se endosarían a Cándido cosas semejantes tan difíciles de creer, pero que todo el mundo creía. Desde un principio, todo fue en él un misterio y él mismo se convertiría pronto en leyenda.
El viaje a Inglaterra lo hizo acompañado de una institutriz francesa, de un tutor o lo que fuera Aurelio, el hijo del tío Roque, y dos o tres criados de los de polainas rojas, y todos permanecieron allí cinco años, así que Cándido tenía quince cuando regresó por última vez, se dijo también que revestido del título de lord. No era posible, o quién sabe si sí era posible, y en tal caso el milagro habría que atribuírselo a Ella, a sus tentáculos para pulsar los más imposibles resortes. Según don Manuel, a esa mujer se debieron los hábitos subidos de tono que imperaron en el Palacio Galeón, las excentricidades. Cándido llegaría a lucir el título de lord, pero sería años después. Si hasta su partida a Inglaterra Getxo apenas lo había visto -lejanía que gestó fundamentalmente su leyenda-, tras los cinco años lo vería aún menos. Del largo enclaustramiento, a los jesuitas les correspondió buena parte de responsabilidad. Al principio se les veía entrar y salir cargados con librotes y legajos, y cuando se interrumpió este trajinar se supo que se alojaban en la mansión, es decir, que habían montado en ella una sección de su universidad de Deusto. Nadie se asombró demasiado: la institución jesuítica siempre había sido un vivero de políticos y financieros destinados a ser élite dirigente, y el hecho de que se entregaran con tanta vehemencia a Cándido Bascardo Lapaza revela su perspicaz visión de futuro, «no sólo su convencimiento del desmedido poder que llegaría a acumular en su persona, sino también de lo otro, su destino wagneriano: los jesuitas no podían resignarse a quedar al margen de aquel tránsito de épocas», decía don Manuel. Le infundieron el espíritu religioso más gélido, la más afilada religiosidad para sojuzgar amorosamente a las clases menestrales más amadas por Cristo, y la más ensoberbecida fe en la imitación de la soledad de los santos como llave para hablar con la única criatura de este mundo merecedora de atención: Dios.
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