Ramiro Pinilla - La tierra convulsa

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Ambicioso fresco sobre la historia reciente del País Vasco, saga y la vez retrato de un microcosmos realista y mágico que es el pueblo de Getxo, Verdes valles, colinas rojas es la gran novela sobre la colisión entre un mundo que cambia y un pueblo que se resiste a todo cambio. La historia arranca a finales del siglo XIX con el enfrentamiento entre Cristina Onaindia, aristócrata casada con el rico industrial Camilo Baskardo, y Ella, una ambiciosa y astuta criada sin nombre que pone en peligro todos los valores tradicionales cuando anuncia que espera un hijo ilegítimo. Esa rivalidad prolongada durante décadas y que marca la historia de Getxo es comentada por dos figuras protagonistas: don Manuel, anciano maestro, y Asier Altube, su discípulo predilecto, que rememoran los meandros y ramificaciones de otras muchas historias derivadas de éstas, como la de Roque Altube, primogénito de un caserío enamorado de una agitadora socialista, o la de los niños Baskardo, que vivirán en su propia piel la locura aranista de la madre. Ramiro Pinilla domina como pocos la acción y los diálogos, y logra integrar, desde una perspectiva a la vez épica y lírica, la historia y los mitos de una región.

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Todo empuja a pensar, no obstante, que quizá resultara un alivio para Efrén el robo del híbrido por Perico Orejas y Pachín Arana. Se lo llevaron una noche, dos o tres semanas después, sin ruido, sin escándalo: el animal se alegraría de recuperar el contacto con sus amigos. Éstos, simplemente, escalaron el muro, descorrieron el cerrojo de la jaula y se las ingeniaron para izar a Crist ó bal y depositarlo al otro lado con una cuerda gruesa. Una operación movida por el amor. Al día siguiente, Efrén se personó en casa de León Esnarriaga esgrimiendo el documento notarial que le otorgaba la posesión de la criatura.

– Lléveselo cuando quiera. Es suyo -se adelantó a decir León-. No necesitaba haber traído ningún papel.

– No he venido a llevármelo -dijo Efrén.

El chatarrero palideció.

– Quiere la devolución del dinero… -musitó.

– Quiero la garantía de que permanecerá con usted hasta que yo decida llevármelo de nuevo -y Efrén desdobló un segundo documento.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó León.

– Meses. Años. No sé, no depende de mí.

León Esnarriaga no se atrevió a preguntarle de quién dependía. Efrén le leyó lo que iba a firmar: alojaría y alimentaría a la bestia (seguía una detallada descripción de su monstruosa anatomía) hasta que su legítimo dueño la reclamara, y dando cuenta inmediata a este dueño de las novedades que se produjeran, tal como la presencia de alg ú n ser extra ñ o con cierta semejanza con la criatura objeto de este contrato. La singularidad de esta condición hizo que León memorizara la frase entera y pudiera luego deletrearla con exactitud cuantas veces refirió los pormenores de la visita que le hizo Efrén Bascardo.

– ¿Qué saco yo teniendo conmigo al bicho? -quiso saber.

– Librarse de la denuncia que yo le pondría a cada robo del demonio -dijo Efrén.

León se sentía cada vez más metido en una trampa.

– Usted sabe que es un peligro.

Efrén extrajo del bolsillo un tercer documento. León lo reconoció: era un impreso del contrato de seguros que le había mostrado más de uno de Getxo.

– Asegúrese a todo riesgo en mi compañía -dijo Efrén.

– ¿Y quién pagará la comida que se trague esta fiera hasta el día del Juicio? ¿Quién nos asegura que no come carne, la nuestra?

Contaría León estar convencido de haber encontrado el gran argumento para quitarse de encima al animal o, al menos, para recibir una compensación por encima de las 2000 pesetas ya cobradas y que ni siquiera habían servido para perderle de vista. Pero Efrén le desbarató el tinglado.

– Exhíbalo y cobre la entrada -le dijo.

León no habría suscrito el contrato de seguros de no habérselo puesto el propio Efrén en la mano mirándole al mismo tiempo de aquella forma: no iba a pagarle 22 reales al año sólo por brindarle gratis una idea, por buena que fuese. León nunca dejó de reconocer que era buena, su instinto de chatarrero se lo dijo así desde el momento en que Efrén se la mencionó; el negocio cubriría con creces la alimentación de Crist ó bal, por mucho que tragara, porque incluso su estómago tendría un tope. León le dio muchas vueltas a la cabeza en los escasos minutos en que tuvo enfrente al bastardo. Al estampar la cruz al pie del contrato seguía sin encontrar una verdadera razón para hacerlo sin arrepentirse luego demasiado. Devolvió a Efrén su estilográfica y aún seguía buscando el pretexto; necesitaba uno bueno para no despreciarse a sí mismo. «¿Por qué he firmado?», se preguntó, aprovechando un instante en que no miraba a Efrén, pues eran sus ojos los que le habían obligado a firmar y, al mismo tiempo, le decían que era lo sensato. Nunca sabría si lo que por fin encontró fue un pretexto o una razón. No hubo de salirse del tema de la alimentación de Crist ó bal; quizá no tuviera un tope, porque un niño devorado seguiría siendo para Crist ó bal alimentación, pero para los hombres, es decir, para Efrén tendría que ser un tema de seguros, de su seguro.

De modo que no había sido idea de León Esnarriaga instalar, a un lado de su casa, el recinto de troncos, cubierto con un tejadillo de uralita, en que metió a Crist ó bal para ser contemplado por cuantos curiosos abonaran un real. El espectáculo despertó mucha expectación, primero en el pueblo y pronto en Bilbao y la provincia. Para unos, sólo fue un número de feria; otros lo tuvieron por un elemento cultural de primer orden: incluso algún científico observó muy de cerca su proceso de crecimiento para sostener que se trataba nada menos que de la mutación de una especie a la vista de todos. A lo largo de diez años León recogió un goteo de beneficios nada despreciable y pronto empezó a eliminar de las sucesivas versiones de su relato el papel impulsor de Efrén, atribuyéndose a sí mismo todo el mérito del invento.

Mi amigo Perico Orejas (yo tenía entonces dos años y él cinco y no éramos aún amigos) y Pachín Arana no tuvieron nada que objetar: su protegido no sólo había alcanzado fama sino que era alimentado como un rey gracias a las habas, alfalfa y mazorcas de maíz con que León le mantenía lustroso y presentable, y a las zanahorias y moras silvestres y algún que otro bizcocho casero que el público le arrojaba al suelo (excepto Perico y Pachín, nunca nadie se atrevió a dar de comer en la boca al híbrido). Hacia la mitad de esos diez años, Getxo se olvidó de Crist ó bal, o lo conservaba también en la repisa de las leyendas, de donde sólo regresaba fugazmente cuando algún forastero, un grupo de turistas o un colegio de niños preguntaba por él y se le indicaba el camino a la casa de León.

El único que no lo olvidó fue don Manuel. No transcurría un trimestre sin que acudiera a saber de él. «Se le veía crecer y desarrollarse, y, sobre todo, ir adquiriendo la mirada indómita del macho al que tuve que enfrentarme en el huerto de lechugas. También acabó heredando de su padre la altivez de su cabeza, las chispas de irreductible libertad que saltaban de cada milímetro cuadrado de su piel, de cada una de sus cerdas. ¿Cómo soportó aquella cárcel durante tanto tiempo sin siquiera intentar la huida ni una sola vez? Me he hecho mil veces esta pregunta y sólo encuentro una respuesta: el amor que recibía de Perico y de Pachín. Habría que empezar a pensar que quizá el amor sea otra forma de libertad. ¿Lo aprenderemos algún día, Asier? Pero el suyo no se trataba de un amor sumisamente fiel, pues allí estaban sus coces nocturnas contra los troncos del recinto, y los ladridos-rugidos-relinchos que inundaban el barrio de pesadillas. Pero no se movió en diez años de aquel agujero. No, no lo hizo… Y el macho: ¿por qué no bajó del Gorbea a rescatar a su sangre? ¿Es que ya no estaba allí, ha dejado de existir, es su hijo la última esperanza que nos queda? Bueno, me resultaba muy doloroso verle en cautividad. Y, luego, Efrén al acecho, esperando siempre la llamada de León Esnarriaga para anunciarle la aparición de un ser extra ñ o con cierta semejanza con la criatura objeto de este contrato. Al menos, conservaría a Crist ó bal mientras le creyera útil. Pero acabaría por cansarse de esperar y advertiría a León: «Prepáremelo. Mañana me lo llevo». «¿Preparárselo?», habría exclamado León. Porque ni él se atrevía a entrar en el recinto de la bestia que ya tenía el tamaño de un burro. De modo que Efrén se habría personado con el chófer -aunque sin rifle, pues de otro modo no podría haber ocultado a Perico y a Pachín sus verdaderas intenciones- y habría tratado de llevárselo, o simplemente habría desistido al descubrir el tamaño que ya tenía el demonio, y habría tramado regresar una noche con el rifle y dispararle allí mismo. Todo esto pudo haber sucedido al entender que el macho ya no le amenazaba desde ninguna parte, es decir, que estaba muerto, y el único peligro era Crist ó bal… «Con pesadillas semejantes viví durante esos diez años», me contaba don Manuel.

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