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Ramiro Pinilla: La tierra convulsa

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Ramiro Pinilla La tierra convulsa

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Ambicioso fresco sobre la historia reciente del País Vasco, saga y la vez retrato de un microcosmos realista y mágico que es el pueblo de Getxo, Verdes valles, colinas rojas es la gran novela sobre la colisión entre un mundo que cambia y un pueblo que se resiste a todo cambio. La historia arranca a finales del siglo XIX con el enfrentamiento entre Cristina Onaindia, aristócrata casada con el rico industrial Camilo Baskardo, y Ella, una ambiciosa y astuta criada sin nombre que pone en peligro todos los valores tradicionales cuando anuncia que espera un hijo ilegítimo. Esa rivalidad prolongada durante décadas y que marca la historia de Getxo es comentada por dos figuras protagonistas: don Manuel, anciano maestro, y Asier Altube, su discípulo predilecto, que rememoran los meandros y ramificaciones de otras muchas historias derivadas de éstas, como la de Roque Altube, primogénito de un caserío enamorado de una agitadora socialista, o la de los niños Baskardo, que vivirán en su propia piel la locura aranista de la madre. Ramiro Pinilla domina como pocos la acción y los diálogos, y logra integrar, desde una perspectiva a la vez épica y lírica, la historia y los mitos de una región.

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Ramiro Pinilla La tierra convulsa Verdes valles colinas rojas 1 Ahora - фото 1

Ramiro Pinilla

La tierra convulsa

Verdes valles, colinas rojas 1

Ahora sé por quién he escrito siempre Pero mi verdadero mundo fue otro - фото 2
***
Ahora sé por quién he escrito siempre Pero mi verdadero mundo fue otro - фото 3

Ahora sé por quién he escrito siempre.

Pero mi verdadero mundo fue otro.

ADVERTENCIA

El territorio geográfico de esta narración existe, y su nombre,

Getxo, también. Es apenas lo único real. Cualquier semejanza

con personas, nombres o cosas es, sí, mera coincidencia.

Josafat Baskardo

3 de junio de 1889

Ama dice:

– No, nada de cestas de comida. ¡Nuestra tierra es pródiga!

El coche nos espera al otro lado de la puerta del jardín. Un caballo es castaño y el otro negro. El cochero parece una estatua sin ojos ni oídos. Martxel lleva las redañas y la caña de pescar, y yo el gancho y la bolsa de lona.

– ¡Vamos, aprisa, que hemos de dar una gran vuelta antes de llegar a la playa! ¡El día es tan hermoso que parece el primero de la Creación! ¿Estás contento, Jaso? Dios no podía regalarte un día mejor para tu cumpleaños. ¿Cuántos años cumples hoy, Jaso? -dice Ama.

– Siete -digo.

Ama me abraza y me besa. El calor de su cuerpo pasa al mío. Sus lágrimas caen sobre mi frente.

– ¡Mi viejo Jaso! ¡Siempre te tendré bien abrazado…, así, así…, para impedirte crecer! ¡Quiero mandar en la vida de mis propios hijos!… ¡Oh, Dios mío, el sol ya está muy alto! -dice Ama.

Se adelantan la Chica y el jardinero, pero somos mi hermano Martxel y yo quienes ayudamos a Ama a subir al coche. Luego, Martxel coge a la pequeña Fabi y la pone en brazos de Ama. Luego, Martxel y yo subimos y nos sentamos en el asiento de enfrente. Ama quita con un pañuelo blanco los mocos a Fabi.

– Ya estamos -dice Ama al cochero.

El coche se pone en marcha: está lleno de ese olor tan fuerte a día de pesca que sueltan las sardinas atadas a la cuerda gorda que atraviesa como un diámetro cada redaña. El grupo de criados nos mira en silencio desde el jardín. Ama les ha puesto, a ellos y a ellas, uniformes nuevos para este día. La Chica es la que sostiene en sus manos la cesta con la comida que Ama se ha negado a llevar. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo mucho que ha engordado la Chica. Nuestra casa se hace cada vez más pequeña. Las ruedas saltan sobre el barro seco y las piedras del camino, y Ama, Martxel, Fabi y yo también saltamos sobre nuestros asientos.

– ¿Por qué no me dejas llevar los caballos, Ama? -digo.

– Porque eres demasiado viejo -dice Ama.

Martxel se ríe.

– Yo sí que los podría llevar -dice.

– No sé por qué crees que puedes hacer algo que no pueda hacer tu hermano -dice Ama.

– Porque soy mayor que él -dice Martxel.

– Sí, los dos sois ya unos viejecitos arrugados -dice Ama, temblándole la boca.

– Yo no puedo llevar los caballos. Estoy seguro de que no puedo llevar los caballos -digo.

– ¡Ah, mi niñito pequeño! -dice Ama, inclinándose sobre mí y acariciándome la cara con sus manos calientes como buñuelos-. Y tú, Martxel, ¿verdad que tampoco puedes llevar los caballos?

Miro a Martxel.

– No, Ama, no puedo llevar los caballos -dice Martxel.

Ama también le acaricia a él y no puede contener sus lágrimas.

– Sois mis niños para toda la vida -dice. Abraza a Fabi hasta casi ahogarla-. Estoy a tiempo de impedir que mi niña crezca. ¡Ya no celebraremos más cumpleaños en la familia!

– Todos los años dices lo mismo -dice Martxel.

– ¡Porque todos los años pienso lo mismo! -dice Ama.

– ¿Vendrá Aita a la merienda de la tarde? -dice Martxel.

– Me lo ha prometido. ¡Si la celebración del cumpleaños de su hijo no es suficiente motivo para que abandone por un rato sus malditos despachos…! -dice Ama.

– Aita es más viejo que Jaso -dice Fabi.

Ama nos mira a los tres, uno a uno, y yo la miro a ella, y de pronto me encuentro temblando.

– Yo nunca seré tan viejo como Aita -digo.

– Os aseguro que en nuestra familia nunca más se celebrarán los cumpleaños. ¿Verdad, hijos míos, que entre los cuatro conseguiremos detener el tiempo? Cochero, rebaje usted la velocidad, que no se note que viajamos. Desde hoy, viviremos de espaldas al tiempo. Niños míos: cerrad los ojos para no ver la huida del paisaje -dice Ama.

Cierro los ojos. Los abro una rendija para ver si Martxel y Fabi los han cerrado, y sí los han cerrado. Y lo mismo Ama. Veo, también, que el cochero se vuelve a mirarnos desde su asiento alto.

– Bien sabe Dios que yo nunca he sido una mujer cobarde -dice Ama.

– Pues si no hay merienda, podremos pescar mucho más rato -dice Martxel.

– ¿Quién dice que hoy no habrá merienda? -dice Ama.

– Tú lo dices -dice Martxel.

– Hablaba del futuro, no del día de hoy -dice Ama, mirando con ojos brillantes los árboles, las huertas y los prados que escapan a un lado y a otro.

– ¿Habrá chocolate con churros y estarán Juan, Andrea y Roque de Altubena? -dice Fabi.

– Sí, mi niña -dice Ama.

– El viejo Satordi es muy viejo -dice Fabi.

– No llames viejo a Satordi Altube. Es un patriarca -dice Ama.

– ¿Vamos a Altubena, señora? -dice el cochero.

– No, al regreso. Ahora, a Etxabarri -dice Ama.

– ¿Podemos abrir ya los ojos, Ama? -dice Martxel.

– ¿Aún no los habéis abierto? ¿Y a qué esperáis? ¿Para qué creéis que os he traído a este largo paseo? Mirad con recogimiento vuestra tierra… Fabi, ¿cuáles son tus apellidos? -dice Ama.

– Baskardo, Oiaindia… -dice Fabi.

– Sigue, sigue… Tienes muchísimos más -dice Ama.

– No me acuerdo -dice Fabi.

– ¿Ni siquiera el tercero? -dice Ama.

– No me acuerdo -dice Fabi.

Ama acaricia los rizos de Fabi.

– ¿Qué te pasa, Ama? -digo.

– Bien sabe Dios que yo nunca he sido una mujer cobarde -dice Ama.

– ¿Qué te pasa, Ama? -digo.

– Un pájaro -dice Fabi.

– ¿Dónde? -dice Martxel.

– En aquel árbol -dice Fabi.

– ¡Es una chonta! Voy a bajar a tirarle una piedra -dice Martxel.

– No. Hemos venido a admirar el paisaje, no a matarlo. No se pare, cochero… ¿Quieres romperte la cabeza, Martxel? La vida de ese pobre animalito es tan valiosa como tu propia vida -dice Ama.

– Pues Aita ya mata animales -dice Martxel.

– Pero no aquí, sino en África. Creo que mi único triunfo sobre vuestro padre ha sido mandarle a cazar a ese lugar salvaje lleno de negros -dice Ama.

– Aita tiene las mejores escopetas del mundo -digo.

– No se llaman escopetas, sino rifles -dice Martxel.

– Vuestro padre lo destruye todo -dice Ama.

Marchamos en silencio durante un rato. Sólo Martxel dice:

– A las chontas se les queman los ojos para dejarlas ciegas y que canten dentro de la jaula.

De pronto, al salir de un bosque, vemos a lo lejos la mar.

– ¡No hay olas! ¡Tendremos buena pesca! -dice Martxel.

– Las gaviotas son más hermosas que los cisnes… ¿Las ves volar, Fabi? -dice Ama.

Fabi se pone en pie, pero un brinco del coche la lanza contra el borde de nuestro asiento. Llora, cubriéndose la frente con las manos.

– Por tonta -dice Martxel.

– ¿No podías haberla sostenido? -dice Ama.

Han rodado también por el suelo el gancho, el saco, las tres redañas y la caña de pescar.

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