– Lo siento, señora. Estos caminos están intransitables -dice el cochero.
– Son los caminos del campo y están muy bien como están -dice Ama.
– ¡Tengo sangre! -dice Fabi.
– No es nada, mi niña. Verás qué pronto te cura tu Ama con su pañuelito… -dice Ama.
– ¿Qué te pasa, Ama? -digo.
– Fabi tiene más sangre -dice Martxel.
– No importa… ¡Dios mío!, ¿por qué hoy, precisamente hoy, se me cae encima el miedo? ¿Qué aviso, que todavía ignoro, me ha mandado el Señor? -dice Ama.
– ¡La marea está bajando! -dice Martxel, puesto en pie, dando saltos.
– ¿Cómo lo sabes? -digo.
– ¿No ves la raya que ha dejado la mar en la peña grande de Abasota? ¡Vamos a llegar tarde, Ama! -dice Martxel.
– Bien sabe Dios que yo nunca he sido una mujer cobarde… ¡Y en un día tan espléndido como hoy! Mi pequeña Fabi… ¡no crezcas nunca! -dice Ama.
– ¡Me haces daño! -dice Fabi.
Pero Ama no afloja el abrazo, y Fabi forcejea para soltarse.
– ¡La marea está bajando, Jaso! ¡Vamos corriendo, antes de que empiece a subir! -dice Martxel.
– ¡Martxel, deja quietos los cachivaches de pescar! Nadie te va a robar tu bajamar. ¿No ves que aún no hay un solo pescador en la ribera? -dice Ama.
– ¡No importa! Ya verás tú como lleguemos tarde… -dice Martxel, sentándose de golpe, con morros.
– ¿Qué lenguaje es ése, caballerito? -dice Ama.
– ¡No quiero ir a Etxabarri! -dice Martxel.
– ¿Dónde está la cortesía del señorito? Urban Etxabarri, Alazne y toda su familia nos quieren mucho y se alegran de que les visitemos, aunque sea una vez al año. ¿No te gustaría comer talo y chorizo de caserío? -dice Ama.
– ¡No, porque quiero pescar y bañarme y tú dices que no hay que comer antes de pescar y de bañarse! -dice Martxel.
– ¡Señor, Señor!, ¿por qué echas hoy todo sobre mí? -dice Ama.
– La marea baja muy despacio. ¿Qué haríamos tan pronto en la playa? -digo a Martxel.
– ¿Y coger gusana? ¿Eh? ¿Coger gusana? -dice Martxel.
– También para coger gusana hace falta bajamar -digo.
– Ahí tienes a tu hermano Jaso, con dos años menos y dándote ejemplo. ¿Quieres que se lo cuente a Aita?… ¡Dios, este presentimiento! ¿Podéis decirme, hijos míos, qué cosa nueva ha ocurrido hoy? ¿Veis alguna señal distinta en el cielo? -dice Ama.
Miro a Martxel, y luego Martxel mira a Ama.
– No me importa ir a Etxabarri -dice Martxel.
De nuevo perdemos de vista la mar. Etxabarri está sobre una loma. Los Etxabarri están azadonando su heredad de maíz. Las plantitas no levantan dos palmos del suelo; forman filas, como soldados de plomo alineados. Las grandes azadas de los Etxabarri remueven la tierra a su alrededor, sin rozarlas siquiera, y luego la amontonan contra el tallo. Todos dejan de trabajar al oír el traqueteo del coche. Los cuento: son once. Nos miran y hablan entre ellos.
– ¡Buenos días! -dice Ama.
Se acercan Urban y Alazne. Sólo ellos. Los conozco de cuando vienen en su carro, por Santo Tomás, a pagar el alquiler en trigo, maíz, manzanas y castañas. Urban y Alazne son viejos. Se acercan por entre dos filas de boronas, Urban Etxabarri detrás de su mujer.
– ¿Cómo está usted, señora marquesa? ¡Cómo les recibimos…! -dice Alazne, limpiándose las manos en el delantal.
A su espalda, Urban Etxabarri saluda con la cabeza. Es como si le diera miedo salir de detrás de su mujer. Pero mira de frente a Ama. Entre los Etxabarri del maizal hay un chico de mi edad, que no me quita ojo. Sé que se llama Paulin. Hace que trabaja, pero me mira y me mira.
– Por Dios, Alazne, no me llame marquesa -dice Ama.
– No sé llamarla de otro modo, señora marquesa. Estábamos con la borona -dice Alazne.
– ¿Necesita Etxabarri alguna reparación? -dice Ama.
– No, no, todo sigue igual -dice Alazne.
– ¡Qué bien suena eso de que «todo sigue igual»! Necesitaba verles a ustedes… -dice Ama.
Alazne deja de sonreír.
– ¿Vernos? -dice.
– Pero no se preocupe, por Dios, que no se trata de subirles el alquiler ni de la venta del caserío ni de nada de eso. Necesitaba verles. Y que les vieran mis hijos -dice Ama.
– ¡Cómo han crecido! Fabiola, ¡ya no me conoces! -dice Alazne.
– Fabi, ¿no le dices nada a la amama Alazne? -dice Ama.
– No cojo a la niña porque la mancharía, señora marquesa -dice Alazne.
Urban Etxabarri sigue detrás de Alazne, sin abrir la boca.
– ¡Cuánto bien me hace el verles! -dice Ama.
– ¡Pues sí que estamos presentables! ¡Ustedes sí que están guapos! -dice Alazne.
– Soy yo la que me avergüenzo, pueden creerme. Con nuestras ropas, parecemos algo, pero somos débiles. Ustedes son los fuertes -dice Ama.
– ¿Qué te pasa, Ama? -digo.
– ¿Está enferma, señora marquesa? -dice Alazne.
– No es nada. Viéndoles, ya me encuentro bien -dice Ama.
Alazne sonríe, como al principio.
– Pues pondremos una botica -dice.
Reímos todos, incluso Urban Etxabarri.
– Vamos a pescar -dice Martxel.
– Tenéis buena mar y buen cielo -dice Urban Etxabarri.
– Pero, señora marquesa, ¿no se quedan a tomar un poco de talo con huevos y chorizo? Les saco en un momento -dice Alazne.
– ¡Ama, di que no hay tiempo! ¡Haré lo que tú quieras si se lo dices! ¿No es verdad, Urban, que llegaríamos tarde a pescar? -dice Martxel.
Los mayores se miran unos a otros. Ama se despide de Urban Etxabarri y de Alazne, y luego, con un gesto de la mano, de los del maizal.
– Gracias por la visita, señora marquesa -dice Alazne.
Paulin y yo nos miramos hasta que Etxabarri desaparece tras unos árboles.
– Mientras ellos existan sobre nuestra tierra… -Ama no puede acabar. Sus ojos parecen dos cristales rotos-. Mientras ellos sigan ahí… -Ama no puede acabar.
– ¡Un pescador! ¿No ves, Ama, como es hora de bajar a las peñas? -dice Martxel.
Es un hombre con un gancho para pulpos y un gran saco. En la punta del gancho lleva atado un trapo blanco. Saluda y sigue adelante.
– Sólo unos minutos más -dice Ama.
– Sí, Ama -digo.
– ¿Adónde vamos, señora? -dice el cochero.
– A Bukuena… Lo hago por vosotros, hijos míos -dice Ama.
Martxel da una patada en el suelo.
– Queda mucho tiempo para la bajamar -digo.
– ¡Mirad, ahí está Bukuena! Sus piedras viejas… -dice Ama.
El coche puede llegar hasta el mismo portalón del caserío. No hay nadie, ni aquí ni en las huertas. La cara de Ama se pone blanca.
– Cuando este vacío llegue de verdad, quiero estar muerta -dice.
– ¡Ama, se oyen pasos dentro! -digo.
Aparece una mujer joven, echándose una toquilla sobre los hombros. Creo que se llama Kamila.
– Ah, es usted, señora marquesa -dice.
Quiere hacernos creer que no lo sabía, pero esa toquilla es más nueva que sus otras ropas: nos ha visto por alguna ventana y se la ha puesto para recibirnos.
– La madre está en cama, con las rodillas -dice-. Los demás han ido con el carro a por helechos al monte. Bueno, Lander…
– ¿Qué le pasa a Lander? -dice Ama.
– Se ha puesto a trabajar en la fábrica -dice Kamila.
Ahora sí que la cara de Ama está blanca.
– ¡Dios mío! -dice.
Baja del coche y cuando Martxel, Fabi y yo queremos bajar también, nos dice que no nos movamos. Nos lo dice con el mismo ahogo que cuando hay truenos y nos llama desde casa.
– Necesito ver a tu madre -dice.
Kamila tarda en hablar.
– Tendré que avisarla -dice.
Entra en Bukuena. Ama está blanca.
– La marea ya habrá bajado del todo -dice Martxel, dando puñadas al coche.
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