Ramiro Pinilla - La tierra convulsa

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Ambicioso fresco sobre la historia reciente del País Vasco, saga y la vez retrato de un microcosmos realista y mágico que es el pueblo de Getxo, Verdes valles, colinas rojas es la gran novela sobre la colisión entre un mundo que cambia y un pueblo que se resiste a todo cambio. La historia arranca a finales del siglo XIX con el enfrentamiento entre Cristina Onaindia, aristócrata casada con el rico industrial Camilo Baskardo, y Ella, una ambiciosa y astuta criada sin nombre que pone en peligro todos los valores tradicionales cuando anuncia que espera un hijo ilegítimo. Esa rivalidad prolongada durante décadas y que marca la historia de Getxo es comentada por dos figuras protagonistas: don Manuel, anciano maestro, y Asier Altube, su discípulo predilecto, que rememoran los meandros y ramificaciones de otras muchas historias derivadas de éstas, como la de Roque Altube, primogénito de un caserío enamorado de una agitadora socialista, o la de los niños Baskardo, que vivirán en su propia piel la locura aranista de la madre. Ramiro Pinilla domina como pocos la acción y los diálogos, y logra integrar, desde una perspectiva a la vez épica y lírica, la historia y los mitos de una región.

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Por fin, viene Kamila.

– Pase, señora marquesa -dice.

– Yo también quiero entrar -dice Fabi.

Ama no la oye y desaparece por la puerta. Fabi quiere echarse del coche y yo la ayudo a bajar, y luego yo también bajo. Fabi y yo entramos en Bukuena. Las voces vienen del fondo del pasillo.

– Como nunca esperamos visitas…

– Perdóneme, Mikela, luego le preguntaré cómo se encuentra usted, pero ahora he de saber por qué ha permitido que su hijo Lander trabaje en una fábrica -dice Ama.

– La tierra no da bastante. Antes no había fábricas y teníamos que arreglarnos con el campo, pero ahora sí hay -dice Mikela.

– Sé perfectamente que hay fábricas -dice Ama.

Fabi y yo estamos parados a la entrada del cuarto de Mikela. Mikela está en cama, pero sentada, también con una toquilla sobre los hombros. Con una mano se echa hacia atrás sus largas matas de pelo, como si las quisiera esconder detrás de su cabeza. Nunca había visto a Mikela sin su moño.

– Usted no se imagina adónde ha enviado al chico -dice Ama.

– Otros también van y… -dice Mikela.

Ama no se sienta en la silla que le han acercado. Anda de un lado a otro, como si quemara el suelo.

– Ama, siéntate -digo.

Alguien dice a mis espaldas:

– Su marido es amo de fábricas…

Es Kamila. Se cruzan las miradas de Ama y de Kamila.

– Mi marido lo destruye todo -dice Ama.

Se sienta, por fin. Se queda como muerta, con las manos cruzadas sobre la falda.

– ¿Qué te pasa, Ama? -digo.

– ¿Quiere un vaso de agua, señora marquesa? -dice Kamila.

– ¿Qué tal sus rodillas, Mikela? -dice Ama.

– Dándome guerra… ¿qué le vamos a hacer? -dice Mikela.

– ¿Qué dice el médico? -dice Ama.

– Yo no quiero médicos -dice Mikela.

– Me prohíbe que lo llamemos. Pero, cuando se muera, entonces sí que tendrá que venir el médico a hacerle el papel -dice Kamila.

– Usted tiene miedo a los médicos y no tiene miedo a las fábricas -dice Ama. Se levanta de la silla y se sienta en la cama, a los pies de Mikela-. Hace siete años, les compré a ustedes Bukuena, no para echarles a la calle, sino al contrario, para que ustedes, sus naturales habitantes, continuaran en su casa por siempre. Si al vasco le quitan la tierra, no es nada. Y las fábricas vienen a arrancar al vasco de su tierra.

– Lander quiso ir. A los jóvenes cada vez les gusta menos el campo. Somos muchas bocas y necesitamos ese jornal -dice Mikela.

– Yo les daré a ustedes lo que gana Lander, si se queda en casa -dice Ama.

– No queremos limosnas -dice Kamila a mi espalda.

Ahora estamos, otra vez, saltando dentro del coche. Ama no habla y tiene cara de muerta. Ni siquiera me mira cuando le pregunto si se va a morir. Creo que se va a morir. Martxel refunfuña que se fugará de casa como no lleguemos a tiempo a la bajamar.

– ¡Cállate! -digo.

– ¡Juro que me iré lejos y nadie me volverá a ver! -dice.

– ¡Cállate! -digo. Le tapo la boca con la mano, pero él tiene más fuerza que yo y me la aparta a tirones.

– ¡Martxel y Jaso se están pegando! -dice Fabi.

– Quietos, niños -dice Ama, sin mirarnos, moviendo sólo los labios.

– ¿Verdad que no te vas a morir, Ama? -digo.

– ¡Os acordaréis de mí como lleguemos tarde! -dice Martxel.

– ¡Cállate! ¿No ves que Ama se va a morir? -digo.

– Bien sabe Dios que yo nunca he sido una mujer cobarde -dice Ama.

Desde las tierras de Altubena se oye la mar. Martxel se pone en pie y dice:

– Conozco ese ruido: es el ruido de la marea subiendo. ¡Ya no quiero ir a ninguna parte!

– ¿Por qué no te callas? -digo.

El perro de Altubena sigue ladrando. Se llama Eguzki y es pequeño. Hemos llegado hasta el pie del sendero que sube al caserío y el coche se para. Eguzki se pone a morderles las patas a los caballos.

– ¡ Eguzki, quieto! -dice una voz.

Es Bixenta, en el portalón del caserío. Los caballos patean para librarse de los mordiscos de Eguzki. Le van a aplastar. El perro se ha vuelto loco.

– ¡Maldito bicho! -dice el cochero.

Los caballos relinchan y se levantan sobre sus patas traseras. El cochero se desgañita tirando de las riendas. El coche se pone en marcha otra vez, y ahora parece que vamos a salir volando por los aires. Ama abre los brazos y nos aprieta contra su pecho a mí, a Martxel y a Fabi. El cielo da una vuelta sobre nuestras cabezas. Suena un golpe. El coche ha volcado, pero Ama no nos suelta de su abrazo. Alguien nos ayuda a levantarnos. Veo a Zenón y a Bixenta. Zenón sostiene a Ama por los hombros.

– ¡Cielo santo! -dice Bixenta.

Veo, también, a Satordi y a Idurre, los abuelos. Y a nuestros amigos Juan y Andrea. Juan ha espantado a Eguzki a pedradas.

– Mataremos a ese perro, señora marquesa -dice Idurre, sacudiendo las ropas de Ama para limpiarlas del polvo seco.

– No, de ningún modo -dice Ama.

Nos toca a mí, a Martxel y a Fabi, nos toca todo el cuerpo, de la cabeza a los pies.

– ¿Os duele algo? -dice.

Martxel ha recogido del suelo las tres redañas, el gancho, el saco y la caña de pescar.

– Esto no tenía que haber pasado. Nunca recibimos así a las visitas -dice el viejo Satordi.

– No ha ocurrido nada, hay que olvidarlo -dice Ama, arreglándose el vestido y el pelo. Busca a alguien con los ojos-. ¿Dónde está Roque?

– ¿Roque? En el trabajo -dice Bixenta.

– Pero, ¡por Dios!, ¿en qué trabajo? -dice Ama.

– En la fábrica -dice Bixenta.

– ¡Ama, nos vamos a pescar con Juan y Andrea! -dice Martxel.

– ¡Cállate! ¿No ves que Ama se va a morir? -digo.

– ¿Qué pasa ahí abajo? -dice alguien desde lejos. Es el gordo Santiago. Es tan gordo que no puede levantarse de su mecedora. Nos mira desde el portalón-. Doy un real al que me traiga de las peñas un kilo de quisquillas.

– ¡Juan!, ¿estás listo? -dice Martxel.

– La hermana y yo os estábamos esperando. Tenemos dos redañas y un gancho -dice Juan.

– Lander, el de Bukuena, también ha empezado a trabajar en una fábrica -dice Ama.

– ¡Vámonos de una vez! -dice Martxel.

– Él también -dice Bixenta.

– Sí, él también -dice Ama.

– ¿Qué te pasa, Ama? -digo.

– Usted no debe ir hoy a la playa con los chicos, señora marquesa. Cualquiera de nosotros les acompañará -dice Bixenta.

– No, mi puesto está al lado de mis hijos -dice Ama.

– ¿Por qué no descansa un rato, señora marquesa? No puede ir así -dice Bixenta.

Martxel toma a Ama de la mano y tira de ella hacia la playa.

– ¿A qué esperas ahora? Chismorreáis a la vuelta -dice Martxel.

Ama se deja arrastrar.

– Regresaremos a comer con ustedes nuestra pesca -dice Ama, volviendo la cara-. Me llevo a sus chicos. Esta pequeña, Andrea… ¡qué preciosa cara de vasca tiene!

– Ya les prepararemos algo -dice Bixenta.

– Pero nada distinto de lo que comen ustedes todos los días. Quiero que mis hijos se empapen de… -dice Ama.

– Usted sí que tiene arranque, señora marquesa -dice Bixenta.

– El chico ha dicho «chismorreáis» -dice la vieja Idurre sin atreverse a reír del todo.

El cochero tiene bien agarrados los caballos.

– Tendré listo el coche para el regreso, señora marquesa -dice.

Después, encontramos en el camino a Anselmo, que va también a pescar. Anselmo es de la edad de Martxel y no lleva más que un gancho de eskarras y un saquito. Se une a nosotros. No habla hasta que le habla Ama:

– ¿De dónde eres?

– Es Anselmo -digo.

– Sí, pero ¿de dónde eres? -dice Ama.

– De Torretxea -dice Anselmo.

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