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Ramiro Pinilla: La tierra convulsa

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Ramiro Pinilla La tierra convulsa

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Ambicioso fresco sobre la historia reciente del País Vasco, saga y la vez retrato de un microcosmos realista y mágico que es el pueblo de Getxo, Verdes valles, colinas rojas es la gran novela sobre la colisión entre un mundo que cambia y un pueblo que se resiste a todo cambio. La historia arranca a finales del siglo XIX con el enfrentamiento entre Cristina Onaindia, aristócrata casada con el rico industrial Camilo Baskardo, y Ella, una ambiciosa y astuta criada sin nombre que pone en peligro todos los valores tradicionales cuando anuncia que espera un hijo ilegítimo. Esa rivalidad prolongada durante décadas y que marca la historia de Getxo es comentada por dos figuras protagonistas: don Manuel, anciano maestro, y Asier Altube, su discípulo predilecto, que rememoran los meandros y ramificaciones de otras muchas historias derivadas de éstas, como la de Roque Altube, primogénito de un caserío enamorado de una agitadora socialista, o la de los niños Baskardo, que vivirán en su propia piel la locura aranista de la madre. Ramiro Pinilla domina como pocos la acción y los diálogos, y logra integrar, desde una perspectiva a la vez épica y lírica, la historia y los mitos de una región.

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– Ah, un Delatorre, los albañiles. Tu padre nos levantó el cobertizo para los coches, y mi familia guarda un documento en el que se dice que un antepasado tuyo construyó el caserón de los Oiaindia, nuestra casa… ¡Ahí está la playa! ¡Miradla bien! ¡No hay escenario más hermoso que el de nuestra playa de Arrigúnaga! ¿Sabéis que en ella y sus alrededores estuvo el Paraíso Terrenal de Adán y Eva? Es lo que asegura don Eulogio… -dice Ama.

Ama es otra. Ya no tiene cara de muerta.

– ¿Qué pescaba Adán? -dice Martxel.

– Lo mismo que vamos a pescar nosotros, mi niño -dice Ama.

– ¿Hay, ahora, las mismas eskarras y las mismas quisquillas? -dice Martxel.

– Claro que sí -dice Ama.

– ¿Y cuánto tiempo ha pasado? -dice Martxel.

– Mucho, muchísimo tiempo… ¡Uff! Seis mil años. Dios creó el mundo hace unos seis mil años. Un sacerdote vasco lo ha dicho en un libro -dice Ama.

– ¿Y Adán y Eva comían quisquillas? -dice Fabi.

– Sí, mi niñita. Bajaban a esta playa, igual que nosotros bajamos ahora, y pescaban de todos los animalitos que el Señor, generosamente, había puesto para ellos en su Paraíso -dice Ama.

– Don Eulogio nos cuenta que Adán y Eva lo cogían todo de los árboles -dice Martxel.

– Los bichitos de la mar se ahogan fuera del agua… ¿cómo iban a estar en los árboles? -dice Ama.

– ¡Yo soy Adán! -dice Martxel.

– ¡Y yo Eva! -dice Fabi.

– El tiempo no pasa para los vascos -dice Ama, dando un beso a Martxel y otro a Fabi.

Nuestros pies se hunden en la arena oscura, al pie de las ruinas del viejo castillo. La playa se ha hecho más grande con la bajamar. Nunca he visto antes tantas peñas descubiertas. Nos rodea un silencio que es el silencio de las eskarras, las Julias, los sarrones, las quisquillas y los pulpos que se esconden en el agua de las cuevas de debajo de las peñas.

– ¿Puedo quitarme los zapatos, Ama? -digo.

Ama abre el bolsón y Martxel y yo nos quitamos los zapatos y los calcetines, y Ama se arrodilla para quitárselos a Fabi, y Juan, Andrea y Anselmo no tienen zapatos ni calcetines, sólo alpargatas, y se las quitan, y cuando Ama mete en su bolsón mis zapatos y mis calcetines y los de Martxel y de Fabi, Juan, Andrea y Anselmo se quedan con sus alpargatas en la mano, mirándola.

– Dádmelas también vosotros -les dice Ama, y se las coge y las mete en su bolsón, y acaricia la cara de Andrea-. No he visto un rostro de vasca tan perfecto como el de esta chiquilla.

– ¡Vamos a pescar a la peña grande de Abasota! -dice Martxel.

– No, que está muy lejos y cuando la marea empieza a subir queda cortado el paso enseguida. Además, hay más pesca en Eskarrakarramarro -dice Ama.

De manera que los seis echamos a correr hacia Kobo, al pie de La Galea.

– ¡Dios mío, cuánto he jugado de niña en esta playa! No me hagáis caso si lloro -dice Ama.

– ¡No me esperan! -dice Fabi.

– ¡Martxel, Jaso, esperad a vuestra hermana! -dice Ama.

El primero en meter los pies en el agua es Anselmo. Meto los míos: me los veo como si los hubiese metido en un cristal. Todo está lleno de piedras: unas, blancas y lisas, cubiertas de algas, lapas y mojojones. Martxel, Anselmo, Juan y yo nos alejamos de la orilla, saltando de piedra en piedra, chapoteando en los charcos. Fabi y Andrea nos miran con envidia. Eskarrakarramarro es como una gran campa de peña cruzada por muchos canales. Anselmo y Juan corren más que Martxel y que yo y pronto los vemos escarbando en las grietas de eskarras con sus ganchos de punta curvada. Martxel y yo metemos las redañas en el agua, debajo de las peñas, y allí las dejamos. Hay que retirarse para que las quisquillas no nos vean. Tampoco hay que hacer ruido.

– ¿Cuántas? -dice Ama desde la playa.

Martxel le dice por señas que se calle.

– Un barco -dice Fabi.

Sí, hay un barco navegando hacia el puerto, al pie del monte Serantes.

– Si no cogéis nada, será por culpa de ese barco, que os habrá espantado la pesca. Hay que pedir a Dios que hunda todos los barcos -dice Ama.

– ¿Tiene Aita barcos? -dice Fabi.

– Sí, Aita tiene barcos. Aita tiene de todo lo que destruye -dice Ama.

– ¡Anselmo ha cogido algo! -dice Martxel.

Puesto en pie sobre una peña, Anselmo levanta el brazo para enseñarnos la eskarra que tiene bien cogida entre sus dedos. Es una eskarra grande, de grandes bocas, y si Anselmo se descuidara la eskarra le podría cortar un dedo, pero la mete pronto en su saco. Todo lo ha hecho Anselmo sin decir una palabra.

Martxel me dice por señas que algo ocurre en nuestras redañas. Miro. En la mía hay ocho quisquillas comiendo la sardina, y seis en la redaña de Martxel. Las quisquillas se acercan nadando a la sardina y le roban un cachito con un tirón hacia atrás. Martxel coge su mango y yo el mío. Las quisquillas están tan ciegas comiendo que no se dan cuenta de que levantamos las redañas, muy despacio, levantándolas también a ellas. Hasta que las sacamos del todo del agua. Quedan en seco en la malla chorreante, dando saltos. Martxel corre por las peñas hacia la playa y yo le sigo.

– ¡Ama, Ama!, ¿así eran las quisquillas que pescaba Adán? -dice Martxel.

Ama se levanta del gran pañuelo que ha extendido sobre la arena, y Martxel y yo le ponemos las redañas bajo los ojos.

– ¡Son estupendas! -dice Ama.

– Coge una -digo.

Pero Ama no se atreve, no mete la mano. Martxel y yo regresamos a las peñas.

– Tú, Fabi, cógenos gusana para los anzuelos. No tienes más que levantar piedras -dice Martxel.

– Me dan asco -dice Fabi.

– Eres tonta -dice Martxel. Mira a Andrea y Andrea le mira a él.

– Yo quiero pescar quisquillas como vosotros -dice Andrea.

Martxel la toma de la mano y la ayuda a pasar de peña en peña.

– Pisa con cuidado, no te cortes los pies -dice Martxel.

Como Andrea no tiene redaña, Martxel comparte la suya con ella y pescan juntos. Yo llego a la misma peña donde está Juan cogiendo eskarras.

– ¿Has cogido algo? -digo.

– Sí -dice Juan.

– ¿Cuántas? -digo.

– Seis -dice Juan.

– ¡Seis! ¡Juan ha cogido seis eskarras! ¡Ama, Juan ha cogido ya seis! -digo.

– Me aburro -dice Fabi.

– ¡Martxel, Jaso, atended a vuestra hermana! Seamos generosos con los débiles -dice Ama.

– ¡Que vaya con Andrea! ¡Las chicas tienen que ir juntas! -digo.

– ¡Martxel, ocúpate de tu hermana! -dice Ama.

Ahora no veo a Martxel ni a Andrea. Los busco y, de pronto, los veo al rodear una peña grande. Están boca abajo, sobre las algas húmedas, con el cuerpo estirado y las caras casi metidas en el agua de un pozo.

– Yo veo babositas -dice Andrea.

– Yo te veo a ti -dice Martxel.

– ¡Vamos! La redaña estará llena de quisquillas -dice Andrea.

Pero Martxel le señala el agua y dice:

– ¿No te ves? Ama dice que tu cara es…

– Si no vamos, las quisquillas se comerán toda la sardina -dice Andrea.

– ¿Por qué no te miras? -dice Martxel.

– Ya me miro. Parezco un bicho ahogado dentro del agua -dice Andrea.

– Yo veo la cara de Andrea, y Ama dice que tu cara es… -dice Martxel.

Andrea se levanta y corre hacia el mango de la redaña.

– ¡Que no te vean! ¡Sácala despacio! -dice Martxel.

Pero Andrea saca la redaña de golpe y mira a Martxel porque se le han escapado todas las quisquillas. Pienso que Martxel la va a matar. Pero ni siquiera la riñe.

– ¿Por qué no la metes en la misma cueva? -dice Andrea.

– Porque a las quisquillas no se les puede engañar dos veces -dice Martxel.

Martxel mete la redaña en otra cueva y luego regresa al mismo pozo, pero ahora no se tumba, se sienta con los pies colgando dentro del agua. Andrea se le acerca y se sienta a su lado. Se levanta las faldas cuando mete sus pies en el agua, junto a los de Martxel. Sus rodillas y sus muslos son muy blancos.

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