Ramiro Pinilla - La tierra convulsa

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Ambicioso fresco sobre la historia reciente del País Vasco, saga y la vez retrato de un microcosmos realista y mágico que es el pueblo de Getxo, Verdes valles, colinas rojas es la gran novela sobre la colisión entre un mundo que cambia y un pueblo que se resiste a todo cambio. La historia arranca a finales del siglo XIX con el enfrentamiento entre Cristina Onaindia, aristócrata casada con el rico industrial Camilo Baskardo, y Ella, una ambiciosa y astuta criada sin nombre que pone en peligro todos los valores tradicionales cuando anuncia que espera un hijo ilegítimo. Esa rivalidad prolongada durante décadas y que marca la historia de Getxo es comentada por dos figuras protagonistas: don Manuel, anciano maestro, y Asier Altube, su discípulo predilecto, que rememoran los meandros y ramificaciones de otras muchas historias derivadas de éstas, como la de Roque Altube, primogénito de un caserío enamorado de una agitadora socialista, o la de los niños Baskardo, que vivirán en su propia piel la locura aranista de la madre. Ramiro Pinilla domina como pocos la acción y los diálogos, y logra integrar, desde una perspectiva a la vez épica y lírica, la historia y los mitos de una región.

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Ahora, la veo acercarse con el gran sillón. No puede con él y lo trae a rastras.

– ¡No, así no, por Dios, que me raya todo el piso! -dice Ama.

– Pesa demasiado -dice la Chica.

– ¡Pamplinas! ¡Si fueras de buena raza…! Jacinta, enséñele -dice Ama.

Jacinta levanta el sillón y lo saca al jardín.

– Jacinta es de caserío -dice Ama a la Chica.

No sé cómo la Chica no ha podido, con lo fuerte y gorda que se ha puesto en las últimas semanas. Si se quitase la ropa que le cubre la tripa, todos le verían bien lo gorda que la tiene, como yo se la vi el otro día. Fue el viernes pasado. Entré en mi habitación cuando ella hacía mi cama.

– ¿Sabes guardar un secreto, Jaso? -dijo.

– Sí -dije.

– Los hombres deben saber guardar un secreto, y tú ya eres un hombre -dijo.

– ¿Qué secreto? -dije.

– Me serviría de Madia, pero tiene que ser un varón, un varón hijo -dijo.

– ¿Qué secreto? -dije.

– Súbete a la cama -dijo.

Me subí.

– Ponte de rodillas -dijo.

Me puse.

La Chica empezó a soltarse el vestido por la tripa y apareció un gran globo blanco, redondo, como la bola del mundo que me hace aprender el profesor.

– No me importa que lo toques -dijo.

Pero no lo toqué.

– ¿Es éste el secreto? -dije.

– Supongo que no serás una niña, ¿verdad? -dijo.

– No, yo no soy una niña -dije.

– ¿Estás seguro? -dijo.

– Sí -dije.

– ¿Y cómo puedo yo estar segura? Pareces una niña con esos rizos que te pone tu madre. ¿Sabes bajarte solo los pantalones? -dijo.

– Sí -dije.

– Pues vamos a ver si eres un niño o una niña -dijo.

Me bajé los pantalones.

– Sí, eres un niño -dijo.

Sentí el frío de su mano en mi pitilín. Luego, acercó su gran globo blanco y apoyó mi pitilín contra su ombligo, y allí lo tuvo.

– Así, así, así… Será un varón, será un varón, será un varón… -dijo.

– ¿Éste es el secreto? -dije.

– Necesito que sea un varón -dijo.

– ¿Éste es el secreto? -dije.

– Di, repite conmigo: «Soy Jaso Baskardo, un varón. Soy Jaso Baskardo, un varón. Soy Jaso Baskardo, un varón…» -dijo la Chica.

– «… soy Jaso Baskardo, un varón…, soy Jaso Baskardo, un varón soy…» ¿Para qué? -dije.

– ¡Repite! -dijo.

– «… soy Jaso Baskardo, un varón…» -dije. La Chica acarició mi cabeza y besó mi frente.

– Será como tú y tan poderoso como tú -dijo. Apretó aún más su ombligo contra mi pitilín-. Y, ahora, di: «Mi carne de varón traerá carne de varón». Repítelo.

– ¿Qué les pasa a tus tripas? -dije.

– ¡Repítelo! -dijo.

– «Mi carne de varón traerá carne de varón» -dije.

– No son mis tripas, sino el varón que ya vive en mi vientre, tu hermano -dijo.

Me apartó, se cerró el vestido y me ayudó a abrocharme la bragueta.

– Éste era el secreto -dijo la Chica.

Ahora Ama dice:

– ¡Vamos, todos a la mesa! A ver si llegamos a la tarta antes de que nos invadan los mosquitos… Jaso, en la presidencia, que para eso es hoy su día. ¿No le importa, don Eulogio?… Vosotras, Fabi y Andrea, seréis sus damitas de honor: una a su derecha y otra a su izquierda… Juan, al lado de Fabi. Y Martxel, con Andrea, ¿eh, Martxel?… ¿Y con qué damita ponemos a Anselmo? Me sentaré a su izquierda y yo seré su damita… Bueno, si no prefiere a la amama Ismene. -Todos reímos-. Usted, don Eulogio, entre amama y aitxitxe. Aitxitxe que se ponga donde le dé por más tiempo el último sol del día… ¡Oh, Dios, se nos olvidaba el rosario! Lo rezaremos en la misma mesa, ¿eh, don Eulogio? Ahora traigo rosarios para los que no lo tengan…

El birlocho de Aita aparece con las últimas letanías.

– ¡Aún queda esperanza para nosotros! -dice Ama con un suspiro.

Aita pasa por nuestras espaldas y nos besa a Martxel, a Fabi y a mí.

– ¿Qué tal marcha tu cumpleaños, Jaso? Siento mucho no haber podido ir a pescar con vosotros. ¿Te ha gustado el regalo? Buenas tardes, don Eulogio. Me excuso por llegar tarde -dice Aita.

– Siempre merecerá mi respeto el tiempo que hombres como usted, Camilo, emplean en levantar nuestro país para la mayor gloria de Dios -dice el padre Eulogio.

Aita entra en casa a lavarse y cambiarse de ropa.

– A esperar a nuestro dueño y señor -dice Ama con otro suspiro.

– Tengo hambre -dice Fabi.

– Cuéntaselo a tu padre -dice Ama.

– Pregunta a tu marido si ha rezado hoy el rosario -dice amama.

– Aquella vez que Félix Apraiz vio al Negro era de noche -dice Anselmo.

– Yo nunca iré a pescar de noche -dice Andrea.

– Si el Negro quiere, se deja ver también de día. Es tan valiente que no le da miedo ningún pescador -dice Martxel.

– Son muchos los que andan detrás de él, pero aún no ha nacido el hombre que pueda pescarlo -dice Anselmo.

– ¡Yo lo pescaré! -dice Martxel.

– Tú no eres un hombre -dice Ama.

– Un varón, ¿es un hombre? -digo.

– Sí -dice Ama.

– Y Martxel, ¿es un varón? -digo.

– Sí -dice Ama.

– Entonces, ¿por qué no es también un hombre? -digo.

– Porque aún no ha crecido -dice Ama.

– ¿Cuántos hermanos varones tengo? -digo.

– ¡Qué pregunta! Uno, Martxel -dice Ama.

– ¿Puede haber hermanos varones que no se ven? -digo.

– ¡Que empiece la fiesta! -dice Aita saliendo de casa.

– Jacinta, ya puede empezar a servir el chocolate y los churros -dice Ama.

– He seguido, paso a paso, vuestra bajamar de hoy -dice Aita, sentándose frente a Ama.

– Pues no te hemos visto -dice Martxel.

– Adivina dónde estaba. He visto cómo bajaba el agua y después cómo subía -dice Aita.

– ¡Ya sé, estabas arriba, en La Galea! -dice Martxel.

– No, estaba en Bilbao, en mi despacho… ¿No lo adivináis? ¡La ría! Nuestra ría es un brazo del mar, que tiene sus mismas mareas, y yo la veo desde mi despacho. A la hora de la bajamar total… ¡he cerrado los ojos y he visto a mis pequeños, pescando! -dice Aita.

Andan cuatro criadas alrededor de la mesa, sirviéndonos, con sus uniformes nuevos dibujados por Ama. La Chica ha llenado mi taza de chocolate. Me vuelvo a mirar su cara, pero ella tiene los ojos en el cazo con que ahora llena la taza de Fabi. No quiero pensar en el gran globo blanco que se le nota bajo el uniforme. Cogemos churros calientes de las fuentes que acaban de sacar.

– Bendiga la mesa, don Eulogio -dice Ama.

Silencio. Don Eulogio mueve la mano en el aire, y mueve los labios susurrando un Padrenuestro, y nosotros con él.

– Nunca he bendecido una mesa con más seguridad de agradar a Dios, pues no sólo tengo a mi alrededor a tres generaciones de una misma familia, sino que compartimos esta mesa con los humildes, como lo predicó Jesús -dice don Eulogio.

– Juan, Andrea y Anselmo saben que les queremos mucho y que siempre tienen abiertas las puertas de nuestra casa, porque todos los vascos somos iguales -dice Ama.

– Es en los cumpleaños cuando veo más claro el futuro de la familia. Nuestros hijos crecen sin pedirnos permiso, y un día, de pronto, nos tropezamos en casa con una persona casi desconocida y que ya está en edad de contraer matrimonio… Cristina, sigo pensando seriamente en los matrimonios de nuestros tres hijos -dice Aita.

– ¡No quiero que me hables más de ese asunto! ¿Está rico el chocolate, Jaso? -dice Ama.

– Para las grandes familias, el matrimonio de los hijos es una cuestión estratégica. Ahí tienes a los reyes, buscando príncipes para sus príncipes. Uno de mis socios de Madrid es el conde de Monteverde, una de las mayores fortunas de España. Tiene cinco hijos, dos varones y tres hembras, de la misma edad que los nuestros… -dice Aita.

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