Ramiro Pinilla - La tierra convulsa

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Ambicioso fresco sobre la historia reciente del País Vasco, saga y la vez retrato de un microcosmos realista y mágico que es el pueblo de Getxo, Verdes valles, colinas rojas es la gran novela sobre la colisión entre un mundo que cambia y un pueblo que se resiste a todo cambio. La historia arranca a finales del siglo XIX con el enfrentamiento entre Cristina Onaindia, aristócrata casada con el rico industrial Camilo Baskardo, y Ella, una ambiciosa y astuta criada sin nombre que pone en peligro todos los valores tradicionales cuando anuncia que espera un hijo ilegítimo. Esa rivalidad prolongada durante décadas y que marca la historia de Getxo es comentada por dos figuras protagonistas: don Manuel, anciano maestro, y Asier Altube, su discípulo predilecto, que rememoran los meandros y ramificaciones de otras muchas historias derivadas de éstas, como la de Roque Altube, primogénito de un caserío enamorado de una agitadora socialista, o la de los niños Baskardo, que vivirán en su propia piel la locura aranista de la madre. Ramiro Pinilla domina como pocos la acción y los diálogos, y logra integrar, desde una perspectiva a la vez épica y lírica, la historia y los mitos de una región.

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Sin embargo, en aquel año de 1942, a su muerte, descubrimos que su mito se hallaba por encima de todo esto, que era demasiado nuestro para ser sometido a juicio. Simplemente, advertimos esa sensación de vacío irreparable que acompaña a la ablación de un brazo o una pierna.

De modo que aquel mismo 3 de marzo, un día de llovizna triste, me dirigí al encuentro con don Manuel.

– Y, ahora, ¿quién de ellos le relevará?

Eran las seis y pocos minutos, la chavalería acababa de abandonar la escuela y don Manuel escuadraba las manoseadas hojas de los ejercicios -tan idénticas a las que yo usé en aquellos mismos pupitres que parecían ser las mismas- golpeando delicadamente su canto contra la misma mesa del maestro que también presidió mis clases.

– Más exactamente -dijo, sin interrumpir su trabajo-: ¿a quién se lo permitirá Ella, o quién tomará ese relevo a pesar de Ella? Quienquiera que herede el trono, ya no será lo mismo. A pocos humanos se les concede el privilegio de erigirse en creadores de mundos, de imponer a los demás casi un nuevo estilo de civilización, partiendo de cero o, al menos, partiendo de otro mundo, tan distinto y lejano que no sólo no deseaba el cambio, sino que ni siquiera sospechó que el destino iba a jugar con él a las liquidaciones.

Abrió una carpeta de cartón color teja, de bordes desmigados, introdujo en ella las hojas y la cerró con las gomitas de los ángulos.

– Camilo Baskardo, o Bascardo, con c, como él mismo empezó a escribir su apellido, castellanizándolo, a partir del frustrado intento de asesinato por parte de su hijo Josafat, en la segunda década del siglo -continuó don Manuel-. Camilo Bascardo, el marqués, ha muerto a falta de una verdadera descendencia. Deja dos hijos vivos y uno muerto, sin nietos de ninguno. Moisés, Josafat, Fabiola…, ninguno pudo hacer abuelo a Camilo. Sí que Fabiola tuvo a Flora, pero no del castrado de su marido.

– Y, aquí, entra Ella…

– Sí, «nuestro azote particular». Tiene ya setenta y dos años y se nos morirá (a pesar de todo, debemos creer que no es inmortal) sin que sepamos la razón íntima de su ensañamiento contra nuestra comunidad.

– Tenía hambre -señalé.

– Tenía odio -saltó don Manuel, con una repentina chispa angustiosa en sus ojos-. Pero, en ella, el odio no era simplemente humano, sino histórico. Quiero decir, que era un odio marcado por el destino, por nuestra fatalidad como pueblo; puesto en marcha con la implacabilidad de una plaga bíblica.

– Odio. Bien. Entonces, ¿por qué no pensar que fue elegida para desempeñar el papel de vengadora por esa muchedumbre de braceros explotada a diario en nuestras minas y fábricas? Históricamente, alguien tenía que hacerlo algún día. Incluso bíblicamente.

– No mezcles las cosas, Asier. Nuestro azote particular no fue elegido en ninguna asamblea de proscritos, sino que Ella se eligió a sí misma, eligió la intensidad de su odio y eligió a su víctima, a nosotros. -Le miré y movió la cabeza-. Bueno, al menos, concédeme que esa mujer apareció, surgió, brotó en Getxo e hizo lo que tenía que hacer, impulsada por esa razón íntima que, seguramente, ya nunca conoceremos. Y ahora no me refiero a esa otra razón histórica o bíblica que se sirvió de Ella como instrumento, y por la que podría resultar relativamente inocente; aunque la fatídica razón histórica o bíblica, ¿dónde habría encontrado un instrumento con el odio preciso y adecuado mejor que en Ella? En cualquier caso, estoy de acuerdo con la esposa de Camilo, a quien se le ha oído calificarla a Ella como «la Maldad», con mayúscula.

– Sencillamente, tenía hambre -repetí.

Don Manuel se puso en pie con la agilidad de un muchacho.

– ¡Pero nosotros éramos inocentes! -exclamó-. No nos merecíamos cómo nos trató. Si aún sobrevivimos se debe a que somos un pueblo fuerte.

«No cree en nada de lo que está diciendo», pensé. «Pero, ya, en 1942, es lo único que les queda a todos ellos.»

– Profanó nuestra tierra y a nuestras gentes. Humilló, mercantilizó cuanto tocó. No éramos, no somos perfectos, pero Ella precipitó la marcha de un tiempo prostituido que no nos merecíamos y que, si ya estaba corriendo sin su ayuda, la parte más sana de nuestro pueblo habría sabido cortar a tiempo el maldito proceso. Pero nuestro azote particular no lo permitió. No era, Asier, no era una simple mujer luchando por medrar (y esto lo habríamos soportado, lo hemos soportado en otros), sino un espíritu negro impregnando a personas y cosas, hasta lograr que el nuevo estilo les pareciera a todos no sólo irremediable sino natural e, incluso, apetecible. Y si Ella fue capaz de…

– A eso se le llama fe.

– … arrastrarnos… ¿Qué has dicho?

– Que eso es fe.

– ¿Fe?

Me miró como si yo acabara de inventar esa palabra.

– Sí, es fe. No hay duda de que es fe -pronunció, recomponiéndose trabajosamente por dentro, mientras regresaba a su silla dándome la espalda.

Y se lo tuve que decir:

– ¿Es usted el mismo hombre que en esta misma aula, y luego en las clases particulares de Altubena, me ensalzaba el saludable empleo de la razón por parte de los clásicos?

– Entre aquel hombre y el de hoy se ha interpuesto una guerra. Hoy me siento un animal perseguido.

Y aún me atreví a decirle:

– A un pueblo no se le ayuda con mentiras o medias verdades, y ninguna fe garantiza la verdad, ni siquiera la fe en nuestro pueblo.

Don Manuel se limitó a mirarme.

– Tengo muchos motivos para sentirme orgulloso de ti, Asier. Pero déjame con lo mío. ¿Quién ha dicho que yo busque la verdad?

Subí de un salto a la tarima y mis dos manos aplastaron su carpeta contra la tabla de la mesa. Supongo que su rostro recibió el viento de mis pulmones.

– Ellos ganaron la guerra, ¡bien!, pero usted ya era así antes incluso de que empezara. Y ¿sabe quién ganó esa guerra? No sólo Ella con su hijo Efrén y su nieto Cándido, ambos con el apellido Baskardo, no lo olvide, sino también vascos como Camilo Baskardo (o Bascardo, con c, que en nada rebaja su sangre vasca), Cristina Oiaindia, su mujer, y otros, otros vascos.

– Claro, claro… -suspiró él, y el siguiente minuto lo empleó en respirar profundamente.

Me enderecé y le permití que encontrara sus siguientes palabras.

– Yo no quería acudir al fácil recurso de la guerra: tú me has obligado. ¡No necesito para nada de nuestra maldita guerra, te lo aseguro! Y puedes pensar lo que quieras… Y, por cierto: ¿qué os enseñan en esa margen izquierda de la ría, la del mineral y los metales?

– Lo sabe usted perfectamente.

– Pero la cuestión no está en saber, sino en no olvidar, Asier, en no olvidar. Escucha: recitaré a los de tu propia sangre, como si fuera la lista de los reyes godos, ¿recuerdas? Satordi Altube, tu bisabuelo; Santiago Altube, tu tío abuelo; Zenón Altube, tu abuelo; Roque Altube, tu tío; y tu padre, Juan Altube; y dejo fuera a sus mujeres: todos, destruidos por Ella de un modo o de otro; destruidos su mundo y sus personas. Y tú, Asier Altube, te burlas de mi fe, que es ya lo único con lo que nos podemos enfrentar a…

– Pero esa mujer no llegó con odio, sino con hambre -insistí-. Tenía tanta hambre que nos han de parecer legítimas sus maquinaciones por medrar: necesitaba poner una buena distancia entre ella y aquello de lo que huía, fuera lo que fuese, pero en lo que el hambre figuró en primer lugar.

– No la defiendas, Asier Altube. Asier Altube, no…

– Tengo que hacerlo, y no tanto por mi falta de fe como por la suya. ¿No lo comprende? -Se había levantado por segunda vez, ahora para tomar el trapo del encerado y ponerse a borrar los palotes blancos, residuo de la última clase. Se lo impedí, agarrándole del brazo-. ¿No lo comprende? No podemos juzgar a esa mujer sin juzgarnos a nosotros mismos. Ella y nosotros componemos ya un solo cuerpo. No olvide que estamos en 1942 y que Ella llegó a Getxo en 1887, y desde entonces no se ha movido de entre nosotros. ¡Cincuenta y cinco años! ¿No se da cuenta? Más de medio siglo empapando nuestro tejido social… y recibiendo algo por nuestra parte. ¿O no? ¿Acaso no acaba de decir usted que somos un pueblo fuerte? El Getxo de hoy no es el mismo que el de hace cincuenta y cinco años. Ya no importa quién empapó más a quién. No importa quién sea el responsable del cambio…

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