Ramiro Pinilla - La tierra convulsa

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Ambicioso fresco sobre la historia reciente del País Vasco, saga y la vez retrato de un microcosmos realista y mágico que es el pueblo de Getxo, Verdes valles, colinas rojas es la gran novela sobre la colisión entre un mundo que cambia y un pueblo que se resiste a todo cambio. La historia arranca a finales del siglo XIX con el enfrentamiento entre Cristina Onaindia, aristócrata casada con el rico industrial Camilo Baskardo, y Ella, una ambiciosa y astuta criada sin nombre que pone en peligro todos los valores tradicionales cuando anuncia que espera un hijo ilegítimo. Esa rivalidad prolongada durante décadas y que marca la historia de Getxo es comentada por dos figuras protagonistas: don Manuel, anciano maestro, y Asier Altube, su discípulo predilecto, que rememoran los meandros y ramificaciones de otras muchas historias derivadas de éstas, como la de Roque Altube, primogénito de un caserío enamorado de una agitadora socialista, o la de los niños Baskardo, que vivirán en su propia piel la locura aranista de la madre. Ramiro Pinilla domina como pocos la acción y los diálogos, y logra integrar, desde una perspectiva a la vez épica y lírica, la historia y los mitos de una región.

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Esperó los informes de los siniestrados para lanzarse a la caza de la bestia. Entonces se supo que, cuando ya el resto de los habitantes había olvidado a las llamas, Efrén llevaba diecisiete años esperando aquel momento. Y se sospechó, asimismo, que el mantenimiento del misérrimo cuartucho -las verdaderas oficinas de seguros La Bolsa funcionaban, desde hacía diez años, en Bilbao y lo lógico habría sido que engulleran a la primitiva, sobre todo teniendo en cuenta que sólo se ocupaba de siniestros causados no por llamas de incendio sino por unos animales que casualmente se llamaban llamas (Efrén tuvo sumo cuidado en aclarar esto en la redacción de los contratos de 1907)-, tanto o más que para enorgullecerse de sus difíciles comienzos, fue para no cortar el cordón umbilical que le unía a la cuestión pendiente. Con los informes que fueron llegando al cuartito sobre los destrozos del animal, elaboró un plano de sus desplazamientos, pero los hechos se precipitaron cuando los faros de la camioneta del chatarrero León Esnarriaga deslumbraron a Crist ó bal en un viejo camino.

Lo que creyó ver León fue un burrito asustado y bajó de su vehículo con una cuerda y lo ató a la trasera y así se lo llevó a su destartalado garaje, y sólo al día siguiente descubrió que era uno de los viejos demonios, más bien lo presintió, pues su tamaño era menor y no se parecía a ellos, al menos no en todas sus partes, sólo en la cabeza y en el cuello que eran de auténtica llama, siendo el resto de mulo. Don Manuel -que fue el primero en precipitarse a verle- descubrió en el corralito a un animal más bien inofensivo, y no porque su parte de mulo, en centímetros cuadrados, superara a la otra: era su actitud, increíblemente pacífica para la situación en que se encontraba, como si aún no hubiera perdido la inocencia. «Sí, de acuerdo», me contaría don Manuel, «era una cría de menos de un año, pero lo suyo no era sólo bisoñez, ausencia de roce con el mal, es decir, con los hombres. Simplemente, era así, alguien le había hecho así, tan fuerte como para despreciar o ignorar a sus enemigos. Y aquí entra él.» La emoción de don Manuel al tener ante sí al híbrido procedía de que su presencia le hablaba del macho aún vivo o, al menos, que lo estuvo hasta hacía cosa de un año. «Fue como retroceder a aquel junio de 1907, con el chico de las llamas enfilando al macho hacia el gran monte. Siempre sospeché que lo pudo hacer solo, que no me necesitaba, que él sabía dónde estaba su única salvación, pero eligió lo otro, me eligió a mí, concedió a los hombres la oportunidad de intervenir en su salvación, que era también la nuestra.»

De modo que, por la razón que fuera -que nosotros sepamos, no lo había hecho en diecisiete años-, bajó del Gorbea a procrear y elegiría una burra y, más o menos, la raptaría. No se supo de ningún aldeano que, por esa época, echara en falta una burra, aunque sólo fuera por unos meses, pues es de suponer que regresaría a su cuadra después de la aventura, sola o con su hijo, que bien pudo quedarse arriba, con el padre. Han transcurrido demasiados años para que hoy nos quede alguna esperanza de saber de dónde venía el pequeño Crist ó bal al ser descubierto por León Esnarriaga. León quiso desprenderse de él inmediatamente, pero no lo podía hacer a pleno día, es decir, nadie debería saber que había soltado irresponsablemente a la bestia para que siguiera asolando plantíos y luego creciera y acabara liderando su propio rebaño y se reprodujera la vieja peste. Getxo no debía saber la verdad. Así, pues, se sentó a esperar la llegada de la noche, y al día siguiente haría correr la voz de que había partido la cadena de un mordisco.

Nada afectó a este proyecto la llegada de don Manuel a primera hora de la tarde, pero sí la de Efrén tres o cuatro horas después. Don Manuel contrastó el rostro aterrado de León Esnarriaga con el silencioso entendimiento entre el híbrido, Perico Orejas, sobrino de cinco años de León, y Pachín Arana, el simple de más de veinte años que vivía con ellos; no jugaban con el animal ni le tocaban, aunque lo tenían a dos palmos, los tres dentro del pequeño cercado de tablas, los tres pares de ojos a la misma altura. León dijo que llevaban así todo el día, que no había modo de apartarles del peligro ni con un palo. Durante largo tiempo, don Manuel asistió, casi sin respirar, al intercambio de miradas, y recordó al macho y se recordó a sí mismo y, por unos momentos, deseó tener aquella edad. Presintió que Perico y Pachín estaban a punto de pasar a los contactos. Crist ó bal -pasarían meses antes de que un ingenioso le bautizara así- parecía encontrarse muy a gusto con ellos. «¿Qué vas a hacer con este bicho?», preguntó don Manuel a León Esnarriaga. «¿Eh?», exclamó León, y era claro que creyó le habían adivinado sus intenciones. «No confíes en cargarle algún día con tu chatarra. No lo esperes. Nunca lo consentiría. Él es de otra clase», dijo don Manuel. «¿Quién espera algo de él?», exclamó León. «¿Sabes lo único que espero? ¡Perderlo de vista! ¿Crees que lo tengo aquí por gusto? ¿Qué harías tú en mi caso?» «Pasárselo a alguien que lo aceptara», dijo don Manuel. «¿Quién va a querer llevarse un demonio que tiene el mismo cuello y la misma cara que…?» Don Manuel esperó a la noche para recogerlo y poder llevar a cabo sin testigos el reintegro de Crist ó bal al refugio de su padre. Lo mismo que intentaría hacer Efrén al día siguiente, aunque con opuesta intención. Porque el animal ya durmió aquella noche en las cocheras del Palacio Galeón. Don Manuel se enteró de la venta cuando su madre le transmitió lo que había empezado a correr por el pueblo al oscurecer. Regresó a casa de León y lo agarró de la camisa. «¡Hicimos un trato! ¿Por qué no lo has respetado?» «¿Trato?», gruñó León. «Yo no te he vendido a ti nada.»

Curiosamente, fue el primer viaje que hacía Efrén en la limusina negra que acababa de recibir de Francia. La operación se cerró en un soplo, el tiempo que tardó Efrén en informar a León de su intención de comprarle la bestia, aunque habría bastado, simplemente, el llevársela, sin pago alguno, pues León se habría ahorrado las horas de tenerla hasta la llegada de don Manuel. Una cifra más ridícula tampoco habría supuesto impedimento, pero Efrén nombró una a la altura de su obsesión: 2000 pesetas. Y entonces intervinieron Perico y Pachín, cuando el chófer de Efrén se adelantó a tomar la cadena que León -muy excitado a causa del inesperado dinero que se iba a embolsar- no acertaba a soltar de la argolla de la pared; al menos, se hicieron notar ruidosamente: se interpusieron entre el híbrido y el chófer y apartaron a éste a patadas. «¡Quietos, quietos…!», gritaba León, tratando de dividirse entre sus sobrinos -para el pueblo, también Pachín Arana lo era- y la cadena. Le habían tomado al animal un cariño desmedido, si bien solía decir don Manuel que no se trataba de cariño sino de algo más profundo: la hermandad de inocencias entre un cachorro de llama y burro, un cachorro de hombre y un ejemplar de veintitantos años que nunca dejaría de ser un cachorro de hombre. «¿Queréis estar quietos?, ¿habéis comido ortigas?», proseguía León, más por calmarse a sí mismo que para contener a los enloquecidos. Al fin, arrojó el cabo de la cadena sobre el chófer y éste la recogió y tiró de ella para sacar a Crist ó bal del recinto, y entonces Perico y Pachín abrazaron al híbrido, más bien se colgaron de él, y los tres resistieron al chófer, y entretanto Efrén ponía en la mano de León los veinte billetes de cien y León los contaba y los hundía en el bolsillo de su pantalón y entonces se le vio enfrentarse seriamente al problema que ahora, de pronto, necesitaba una solución urgente como negocio.

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