Joanne Harris - Chocolat
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– No me gusta vivir tan cerca de la iglesia -ha dicho Joséphine con inquietud-. No soporto que ocurran este tipo de cosas en la puerta de enfrente.
– En China, la gente que asiste a los entierros se viste de blanco -le digo yo- y se intercambian regalos envueltos en llamativo papel rojo, a fin de que les traiga suerte. Encienden fuegos artificiales, hablan y ríen y bailan y lloran. Cuando termina todo, se lanzan uno tras otro sobre las brasas de la pira funeraria y se ponen a saltar, con lo que quieren glorificar el humo mientras se va elevando.
Me mira llena de curiosidad.
– ¿También has vivido en China?
Niego con la cabeza.
– No, pero en Nueva York conocimos a muchos chinos. Para ellos la muerte de una persona es una ocasión para celebrar su vida.
Joséphine me mira con aire dubitativo.
– No entiendo cómo es posible celebrar que uno se muera -dice finalmente.
– No, no es eso. Lo que se celebra es la vida. Toda la vida, incluso el final.
He cogido la chocolatera de la bandeja caliente y he llenado dos tazones.
Después he ido a la cocina a buscar dos merengues, todavía calientes y dulces bajo su envoltura de chocolate, y les he añadido crème chantilly espesa y avellanas picadas.
– No está bien que ahora nos comamos esto -ha dicho Joséphine, aunque he visto que, pese a todo, daba cuenta de todo.
Era casi mediodía cuando los de pompas fúnebres, aturdidos y deslumbrados por el sol que se derramaba a raudales, han salido de la iglesia. Nosotras ya habíamos terminado con el chocolate y los merengues y estábamos tratando de mantener la oscuridad a raya un rato más. Reynaud volvía a estar en la puerta y al poco rato las ancianas se han ido en un minibús, en uno de cuyos costados se leía, escritas en rutilantes letras amarillas, las palabras «Les Mimosas», y la plaza volvía a recobrar su normalidad. Así que ha visto desaparecer a toda la comitiva, Narcisse ha entrado en la tienda, sudando a mares a causa del apretado cuello de la camisa. Cuando le he dado el pésame se ha encogido de hombros.
– Ni la conocía siquiera -ha dicho con indiferencia-. Era una tía abuela de mi mujer. Hace veinte años que la internaron en Le Mortoir porque la cabeza no le regía.
Le Mortoir. El nombre ha provocado una mueca en Joséphine cuando lo ha oído. Detrás de los halagos que encierra la palabra «mimosa», eso es realmente el sitio, Le Mortoir, un lugar donde morir. Narcisse se ha limitado a obedecer los convencionalismos pero, en realidad, esa mujer ya había muerto hace muchísimo tiempo.
He servido a Narcisse un chocolate, negro, dulce y amargo a la vez.
– ¿Quiere un trocito de tarta? -le he ofrecido.
Se quedó reflexionando un momento.
– Mejor no, estoy de luto -ha declarado de forma abstrusa-. ¿De qué es el pastel?
– Bavaroise, con caramelo encima.
– Quizá tomaré una porción, pero muy pequeña.
Joséphine estaba contemplando la plaza vacía a través del cristal del escaparate.
– El hombre aquel vuelve a andar por aquí -observa-. El de Les Marauds. Ahora va a la iglesia.
Salió a la puerta a mirar. Roux estaba de pie junto a la puerta lateral de Saint-Jérôme. Parecía agitado, se movía inquieto, descargando su peso de un lado a otro, los brazos fuertemente apretados al cuerpo, como si tuviera frío.
Seguro que había sucedido algo. Sentí de pronto un pánico repentino. Había ocurrido algo increíblemente terrible. Mientras observaba a Roux, vi que se volvía de pronto hacia La Praline, y se acercaba corriendo a la puerta. Y ahí se ha quedado, parado, con la cabeza gacha, rígido el cuerpo, con aire culpable y desazonado.
– Armande… -dijo-, creo que la he matado.
Nos quedamos mirándolo, atónitas. Hace un gesto torpe de impotencia con las manos, como si quisiera barrer los malos pensamientos.
– He venido a buscar al cura. Ella no tiene teléfono y he pensado que quizás él… -se interrumpió.
El dolor que sentía deformaba su voz y sus palabras sonaban exóticas e incomprensibles, una lengua en la que abundaban los sonidos guturales e inarticulados y que igual habría podido ser árabe que español que verlan o que una extraña mezcla de las tres lenguas.
– Me ha dicho… que fuera a la nevera y… que dentro había un medicamento… -se volvió a interrumpir, cada vez más agitado-. Yo ni la he tocado. Es que no la he tocado siquiera. Yo no habría… -ha dicho las palabras con esfuerzo, como si las escupiera o tuviera los dientes rotos-. Ahora dirán que he sido yo. Que quería robarle el dinero. Y no es verdad. Le he dado un poco de coñac y entonces ella…
Se ha callado y he visto que hacía un esfuerzo para dominarse.
– Está bien -le dije con calma-. Me lo contará por el camino. Joséphine se quedará en la tienda. Narcisse telefoneará al médico desde la floristería.
Continuó insistiendo:
– No quiero volver. He hecho todo lo que he podido. No quiero…
Lo agarré por el brazo y le obligué a acompañarme.
– No hay tiempo para esas cosas. Necesito que venga conmigo.
– Dirán que he sido yo. La policía…
– Armande lo necesita. ¡Vamos!
Camino de Les Marauds oí el resto de aquella noticia inconexa. Roux, avergonzado de su intemperancia el día anterior en La Praline y al ver que estaba abierta la puerta de casa de Armande, decidió hacerle una visita y se la encontró sentada, medio inconsciente, en la mecedora. Consiguió despertarla y escuchar sus palabras: «medicina… nevera…» Sobre la nevera había una botella de coñac, llenó un vaso y la obligó a bebérselo introduciéndole el líquido entre los labios.
– Pero estaba… desmayada. Me ha sido imposible hacerla volver en sí -me pareció que la angustia se iba mitigando-. Entonces me he acordado de que era diabética. Probablemente la he matado al tratar de ayudarla.
– Usted no la ha matado -me había quedado sin aliento con tanto correr y notaba una punzada en el costado izquierdo-. Se pondrá bien. Gracias a usted aún estamos a tiempo.
– Pero ¿y si se muere? ¿Quién me va a creer? -ha dicho con voz áspera.
– Tranquilícese. El médico no tardará en llegar.
La puerta de Armande sigue abierta, hay un gato acurrucado en medio del umbral. Al otro lado la casa está sumida en silencio. De un canalón desprendido del tejado cae un chorrito de agua de lluvia. Veo los ojos de Roux que le echan una ojeada rápida y profesional, como si dijeran: «Tengo que arreglar esto». Se detiene en la puerta, parece que espera que le den permiso para entrar.
Armande está tendida en la estera delante de la chimenea, tiene la cara grisácea, un color como de seta oscura. Los labios tienen un tono azulado. Por lo menos Roux la ha colocado en la posición adecuada y ahora le pone un brazo debajo de la cabeza y el cuello formando un ángulo para facilitarle la respiración. Está inmóvil, pero un tembloroso aleteo de respiración rancia que se le escapa entre los labios me dice que está viva. En el suelo, junto a ella, tiene la labor de tapicería y, sobre la estera, el café que ha derramado forma la mancha de una coma. La escena tiene una inmovilidad extraña, parece el plano fijo de una película muda. Le toco la piel, que está fría y tiene un tacto como de pescado. A través de los párpados, tenues como crespón mojado, se le transparenta claramente el negro iris de las pupilas. La falda negra, levantada apenas por encima de las rodillas, deja ver un volante carmesí. Siento que me sube por dentro un repentino acceso de ternura cuando veo sus viejas rodillas artríticas recubiertas con las medias negras y las vistosas enaguas de seda debajo de la tosca bata.
– ¿Y bien? -la angustia que embarga a Roux lo impulsa a hablar como si gruñera.
– Creo que se pondrá bien.
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