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Joanne Harris: Chocolat

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Joanne Harris Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Joanne Harris Chocolat Título original Chocolat 1998 Roser Berdagué Costa - фото 1

Joanne Harris

Chocolat

Título original: Chocolat

© 1998, Roser Berdagué Costa, por la traducción

En memoria de mi bisabuela

Marie-André Sorin (1892-1968)

Agradecimientos

Doy las gracias de todo corazón a cada uno de los que me han ayudado a hacer este libro posible: a mi familia por su apoyo, servicio de guardería y su incondicional apoyo. A Kevin por encargarse del fastidioso papeleo, a Anouchka por prestarme a Pantoufle. Gracias también a mi indomable agente Serafina Clarke y a mi editora Francesca Liversidge, a Jennifer Luithlen y Elisabeth Atkins, así como a mi casa editora, que me han hecho sentirme bienvenida. Finalmente, gracias muy particulares al compañero autor Christopher Fowler por encenderme las luces.

1

11 de febrero

Martes de Carnaval

Llegamos con el viento de carnaval. Un viento cálido para el mes de febrero, impregnado de los aromas grasos y calientes de tortas y salchichas fritas, de gofres espolvoreados con azúcar de lustre que cuecen en una plancha a nuestro lado, junto a la acera, mientras el confeti se nos cuela por el cuello y los puños de la ropa y se arremolina junto al bordillo como un estúpido antídoto del invierno. La multitud que se alinea en la estrecha Rue Principale está presa de una febril excitación. Asoman ávidas cabezas que pugnan por vislumbrar el char cubierto de papel crespón, las serpentinas y rosetas de papel que arrastra. Anouk, con ojos como platos y con un globo amarillo en una mano y una trompeta de juguete en la otra, lo observa todo, apostada entre una cesta de la compra y un perro pardo y tristón. Las dos hemos visto otros carnavales, ella y yo: una procesión de doscientas cincuenta carrozas engalanadas el último Martes de Carnaval en París, de ciento ochenta en Nueva York, dos docenas de bandas de música en Viena, payasos con zancos, Grosses Têtes balanceando sus cabezotas de papier-mâché, deslumbrantes señoritas aporreando tambores y haciendo molinetes con los bastones. Pero el mundo, cuando se tienen seis años, posee un brillo especial. Una carroza de madera, con una improvisada decoración de dorados, crespones y escenas de cuentos de hadas, la cabeza de un dragón en un escudo, Rapunzel con peluca de lana, una sirena con cola de celofán, una casita de pan de jengibre hecha con alcorza y cartones dorados, sin que falte la bruja en la puerta agitando sus uñas verdes y extrañas en dirección a un grupo de niños que miran en silencio… Cuando se tienen seis años se perciben sutilezas que un año más tarde ya no se captan. Detrás del papier-mâché, de la alcorza, del plástico, todavía se ve a la bruja de verdad, la magia de verdad. Anouk levanta los ojos y me mira, con esos ojos que tienen el verde azulado de la Tierra cuando se la contempla desde muy alto, un color fulgurante.

– ¿Nos quedamos? ¿Nos quedaremos aquí?

Tengo que recordarle que debe hablar en francés.

– Está bien, pero ¿nos quedaremos aquí?

Se me agarra a la manga. Su cabello es algodón de azúcar agitado por el viento.

Reflexiono. Un lugar como otro cualquiera. Lansquenet-surTannes, doscientas almas a lo sumo, población indicada apenas en la rápida carretera que se tiende entre Toulouse y Burdeos. Parpadeas y ni la ves. La Rue Principale, una doble hilera de casas de color parduzco con muros de entramado de madera, apelotonadas como si secreteasen, unas callejas laterales que discurren paralelas, como las púas de un tenedor doblado. Una iglesia, agresivamente encalada, levantándose en una plazoleta rodeada de tiendas. Alquerías diseminadas por la tierra vigilante. Huertas, viñedos, franjas de tierra cercadas y ordenadas según la rígida segregación que impera en las casas de labranza: manzanas aquí, kiwis allá, melones y endibias debajo de su negra envoltura de plástico, viñas que con el débil sol de febrero parecen muertas y agostadas pero que esperan la triunfante resurrección de marzo… Y detrás de todo, el Tannes, humilde tributario del Garona, con sus dedos de agua abriéndose camino entre pastos y marjales. ¿Y la gente? Se parece mucho a la que ya conocemos, quizá más pálida por culpa del sol avariento, un color de piel un poco ceniciento. Los pañuelos atados a la cabeza y las boinas del mismo color que el cabello que cubren: castaño, negro o gris. Las caras están arrugadas como las manzanas del verano pasado, los ojos están hundidos en la carne marchita, igual que canicas incrustadas en pasta rancia. Algunos niños, jirones fugaces de color rojo, verde lima y amarillo, parecen de otra raza. Mientras el char avanza pesadamente por la calle detrás del vetusto tractor que lo arrastra veo a una mujer gruesa de rostro cuadrado y desazonado que se ciñe fuertemente al cuerpo un abrigo de lana a cuadros al tiempo que grita algo en el dialecto local, comprensible apenas. En el carro está arrellanado un trasnochado Santa Claus entre hadas, sirenas y gnomos, que arroja caramelos a la multitud con mal refrenada agresividad. Un viejo de facciones contraídas, que en lugar de la boina que se estila en la región lleva un sombrero de fieltro, coge en brazos al perro pardo y tristón que se me ha metido entre las piernas; el hombre me mira como excusándose. Veo sus dedos huesudos y delicados que manosean el pelaje del perro. El animal gimotea. En la expresión del amo se mezcla ahora la preocupación con el afecto y el remordimiento. Nadie nos mira. Igual podríamos ser invisibles, nuestra indumentaria nos clasifica como forasteras, transeúntes. Pero ellos son educados, muy educados; nadie nos observa. La mujer, con los largos cabellos metidos dentro del cuello del abrigo naranja, la larga bufanda de seda que lleva en torno al cuello aleteando con el viento; el niño calzado con botas amarillas de lluvia, el impermeable de plástico azul celeste. Los colores los delatan. Su ropa es exótica, sus caras -¿demasiado pálidas o demasiado oscuras?-, sus cabellos los delatan: son los otros, los extranjeros, los poseedores de una indefinible extrañeza. Los habitantes de Lansquenet conocen ese arte de la observación que sabe prescindir del contacto visual. Noto su mirada como un hálito de viento en la nuca; curiosamente no es hostil pero sí frío. Para ellos somos una curiosidad, una parte del carnaval, una vaharada que llega de tierras lejanas. Siento sus ojos clavados en nosotras cuando me vuelvo a comprar una galette al vendedor ambulante. El envoltorio de papel está caliente e impregnado de grasa; el bollo de harina oscura tiene los bordes quebradizos pero el corazón consistente y sabroso. Desprendo un trocito y se lo doy a Anouk, le limpio la mantequilla con que se ha embadurnado la barbilla. El vendedor es calvo y rechoncho, lleva gafas de gruesos cristales; los vapores de la plancha le han puesto la cara pringosa. Guiña el ojo a Anouk. Con el otro no se pierde detalle, sabe que ahora vendrán las preguntas.

– ¿De vacaciones, madame?

El protocolo del pueblo le da derecho a preguntar; detrás de la indiferencia del comerciante descubro una auténtica avidez. Se impone la curiosidad: Agen y Montauban están tan cerca que los turistas son aquí una rareza.

– Sí, de momento.

– ¿Son de París?

Lo dirá por la ropa. En esta tierra multicolor la gente tiene un tinte apagado. El color es un lujo, se destiñe fácilmente. Las flores detonantes de las cunetas son hierbajos, una intromisión, una inutilidad.

– No, no, de París no.

El char ya está al final de la calle. Una pequeña banda -dos pífanos, dos trompetas, un trombón y un tambor con bordón- le va a la zaga, interpretando una marcha desmayada e inidentificable. Una docena de chavales se afanan detrás, dedicados a recoger los caramelos sobrantes. Algunos van disfrazados: descubro a la Caperucita Roja y a un ser peludo que por las trazas debe de ser el lobo y que pelea, inofensivo, para hacerse con un puñado de serpentinas.

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