Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Las mujeres lo han curioseado todo, riendo por lo bajo igual que colegialas, titubeantes pero disfrutando de su travesura colectiva.

– ¿Usted lo hace todo? -pregunta Cécile, propietaria de la farmacia de la Rue Principale.

– Yo tendría que renunciar a estas cosas en cuaresma -comenta Caroline, una rubia regordeta que lleva un cuello de pieles.

– No se lo diré a nadie -le prometo y después, refiriéndome a la mujer del abrigo escocés que seguía escrutando el escaparate, añado-: ¿No piensan decir a su amiga que pase?

– No, no viene con nosotras -replica Joline Drou, una mujer de facciones duras que trabaja en la escuela local y que ha echado una ojeada a la mujer de rostro cuadrado que miraba el escaparate y me informa-. Es Joséphine Muscat -al pronunciar el nombre, su voz deja traslucir una cierta conmiseración-. Dudo que entre.

He visto que Joséphine, como si hubiera oído sus palabras, se ruborizaba ligeramente y la cabeza se le vencía hacia adelante, inclinada sobre el abrigo escocés. Ha levantado la mano y se la ha llevado al estómago en un gesto extrañamente protector. Veo que su boca, con las comisuras perpetuamente vueltas hacia abajo, se movía ligeramente como si musitase una oración o lanzase una maldición por lo bajo.

He servido a las señoras -una caja blanca, cinta dorada, dos cornets de papel, una rosa, un lazo rosado de San Valentín- entre exclamaciones y risas. En la calle, Joséphine Muscat seguía murmurando entre dientes, balanceando el cuerpo y apretándose el estómago con gesto torpe. Después, justo en el momento en que he terminado con la última clienta, ha levantado la cabeza en actitud desafiante y ha entrado. El último pedido había sido prolijo y entretenido. Madame quería algo especial, una caja redonda, cintas, flores y corazones dorados y una tarjeta de visita en blanco -cuando lo ha dicho las señoras han puesto los ojos en blanco como en éxtasis pero se han reído con picardía (¡ji, ji, ji, ji!)- o sea que he estado a punto de no darme cuenta. Las manazas, pese a lo grandes, son muy ágiles, manos toscas y rápidas enrojecidas por los trabajos domésticos. Una sigue colocada sobre el estómago, pero la otra revolotea rápida en el aire con un gesto parecido al de un pistolero al desenfundar el arma y de pronto el paquetito plateado con su rosa -cuyo precio son diez francos- ha desaparecido del estante para ir a parar al bolsillo de su abrigo.

¡Buen trabajo!

He hecho como si no lo hubiera visto hasta que las mujeres han salido de la tienda con los paquetes. Así que se ha quedado sola delante del mostrador, Joséphine ha hecho como si examinase las cosas expuestas y hasta ha tocado un par de cajas con dedos cautos pero nerviosos. Cerré los ojos. Las ideas que me transmitía eran complejas, turbadoras. A través de mis pensamientos desfila una rápida sucesión de imágenes: humo, un puñado de rutilantes baratijas, unos nudillos ensangrentados. Y por detrás de ellas, una inquieta contracorriente de desazón.

– Madame Muscat, ¿puedo servirla en algo? -lo he dicho con voz suave y afable-. ¿O sólo quiere echar una ojeada?

Farfulla unas palabras inaudibles y se da la vuelta como si se dispusiera a marcharse.

– Creo que tengo una cosa que puede gustarle -meto la mano debajo del mostrador y saco un paquetito envuelto en papel de plata muy parecido al que ella me ha cogido, aunque más grande. Está atado con una cinta blanca que lleva cosidas unas minúsculas florecillas amarillas. La mujer se ha quedado mirándome mientras su boca esbozaba un gesto de inquietud y se torcía en una mueca de pánico. He empujado el paquete sobre el mostrador en dirección hacia ella.

– Invita la casa, Joséphine -le digo en tono amable-. No tiene importancia. Sé que es su golosina favorita.

Joséphine Muscat ha dado media vuelta y ha salido precipitadamente de la tienda.

5

Sábado, 15 de febrero

Sé que no es el día que acostumbro a venir, mon père, pero necesitaba hablar. La panadería se abrió ayer. Pero no es una panadería. Cuando me desperté ayer, a las seis de la mañana, ya habían retirado la tela de protección que la cubría, estaban colocados el toldo y los postigos y levantada la persiana arrollable del escaparate. Lo que antes era un caserón corriente y más bien destartalado, como tantos otros de por aquí, se había convertido en una especie de tarta roja y dorada que se recortaba sobre un deslumbrante fondo blanco. En los maceteros de las ventanas hay rutilantes geranios rojos y en torno a las barandillas se retuercen guirnaldas de papel crespón. Y coronándolo todo, un letrero de madera de roble en el que aparece el nombre de la tienda trazado con letra inglesa:

La Céleste Praline

Chocolaterie Artisanale

No puedo decir otra cosa: me parece una ridiculez. Una tienda como esta podría encajar en Marsella o en Burdeos… incluso en Agen, donde el comercio turístico está cada día más pujante. ¡Pero en Lansquenet-sur-Tannes! ¡Y nada menos ahora, al principio de la cuaresma, la época en que por tradición hay que privarse de todo! Parece una perversidad y, encima, deliberada. Esta mañana me he fijado en el escaparate. Hay un estante de mármol blanco, sobre el que se alinean una gran cantidad de cajas, paquetes, cucuruchos de papel de plata y de oro, rositas, campanas, flores, corazones y largas cintas rizadas y multicolores. Hay bandejas y campanas de vidrio llenas de bombones, pralinés, pezones de Venus, trufas, mendiants, frutas confitadas, ramos de avellanas, conchas de chocolate, pétalos de rosa confitados, violetas azucaradas… Todo protegido del sol por la persiana entrecerrada que sirve para tamizar la luz y hace que todo brille y reluzca profundamente como un tesoro oculto y recién descubierto, cueva de Aladino llena de deslumbrantes maravillas. Y en medio del escaparate, un magnífico centro: una casa de pan de jengibre con las paredes de pain d’épices recubierto de chocolate, con el detalle de sus tuberías de azúcar plateado y dorado que las recorren, sus baldosas de frutos secos bañados de chocolate, cada una con su fruta azucarada, sus curiosas parras de azúcar y chocolate que trepan por los muros y hasta sus pajarillos de mazapán que parecen cantar en árboles de chocolate… Y también la bruja, recubierta de chocolate negro desde la punta del sombrero hasta el borde de la larga capa, montada a horcajadas en el palo de una escoba que en realidad es una gigantesca rama de guimauve y con esos largos y retorcidos dulces de malvavisco que se ven colgados en los puestos de golosinas los días de carnaval… Desde la ventana de mi casa veo la suya, como un ojo que me hiciera un guiño con intención de conchabarse astutamente conmigo. Caroline Clairmont se ha saltado la promesa que hizo en cuaresma por culpa de esa tienda y de las cosas que vende. Ayer me dijo en confesión, con esa voz aniñada y jadeante que le sale cuando no cumple sus promesas de enmienda:

– ¡Oh, mon père, no sabe cuánto lo siento! Pero ¿qué quería usted que hiciese si esa mujer es tan encantadora y tan simpática? Quiero decirle que ni me di cuenta de lo que hacía hasta que ya fue demasiado tarde, aunque si alguien tuviera que privarse de chocolate… quiero decir que si me fijo en cómo se me han puesto las caderas este año pasado o esos dos años pasados me doy cuenta de que estoy como un globo y de veras que quisiera morirme…

– Dos aves.

¡Vaya con la mujer! Observo sus ojos golosos y ávidos a través de la celosía del confesionario. Finge disgusto ante mi brusquedad.

– ¡Sí, claro, mon père!

– Y recuerde por qué ayunamos en cuaresma. No lo hacemos por vanidad. Ni tampoco para impresionar a nuestros amigos. Ni para lucir las modas lujosas de la próxima temporada.

Me muestro brutal aposta, porque es lo que ella quiere.

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