Joanne Harris
Zapatos de caramelo
Nuevamente, mi más sentido agradecimiento a cuantos contribuyeron a guiar esta novela desde los patucos hasta los pasos con tacones. A Serafina Clarke, Jennifer Luithlen, Brie Burkeman y Peter Robinson; a Francesca Liversidge, mi fabulosa editora; a Claire Ward por el fantástico diseño de cubierta; a Louise Page-Lund, mi extraordinaria publicista, y a todos los amigos de Transworld en Londres. También quiero dar las gracias a Laura Grandi, de Milán, así como a Jennifer Brehl, Lisa Gallagher y a los que trabajan en Harper Collins de Nueva York. Asimismo, vaya mi gratitud a Anne Riley mi representante; a Mark Richards por ocuparse del sitio web; a Kevin por encargarse de todo; a Anouchka por las enchiladas y por Kill Bill; a Joolz, la malvada tía de Anouchka, y a Christopher, nuestro hombre en Londres. Deseo manifestar mi especial agradecimiento a Martin Myers, el superrepresentante que estas navidades salvó mi cordura, y a los leales representantes, libreros, bibliotecarios y lectores que garantizan que mis libros continúen en las estanterías.
Mi é rcoles, 31 de octubre.
V í spera del d í a de Todos los Santos (fiesta de los Muertos)
Es un hecho relativamente poco conocido que, en el transcurso de un año, se envían cerca de veinte millones de cartas a los muertos. Las viudas afligidas y los futuros herederos se olvidan de interrumpir el reparto de la correspondencia, de modo que las suscripciones a revistas no se cancelan, no avisan a los amigos lejanos y las multas por retraso en los préstamos bibliotecarios continúan sin pagar. Eso significa veinte millones de circulares, extractos de cuentas bancarias, tarjetas de crédito, misivas amorosas, correo basura, tarjetas de felicitación, cotilleos y facturas que cada día caen sobre los felpudos o los suelos de parquet, se lanzan descuidadamente a través de las verjas, se meten por la fuerza en los buzones, se acumulan en las escaleras y se abandonan en porches y umbrales, por lo que jamás llegan a sus destinatarios. A los muertos no les importa y, lo que es más significativo si cabe, a los vivos tampoco. Los vivos siguen con sus míseros problemas sin saber que a muy poca distancia tiene lugar un milagro: los difuntos recobran la vida.
No hace falta gran cosa para resucitar a los muertos: un par de facturas, un nombre, un código postal; lo que se puede encontrar en cualquier bolsa de basura doméstica, destrozada (tal vez por los zorros) y depositada en el umbral como si fuese un regalo. Aprendes mucho de la correspondencia abandonada: nombres, resúmenes bancarios, contraseñas, direcciones electrónicas y códigos de seguridad. Mediante la combinación adecuada de detalles personales puedes abrir una cuenta bancaria, alquilar un coche e incluso solicitar un nuevo pasaporte. Los muertos ya no necesitan esas cosas. Como he dicho, se trata de un regalo a la espera de que alguien lo recoja.
A veces el destino lo entrega en mano y merece la pena estar alerta. Carpe diem y que el diablo pille al último. De ahí que siempre leo las necrológicas y, en ocasiones, me las apaño para adquirir la identidad incluso antes de que se celebre el funeral. Por ese motivo al ver el letrero y el buzón con un fajo de cartas acepté el regalo con una ufana sonrisa.
Obviamente, no se trataba de mi buzón. El servicio postal de esta ciudad es uno de los mejores y las cartas casi nunca se pierden. Es otra de las razones por las que prefiero París: lo dicho, la comida, el vino, los teatros, las tiendas y las oportunidades casi ilimitadas. Pero París es cara, ya que los gastos generales son extraordinarios y, por añadidura, hacía tiempo que tenía muchas ganas de reinventarme. No había corrido riesgos durante cerca de dos meses y daba clases en un liceo del distrito XI, pero tras los problemas recientes había decidido hacer borrón y cuenta nueva (llevándome veinticinco mil euros de los fondos departamentales, que ingresaría en una cuenta abierta a nombre de una ex colega y retiraría discretamente a lo largo de un par de semanas) y echar un vistazo a los apartamentos de alquiler.
En primer lugar investigué la Rive Gauche. Las propiedades estaban fuera de mi alcance, pero la chica de la agencia no lo sabía. Con mi acento inglés, el nombre de Emma Windsor, el bolso Mulberry colgado al desgaire a la altura del codo y el delicioso susurro de Prada en mis pantorrillas cubiertas por las sedosas medias pasé una agradable mañana mirando escaparates.
Había dicho que solo quería visitar propiedades sin muebles.
Había varias en la Rive Gauche: apartamentos de generosas habitaciones que daban al río, pisos que más bien eran mansiones con jardín en la azotea y áticos con suelo de parquet.
Los rechacé con cierto pesar, aunque no pude resistirme a coger un puñado de cosas útiles: una revista, todavía envuelta, con el número de cliente del destinatario; varias circulares y, en una vivienda, una mina de oro: una tarjeta bancaria a nombre de Amélie Deauxville que, para activarla, solo hay que hacer una llamada telefónica.
Di mi número de móvil a la chica de la inmobiliaria. La cuenta pertenece a Noëlle Marcelin, cuya identidad adquirí hace varios meses. Los pagos están al día y la pobre murió el año pasado, a los noventa y cuatro, lo que significa que quienquiera que rastree las llamadas tendrá dificultades para encontrarme. Mi conexión a internet también está a su nombre y estoy al día de pago. Noëlle es demasiado preciosa como para perderla. De todas maneras, nunca se convertirá en mi identidad principal. Para empezar, no quiero tener noventa y cuatro años y, por si eso fuera poco, estoy harta de recibir publicidad de sillas elevadoras para escaleras.
Mi último personaje público fue Françoise Lavery, profesora de inglés en el liceo Rousseau del distrito XI: viuda de treinta y dos años, nacida en Nantes y casada con Raoul Lavery, fallecido en un accidente de tráfico la víspera de nuestro aniversario; en mi opinión, un toque bastante romántico que explica su ligero aire de melancolía. Vegetariana estricta, bastante tímida, diligente aunque sin el talento necesario para representar una amenaza; en conjunto, una tía simpática…, lo que demuestra que las apariencias engañan.
Hoy soy otra. Veinticinco mil euros es una cifra considerable y siempre existe el riesgo de que alguien intuya la verdad. La mayoría de las personas ni se enteran, ni siquiera se enterarían si alguien cometiera un crimen delante de sus narices, pero no he llegado hasta aquí corriendo riesgos y sé muy bien que lo más seguro consiste en ir de aquí para allá.
Por eso viajo ligera de equipaje: una destartalada maleta de piel y un ordenador portátil Sony que alberga los elementos necesarios para preparar un centenar de identidades; además, puedo liar el petate, borrar mis huellas y desaparecer en una tarde.
Así se esfumó Françoise. Quemé sus documentos, la correspondencia, los resúmenes bancarios y las notas. Cerré las cuentas a su nombre. Regalé libros, ropa, muebles y todo lo demás a la Cruz Roja. No es aconsejable apoltronarse.
A partir de ese momento necesitaba encontrarme de nuevo. Me alojé en un hotel barato, pagué con la tarjeta de Amélie, me quité la ropa de Emma y salí de compras.
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