Por si no lo sabes, mi sombra tiene nombre. Se llama Pantoufle. Mamá dice que tuve un conejo llamado Pantoufle, aunque lo cierto es que no recuerdo si era real o un juguete. En ocasiones mamá lo denomina «tu amigo imaginario», pero estoy casi segura de que estaba realmente presente, como una sombra gris y peluda a mis pies o hecho un ovillo en mi cama por la noche. Todavía me gusta pensar que me vigila mientras duermo y que corre a mi lado para vencer al viento. A veces lo siento. En ocasiones incluso lo veo, aunque mamá dice que solo es producto de mi imaginación y no le gusta que lo mencione, ni siquiera en broma.
Últimamente mamá apenas bromea o ríe. Tal vez sigue preocupada por Rosette. Sé que se inquieta por mí. En su opinión, no me tomo la vida en serio ni adopto la actitud adecuada.
¿Zozie se toma la vida en serio? ¡Ay, tío! Apuesto lo que quieras a que no. Con unos zapatos así nadie se toma la vida en serio. Estoy segura de que fue por los zapatos por lo que me cayó bien en el acto. Fue por los tacones rojos, por la forma en la que se detuvo frente al escaparate y miró y por la certeza que tuve de que vio a Pantoufle, no solo una sombra, a mis pies.
Mi é rcoles, 31 de octubre
Bueno, me gusta pensar que tengo buena mano para los niños… y para los padres; forma parte de mi encanto. Está claro que no puedes dedicarte a los negocios sin cierto encanto y en mi especialidad, en la que el premio es más personal que las vulgares posesiones, se vuelve imprescindible tocar la existencia que adoptas.
Tampoco puedo decir que la vida de esa mujer me interesase especialmente. Al menos no me preocupaba en ese momento, aunque debo reconocer que me había intrigado. No podía decir lo mismo de la difunta ni del local propiamente dicho: muy bonito, pero demasiado pequeño y limitado para alguien con mis ambiciones. Por su parte, la mujer me intrigaba y la niña…
¿Creéis en el amor a primera vista?
Me lo sospechaba. Yo tampoco, aunque…
La llamarada de colores a través de la puerta entreabierta… La insinuación atormentadora de cosas entrevistas y experimentadas a medias… El tintineo de las campanillas colgadas en la puerta… Todo eso despertó, en primer lugar, mi curiosidad y, en segundo, mi espíritu codicioso.
Entendedme bien, no soy ladrona. Ante todo soy coleccionista. Es algo que practico desde los ocho años. Antes coleccionaba dijes para mi pulsera y ahora me dedico a los individuos: sus nombres, secretos, historias y vidas. Reconozco que en parte lo hago para obtener beneficios, pero de lo que más disfruto es de la emoción de la caza, de la seducción, de la refriega y del momento en el que la piñata se rompe…
Eso es lo que más me gusta.
– Niños… -musité y sonreí.
Yanne suspiró.
– Crecen demasiado rápido y se van casi sin que te des cuenta. -La niña siguió corriendo callejón abajo. Yanne gritó-: ¡No te alejes demasiado!
– No se alejará.
La madre parece la versión domada de la hija: pelo negro corto, cejas rectas y los ojos como el chocolate amargo; la misma boca carmesí, terca, generosa y con las comisuras ligeramente elevadas; el mismo aspecto extranjero y exótico pese a que, más allá de la primera vislumbre de colores a través de la puerta entreabierta, nada atisbé que justificase esa impresión. No tiene acento definido y viste ropa gastada de La Redoute, así como boina marrón ligeramente inclinada y zapatos cómodos.
Basta mirar el calzado para saber mucho de una persona. Los zapatos de la mujer eran corrientes, negros, de puntera redonda y totalmente uniformes, como los que su hija usa para ir a la escuela. Su vestimenta resultaba ligeramente desaliñada y aburrida; no llevaba más joyas que una sencilla alianza de oro y el maquillaje imprescindible como para no llamar la atención.
La niña que sostiene en brazos tiene, como máximo, tres años. Posee la misma mirada vigilante de su madre, tiene el pelo de color calabaza y su rostro minúsculo, del tamaño de un huevo de ganso, está salpicado de pecas de tono albaricoque. Forman una familia corriente y moliente, al menos en apariencia; me resultó imposible descartar la idea de que había algo más que no llegué a ver, una iluminación sutil, semejante a la mía…
Llegué a la conclusión de que eso sí sería algo digno de coleccionar.
La mujer consultó el reloj y gritó:
– ¡Annie!
Al final de la calle, Annie agitó los brazos con una actitud que podría haber sido de exuberancia o de rebelión. La estela azul mariposa que deja a su paso confirma mi impresión de que ocultan algo. La pequeña también presenta más que un atisbo de iluminación y, en lo que a la madre se refiere…
– ¿Está casada? -pregunté.
– Soy viuda -repuso-. Perdí a mi marido hace tres años, antes de venir aquí.
– Lo lamento.
No me creo nada. Hace falta algo más que un abrigo negro y una alianza matrimonial para ser viuda y, en mi opinión, Yanne Charbonneau, si es que ese es su nombre, no tiene pinta de viuda. Puede que otros la tomen como tal, pero yo veo más lejos.
¿Por qué miente? Por favor, estamos en París, aquí no se condena a nadie por la falta de una alianza matrimonial. ¿Qué secretillo oculta? ¿Merece la pena que yo lo averigüe?
– Tiene que ser difícil regentar un negocio precisamente aquí -comenté al pensar en Montmartre, ese extraño islote pétreo con sus turistas, artistas, desagües al descubierto, mendigos, locales de striptease bajo los tilos y apuñalamientos nocturnos en sus bonitas calles.
La mujer sonrió.
– No es tan malo.
– ¿De verdad? -inquirí-. Claro que ahora que madame Poussin ya no está…
– El casero es amigo y no nos pondrá de patitas en la calle.
Tuve la sensación de que la mujer se ruborizaba ligeramente.
– ¿Hay mucha actividad comercial?
– Podría ser peor -replicó y me acordé de los turistas, que siempre buscan cosas exageradamente caras-. Está claro que ricas no nos haremos…
Tal como sospechaba, apenas merece la pena. Pone buena cara al mal tiempo, pero he visto su falda barata, el bajo deshilachado del abrigo de calidad de la niña y el letrero de madera, deslustrado e ilegible, que cuelga sobre la puerta de la chocolatería.
Por otro lado, hay algo peculiarmente atractivo en el escaparate atiborrado, con esas pilas de cajas y latas, las brujas de la víspera de Todos los Santos realizadas con chocolate negro y paja teñida de colores, las regordetas calabazas de mazapán y las calaveras de azúcar de arce que apenas se atisban bajo la persiana a medio cerrar.
Para no hablar del olor…, el aroma ahumado a manzanas con azúcar quemada, vainilla, ron, cardamomo y chocolate. En realidad, el chocolate ni siquiera me gusta, pero noté cómo se me hacía la boca agua.
Pru é bame, sabor é ame…
Hice con los dedos la señal del Espejo Humeante, conocido como el Ojo de Tezcatlipoca Negro, y el escaparate pareció iluminarse fugazmente.
Tuve la sensación de que la mujer percibía el resplandor y se sentía incómoda; la cría que había cogido en brazos dejó escapar una suerte de maullido sordo y risueño y extendió la mano…
Pensé que era muy curioso.
– ¿Hace personalmente los bombones? -pregunté.
– Antes los preparaba, pero ahora, no.
– Supongo que no es fácil.
– Me las apaño.
Hummm… Qué interesante.
¿Se apaña realmente? ¿Se arreglará tras la muerte de la vieja? Tengo mis dudas. Vaya, gracias a su boca firme y a su mirada directa parece capaz de hacerlo, pese a que en su seno anida una debilidad. He dicho una debilidad…, pero también podría ser una fortaleza.
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