Te preocupas demasiado…
Si todo fuera tan sencillo.
Lo es, responde su voz en mi corazón.
Roux, es posible que en el pasado lo fuera, pero ahora, no.
Me pregunto si Roux ha cambiado en algo. En lo que a mí respecta…, creo que ahora no me reconocería. Obtuvo mi dirección de Blanche y Zézette y envía cuatro líneas en Navidad y para el cumpleaños de Anouk. Le remito las cartas a la oficina de correos de Lansquenet porque sé que a veces pasa por allí. Nunca ha mencionado a Rosette. Tampoco le he hablado de Thierry, mi casero, que ha sido infinitamente amable y generoso y cuya paciencia admiro más de lo que soy capaz de expresar con palabras.
Thierry le Tresset es un divorciado de cincuenta y un años, tiene un hijo, va a misa y es sólido como una piedra.
No te rías. Me gusta mucho.
Me pregunto qué ha visto en mí.
En estos tiempos me miro en el espejo y no hay reflejo, sino el retrato plano de una treintona. No se trata de alguien especial, sino de una mujer que carece de belleza excepcional o carácter. Semeja una mujer del montón, que es precisamente lo que pretendo ser, aunque hoy esa idea me deprime. Tal vez tiene que ver con el funeral: la sala mortuoria penosa, oscura y con las flores del servicio anterior; la falta de asistentes, la corona desmesurada de Thierry, el sacerdote indiferente que moqueaba y la música enlatada de Nimrod, de Elgar, que chisporroteó a través de los altavoces.
La muerte es trivial, como dijo mi madre semanas antes de su defunción en una calle atestada del corazón de Nueva York. La vida es extraordinaria, nosotros somos extraordinarios y abarcar lo extraordinario significa celebrar la vida.
Vaya, mamá, cómo cambian las cosas. En el pasado, supongo que no tan remoto, anoche habríamos estado de celebración. Era la víspera de Todos los Santos, una fecha mágica, momento de secretos y misterios, de coser bolsitas de seda roja y colgarlas por toda la casa para espantar el mal; de sal esparcida, vino con especias y pastelillos de miel dejados en el alféizar; de calabazas, manzanas, petardos, olor a pino y a humo de leña a medida que el otoño se acerca a su fin y el viejo invierno ocupa el escenario. Habríamos cantado y bailado alrededor de la fogata; Anouk se habría puesto maquillaje y plumas negras para corretear de puerta en puerta con Pantoufle en sus talones mientras Rosette, provista de farolillo y de su propio tótem, con piel naranja a juego con su pelo, saltaba y se pavoneaba tras ella.
Se acabó… Duele pensar en aquellos tiempos. No estás a salvo. Mi madre lo sabía; durante veinte años huyó del Hombre Negro y, aunque durante una temporada pensé que yo lo había vencido, luchado por conquistar mi lugar y ganado, no tardé en comprender que mi triunfo solo era una ilusión. El Hombre Negro posee muchos rostros, muchos seguidores y no siempre viste alzacuello.
Antes pensaba que yo le temía al Dios de esa gente, aunque años después admito que es su benevolencia lo que temo, tanto como su interés bienintencionado y su compasión. A lo largo de los últimos cuatro años los he percibido en nuestra senda, ya que olisquean y siguen furtivamente nuestros pasos. Desde Les Laveuses están mucho más cerca. Las Benévolas tienen tan buenas intenciones que solo quieren lo mejor para mis bellas niñas y no cejarán hasta que consigan separarnos y hacernos añicos.
Tal vez es ese el motivo por el que nunca he confiado en Thierry. Thierry, el amable, fiable y sólido Thierry, mi buen amigo de la sonrisa parsimoniosa, voz animada y conmovedora fe en las propiedades curalotodo del dinero. Desea ayudar, de hecho, ya nos ha ayudado muchísimo a lo largo de este año. Basta con que yo diga una palabra para que vuelva a hacerlo. Nuestros problemas quedarían resueltos. Me pregunto por qué dudo. Me pregunto por qué me cuesta tanto confiar en alguien, reconocer por fin que necesito ayuda.
Próxima a la medianoche de esta tranquila víspera de Todos los Santos, como suele ocurrir tan a menudo, mis pensamientos se desvían hacia mi madre, las cartas y las Benévolas. Anouk y Rosette duermen. El viento ha amainado bruscamente. A nuestros pies, París destella en medio de la niebla y, por encima de las calles, la colina de Montmartre parece flotar como una ciudad mágica de humo y luz estelar. Anouk cree que he quemado la baraja. Hace más de tres años que no consulto las cartas, pero las conservo, son las de mi madre, tienen olor a chocolate y de tanto barajarlas han adquirido brillo.
La caja está escondida debajo de mi cama. Huele a tiempo perdido y a la temporada de las brumas. La abro y veo las cartas, las imágenes antiguas grabadas en madera hace siglos en Marsella: la Muerte, los Enamorados, la Torre, el Loco, el Mago, el Colgado, la Rueda de la Fortuna…
Intento convencerme de que no se trata de una consulta rigurosa. Cojo las cartas al azar, sin tener la menor idea de las consecuencias, pero soy incapaz de rechazar la idea de que algo intenta revelarse, de que la baraja contiene un mensaje.
La guardo. Fue un error. En el pasado habría desterrado mis fantasmas nocturnos con un cántico como «¡Fuera, fuera, lárgate!», una infusión curativa, un poco de incienso y una espolvoreada de sal en el umbral. Actualmente me he vuelto civilizada, por lo que lo más fuerte que preparo es manzanilla. Me ayuda a dormir… al final.
Durante la noche y por primera vez en meses sueño con las Benévolas, que resuellan, se escabullen y serpentean por las callejuelas del viejo Montmartre; en el sueño me arrepiento de no haber dejado una pizca de sal en el umbral o un saquito medicinal sobre la puerta ya que, en su ausencia y atraída por el aroma del chocolate, la noche puede entrar sin dificultad.
SEGUNDA PARTE. El Uno Jaguar
Lunes, 5 de noviembre
Como de costumbre, fui a la escuela en autobús. De no ser por la placa que señala la entrada, nadie sabría que allí hay un liceo. El resto queda oculto tras los altos muros que podrían formar parte de un edificio de oficinas, de un parque privado o de algo totalmente distinto. El liceo Jules Renard no es demasiado grande según los criterios parisinos, pero a mí me parece una ciudad. En mi escuela de Lansquenet había cuarenta alumnos. Aquí somos ochocientos chicos y chicas más mochilas, iPods, móviles, frascos de desodorante, libros de texto, barras de hidratante labial, juegos de ordenador, secretos, cotilleos y mentiras. Solo tengo una amiga, mejor dicho, casi una amiga, que se llama Suzanne Proudhomme, vive en la rue Ganneron del lado del cementerio y a veces visita la chocolatería.
Suzanne prefiere que le digan «Suze», como la bebida; es pelirroja, característica que odia; tiene la cara sonrosada y redonda y siempre está a punto de iniciar una dieta. Su pelo me gusta porque me recuerda a mi amigo Roux y no creo que esté gorda, pero no deja de quejarse de esas cuestiones. Antes éramos buenas amigas, pero últimamente suele cambiar de humor, dice cosas desagradables sin motivo o declara que no volverá a dirigirme la palabra si no hago exactamente lo que pretende.
Hoy volvió a dejar de hablarme. Se debe a que anoche no quise ir al cine. La entrada ya es bastante cara y también hay que comprar palomitas y Coca-Cola; si no pido nada, Suzanne se da cuenta y en la escuela se burla de que no tengo dinero; además, sabía que también iría Chantal y Suzanne adopta una actitud distinta cuando Chantal está presente.
Chantal es la nueva mejor amiga de Suzanne. Nunca tiene problemas de dinero para ir al cine y siempre lleva el pelo perfecto. Luce una cruz de diamantes de Tiffany, y la vez en la que un profesor le dijo que se la quitara, el padre de Chantal envió una carta a los periódicos en la que declaraba que era una desgracia que se persiguiese a su hija por llevar el símbolo del catolicismo al tiempo que permitían que las musulmanas se pusiesen el velo. Se montó un buen escándalo y al final la escuela prohibió tanto las cruces como los velos. De todos modos, Chantal sigue usándola. Lo sé porque se la he visto en el gimnasio. La profesora no se da por enterada. El padre de Chantal ejerce ese efecto en los demás.
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