Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Otra vez la misma sonrisa dulce y triste de antes.

– Monsieur le Curé hace lo que puede -me responde el hombre con suavidad-. No se puede esperar otra cosa.

No respondo nada. En mi profesión no se tarda en aprender que el proceso de dar no tiene límites. Guillaume sale de La Praline con una bolsita de florentinas en el bolsillo y, antes de doblar la esquina de la Avenue des Francs Bourgeois, veo que se agacha para dar una al perro. Una palmadita, un ladrido, un movimiento del rabo corto y cachigordo. Como he dicho antes, hay personas que para dar algo no tienen que pensárselo dos veces.

Ahora el pueblo me es menos extraño. Lo mismo que sus habitantes. Empiezo a conocer caras, nombres, las primeras hebras secretas de historias que se irán entrelazando hasta formar el cordón umbilical que acabará por unirnos. Es un pueblo más complicado que lo que apunta a primera vista su geografía: la Rue Principale que se ramifica como los dedos de una mano en una serie de callejas secundarias -Avenue des Poètes, Rue des Francs Bourgeois, Ruelle des Frères de la Révolution…-, es evidente que alguno de los urbanistas que lo planificaron podía presumir de veta republicana. La plaza donde vivo, Place Saint-Jérôme, es la culminación de estos dedos que se abren, y en ella destaca la blancura de su iglesia, que se yergue en medio de una pequeña extensión de tilos y el cuadrado de guijarros rojos donde los viejos juegan a la pétanque en las tardes de buen tiempo. Más atrás, la colina se derrumba bruscamente sobre una zona que se conoce con el nombre colectivo de Les Marauds. Es el barrio mísero de Lansquenet, donde las chozas de madera se apelotonan de manera inestable apoyándose unas en otras sobre las piedras irregulares que bajan hasta el Tannes. Todavía falta un trecho para que las barracas cedan el paso a los marjales. Algunas se levantan en el mismo río, sustentadas por plataformas de madera podrida, y docenas de ellas flanquean el embarcadero de piedra, mientras la humedad va extendiéndose por sus paredes como dedos que, emergiendo del agua remansada, quisieran alcanzar las pequeñísimas ventanas que se abren en lo alto. En una ciudad como Agen, lo insólito y la rusticidad de esa podredumbre que reina en Les Marauds atraería a los turistas. Los habitantes de Les Marauds son basureros que viven de lo que sacan del río. Muchas casas están abandonadas, en las paredes medio desmoronadas han crecido árboles.

A la hora de comer he cerrado dos horas La Praline y, en compañía de Anouk, me he acercado andando hasta el río. Un par de niños flacuchos chapotean en el limo verde que bordea la orilla y, pese a que estamos en febrero, el aire está impregnado de un hedor dulzón de cloaca y podredumbre. Hace frío pero luce el sol; Anouk, con su abriguito rojo de lana y su gorro, corretea entre las piedras y lanza gritos a Pantoufle, que retoza detrás de ella. Estoy tan acostumbrada a Pantoufle y a todo el parque zoológico que sigue a Anouk como una rutilante estela que a veces tengo la impresión de que veo realmente a los animales. Veo a Pantoufle con sus bigotes grises y sus ojos sabios y me parece que el mundo se ilumina de pronto, como si en virtud de una extraña transferencia yo me hubiera convertido en Anouk, viera por sus ojos y me moviera por donde ella se mueve. En momentos así me doy cuenta de que la quiero tanto que moriría por ella, mi pequeña desconocida. Noto que el corazón se me expande de tal modo que la única salida que tengo es echarme también yo a correr, dejar que el abrigo rojo me golpee las espaldas como si tuviera alas y que el cabello se convierta en la cola de una cometa desplegado en el cielo manchado de azul.

Un gato negro se ha atravesado en mi camino y me he parado para bailar en torno a él en dirección contraria mientras canto la cancioncilla:

Où vas-tu, mistigri?

Passe sans faire de mal ici.

Anouk se ha unido a mí y el gato ha comenzado a ronronear y a revolcarse en el polvo para que lo acaricie. Al agacharme he descubierto a una viejecita pequeña que me observaba llena de curiosidad, apostada en la esquina de una casa. Llevaba una falda negra, abrigo negro y tenía el cabello gris y crespo, trenzado y recogido en un moño pulcro y complicado. Sus ojos eran negros y penetrantes como los de los pájaros. Le he hecho un ademán con la cabeza.

– Usted es la de la chocolaterie -me dice.

Pese a su edad -le he echado unos ochenta años o más- tiene una voz viva y un acento muy marcado, con la cadencia áspera del sur.

– Sí -le digo al tiempo que le doy mi nombre.

– Armande Voizin -dice ella a su vez-, y aquella es mi casa -me indica con un gesto de la cabeza una de las casas del río en mejor estado de conservación que las demás, recién encalada y con geranios rojos reventones en los maceteros de las ventanas. Seguidamente, con una sonrisa que llena su cara de muñeca con un millón de arrugas, me dice-: He visto su tienda. Muy bonita, no le digo que no, pero no es para gente como nosotros. Demasiados ringorrangos -no lo dice en tono de desaprobación, pero sí con fatalismo burlón-. Parece que M’sieur le Curé ya le ha hecho una visita -ha añadido en tono malicioso-. Supongo que no encuentra bien que en su plaza se haya abierto una tienda donde venden chocolate -me dirige otra de sus miradas burlonas y enigmáticas-. ¿Sabe que es usted bruja? -me ha preguntado.

Bruja, bruja… no es la palabra apropiada pero sé a qué se refiere.

– ¿Por qué lo dice?

– ¡Salta a la vista! Basta con serlo para reconocerlas, yo diría -se echa a reír y su risa suena a violines enloquecidos-. M’sieur le Curé no cree en la magia -dice-. Si quiere que le diga la verdad, ni siquiera estoy segura de que crea en Dios -en su voz hay como un desdén cargado de indulgencia-. Por mucha teología que haya estudiado, a ese hombre le queda mucho por aprender. Le pasa lo que a la tonta de mi hija. A los entendidos en las cosas de la vida no les dan títulos universitarios, ¿verdad?

Le doy la razón y le pregunto si yo conozco a su hija.

– Supongo que sí. Es Caro Clairmont. La mujer con la cabeza más hueca de todo Lansquenet. Mucho hablar pero ni pizca de sentido común.

Al ver mi sonrisa ha movido alegremente la cabeza.

– No se preocupe, cariño, a mi edad ya no hay nada que me ofenda. Y otra cosa le digo, ha salido a su padre. Me queda ese consuelo -me mira de forma extraña-. No hay muchas diversiones por aquí -observa-, y menos si una es vieja -tras una pausa vuelve a escrutarme-. Pero ahora que la tenemos a usted, quizá nos divertiremos un poco más -me ha rozado la mano con la suya y ha sido como si me tocara un viento helado.

Intento penetrar sus pensamientos para ver si se burlaba de mí, pero no veo otra cosa que buen talante y simpatía.

– No es más que una confitería -digo con una sonrisa.

Armande Voizin sofocó una carcajada.

– ¿Se figura que nací ayer? -observa.

– Dice usted unas cosas, madame Voizin…

– Llámeme Armande -en sus ojos ha brillado una chispa de alegría-. Así me siento joven.

– De acuerdo, pero de veras que no entiendo por qué…

– Sé qué viento ha traído usted -dijo Armande con voz penetrante-. Lo noté incluso. El día de carnaval, Mardi Gras. Les Marauds se llenaron de gente de carnaval: gitanos, españoles, hojalateros, pieds-noirs y gente de mal vivir. La reconocí al momento, a usted y a su hija. ¿Y cómo se llaman ahora?

– Vianne Rocher -le respondo con una sonrisa-. Y esta es Anouk.

– Anouk -repitió Armande en voz baja-. Y el amiguito gris… ahora ya no tengo la vista de antes… ¿qué es? ¿Un gato? ¿Una ardilla?

Anouk movió negativamente su cabeza cubierta de ricitos.

– Es un conejo -aclara con alegre desdén-. Se llama Pantoufle.

– ¡Ah, claro, un conejo! ¡Claro! -Armande me hace un guiño de connivencia-. Mire, sé muy bien qué viento ha traído. Lo he notado una o dos veces. Puedo ser vieja, pero no tengo telarañas en los ojos. No hay quien me las ponga.

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