Joanne Harris - Chocolat
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Mi madre habría despreciado esas cosas. Pero quizá también me habría tenido envidia. Me habría dicho: «Olvídate de ti si puedes. Olvídate de quién eres si lo puedes soportar. Pero un día, hija mía, un día te atrapará, lo sé».
Hoy he abierto la tienda como de costumbre. Pero sólo abriré por la mañana, porque esta tarde me concedo medio día de fiesta que pasaré en compañía de Anouk. Lo que ocurre es que esta mañana hay misa y en la plaza habrá mucha gente. Febrero reafirma sus tintes opacos y ahora ha empezado a caer una lluvia helada y resuelta que abrillanta el pavimento y tiñe el cielo del color del peltre antiguo. Anouk está leyendo un libro de poemas infantiles detrás del mostrador y así echa una mirada a la entrada mientras yo preparo una hornada de mendiants en la cocina. Son mis dulces favoritos, se llaman así porque hace muchos años que los mercadeaban los mendigos y los gitanos. Tienen el tamaño de las galletas y pueden hacerse con chocolate negro, de leche o blanco, sobre el que se espolvorea corteza de limón, almendras y uvas pasas de Málaga. A Anouk le gustan los mendiants blancos, pero yo prefiero los de chocolate negro, hechos con un setenta por ciento de la couverture más selecta… Tienen un sabor sutilmente amargo que se diluye en la lengua con sugerencias de trópicos secretos. Mi madre también los habría desdeñado. Y en cambio, también esto es magia.
Desde el viernes he instalado junto al mostrador de La Praline unos cuantos taburetes parecidos a los de las barras de los bares. Son un poco como los de los establecimientos que solíamos frecuentar en Nueva York, con el asiento de cuero rojo y las patas cromadas, de un kitsch encantador. Las paredes son de color narciso intenso. La vieja butaca de color naranja de Poitou se balancea alegremente en un rincón. En la parte izquierda hay un letrero escrito a mano y coloreado por Anouk con tonalidades anaranjadas y rojas:
Chocolate caliente 5 F
Tarta de chocolate 10 F (la porción)
Anoche cocí la tarta y en la repisa espera la chocolatera con el chocolate caliente. Aguarda al primer cliente. Estoy segura de que el letrero se ve desde fuera y por eso estoy a la espera.
La misa ha empezado y ha terminado. Observo a los viandantes que caminan, morosos, bajo la llovizna helada. La puerta del establecimiento, ligeramente abierta, deja escapar un aroma caliente de horno y manjares dulces. Sorprendo algunas miradas de avidez dirigidas a la fuente de esos olores, pero seguidas en todos los casos de un chispazo disuasorio, un encogimiento de hombros, una mueca de los labios que igual podría ser una resolución imprevista que un gesto de malhumor y a continuación se produce el alejamiento brusco, se encogen los hombros que hacen frente al viento, como si en la puerta de la tienda hubieran visto un ángel que con su espada flamígera les impidiera el paso.
Se precisa tiempo, digo para mí. Este tipo de cosas requieren tiempo.
Pero siento que me penetra una cierta impaciencia, casi un acceso de ira. ¿Qué le pasa a esta gente? ¿Por qué no entra nadie? Dan las diez de la mañana, dan las once. Veo gente que entra en la panadería de enfrente y que vuelve a salir, todos con sus barras de pan debajo del brazo. Cesa la lluvia, pero el cielo continúa encapotado. Son las once y media. Los pocos que todavía deambulan por la plaza se dirigen a sus casas a preparar la comida del domingo. Un chico con un perro bordea la esquina de la iglesia, evitando con grandes precauciones el goteo de los canalones del tejado. Pasa por delante de la tienda sin dignarse apenas mirarla.
¡Malditos sean! Precisamente ahora que me parecía que empezaba a salir a flote. ¿Por qué no entran? ¿Acaso no tienen ojos, no perciben los olores? ¿Qué otra cosa tengo que hacer?
Anouk, sensible siempre a mis estados de ánimo, se me acerca y me abraza.
– Maman, no llores.
No lloro. No he llorado nunca. Los cabellos de Anouk me cosquillean la cara y siento una especie de mareo ante el miedo de perderla un día.
– Tú no tienes la culpa. Lo hemos intentado. No hemos fallado en nada.
Tiene razón. Incluso hemos contorneado la puerta de cintas rojas y hemos colgado bolsitas de cedro y de espliego para repeler las influencias negativas. Le doy un beso en la cabeza. Me noto la cara húmeda. Algo, quizás el aroma agridulce de los vapores del chocolate, me escuece en los ojos.
– Está bien, chérie. Lo que ellos hagan no ha de afectarnos en nada. Bebamos algo y así nos animaremos.
Nos encaramamos en los taburetes como si estuviéramos en un bar de Nueva York, cada una con su taza de chocolate, la de Anouk con crème chantilly y virutas de chocolate. Yo me tomo la mía caliente y negra, más fuerte que un espresso. Cerramos los ojos deleitándonos en la fragancia del aroma y entonces los vemos. Van llegando: dos, tres, una docena, los rostros alegres, se sientan a nuestro lado, sus rostros duros e indiferentes se han dulcificado y lo que expresan ahora es simpatía, bienestar. Abro en seguida los ojos y veo a Anouk junto a la puerta. Por espacio de un segundo atisbo a Pantoufle subido en su hombro atusándose los bigotes. Es como si la luz detrás de Anouk se hubiera hecho más cálida, diferente. Es fascinante.
Me pongo en pie de un salto.
– Por favor, no lo hagas.
Anouk me lanza una de sus miradas oscuras.
– Sólo quería ayudar.
– ¡Por favor!
Me mira un momento, veo tozudez en su rostro. Como humo dorado aletean hechizos entre las dos. Sería tan fácil, me dice Anouk con los ojos, tan fácil… como dedos invisibles que acariciasen, como inaudibles voces que incitasen a la gente a entrar.
– No podemos, no debemos… -intento explicarle.
Esto nos colocaría en el otro bando. Nos haría diferentes. Si tenemos que quedarnos, debemos procurar ser lo más parecidas posible a ellos. Pantoufle me mira con aire expectante, la mancha borrosa de unos bigotes desdibujada entre sombras doradas. Cierro aposta los ojos para no verlo y, al volverlos a abrir, ya ha desaparecido.
– No pasa nada -digo a Anouk con firmeza-, no pasa nada. Podemos esperar.
Y finalmente, a las doce y media, entra alguien.
Anouk es la primera en verlo -«¡Maman!»-, pero yo me pongo de pie al momento. Es Reynaud, que se protege con una mano para que el agua que gotea del toldo no le dé en la cara y titubea un momento antes de ponerla en el pomo de la puerta. Su cara es pálida y serena, pero veo algo en sus ojos… una satisfacción furtiva. En cierto modo ya había percibido que no se trataba de un cliente. La campana de la puerta ha sonado al entrar, pero él no se ha dirigido al mostrador sino que ha permanecido junto a la entrada mientras el viento empujaba los pliegues de su soutane hacia el interior de la tienda, como alas de un negro pájaro.
– Monsieur… -he visto que miraba con desconfianza las cintas rojas de la puerta-. ¿Puedo servirle en algo? Estoy segura de que sé qué le gusta.
Adopto automáticamente mi faceta de vendedora, pero sé que no digo la verdad. No tengo ni idea de cuáles pueden ser los gustos de este hombre. Para mí es una total incógnita, una sombra oscura en forma de hombre que se perfila en el aire. No detecto en él ningún punto de contacto conmigo y mi sonrisa se estrella contra él como la ola del mar contra una roca. Reynaud me dirige una aviesa mirada de desdén.
– Lo dudo -habla en voz baja y afable, pero detrás del tono profesional percibo desprecio. He recordado las palabras de Armande Voizin: «Parece que M’sieur le Curé ya le ha hecho una visita». ¿Por qué? ¿Es la desconfianza instintiva de los incrédulos? ¿O hay algo más? Tengo la mano debajo del mostrador y abro secretamente los dedos en dirección hacia él.
– No creía que abriese hoy la tienda.
Ahora que cree conocernos parece más seguro de sí mismo. Su sonrisa discreta y tensa es como una ostra, de un blanco lechoso en los bordes pero cortante como una navaja.
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