Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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– Lo dice porque hoy es domingo, ¿verdad? -adopto un aire lo más inocente posible-. Me figuré que así aprovecharía el gentío de la salida de la iglesia.

El humilde venablo no ha dado en el blanco.

– ¿El primer domingo de cuaresma? -parece divertido, aunque por detrás de sus palabras asoma el desdén-. Pues no entiendo por qué. La gente de Lansquenet es sencilla, madame Rocher -dice-, gente devota -hace hincapié en la palabra de tratamiento en tono cortés y comedido.

– Soy mademoiselle Rocher.

La que me he apuntado ha sido una pequeña victoria, aunque bastó para descolocarlo. Sus ojos han saltado a Anouk, que sigue sentada frente al mostrador con el enorme tazón de chocolate en la mano. Se ha ensuciado los labios con la espuma del chocolate y noto dentro otra vez el súbito alfilerazo del secreto temor, pánico, terror irracional de perderla. Pero ¿por culpa de quién? Me sacudo de encima la ira creciente que me ha invadido. ¿Por culpa de él? ¡Que lo intente!

– Sí, claro -replica con voz suave-, mademoiselle Rocher. Usted perdone.

Sonrío apenas ante su actitud de desaprobación. Hay algo en mí que persiste en halagarlo, aunque de forma perversa; mi voz, algo más alta de lo normal, cobra un acento confiado de seguridad como para disimular el miedo que siento.

– Es muy agradable encontrar en una zona rural como esta una persona capaz de entenderla a una -le dedico una de mis sonrisas más abiertas y luminosas-. Me refiero a que, en la ciudad donde vivíamos antes, nadie nos hacía el menor caso. Pero aquí… -me esfuerzo en mostrarme contrita e impenitente a un tiempo-. Esto es una maravilla, por supuesto, y la gente es muy agradable, muy… pintoresca. Pero, desde luego, esto no es París, ¿verdad?

Con una sonrisa forzada, Reynaud está de acuerdo conmigo en que, efectivamente, esto no es París.

– Lo que dicen de los pueblos es la pura verdad -prosigo…-. ¡Todo el mundo quiere meter las narices en tus cosas! Será, supongo, porque tienen tan poco que los distraiga… -explico amablemente-. Me refiero a que no hay más que tres tiendas y una iglesia… -callo para soltar una risita ahogada-…pero, claro, de sobra lo sabe usted.

Reynaud asiente con aire grave.

– Quizá querrá usted explicarme, señorita…

– ¡Oh, llámeme Vianne! -lo interrumpo.

– …por qué decidió venirse a vivir aquí, a Lansquenet -el tono de voz deja traslucir un sutil desagrado, sus labios finos se parecen más que nunca a una ostra de cerradas valvas-. Como bien dice usted, Lansquenet es bastante diferente de París -sus ojos revelan que la diferencia se inclina totalmente a favor de Lansquenet-. Una tienda como esta… -el elegante gesto de la mano abarca con lánguida indiferencia tanto el establecimiento como su contenido-. Es evidente que una tienda tan especializada como esta tendría más éxito… sería más apropiada, en una ciudad. Estoy seguro de que en Toulouse o hasta en Agen…

Ahora sé por qué no hay ningún cliente que se haya atrevido a entrar esta mañana. La palabra que ha dicho -«apropiada»- encierra toda la condena glacial de que es capaz la maldición de un profeta.

Vuelvo a abrir los dedos debajo del mostrador, ahora con furia. Reynaud se da un manotazo en la nuca, como si acabara de picarlo un insecto en ese punto.

– Yo creo que las ciudades pueden prescindir de un poco de diversión -le suelto-. Todo el mundo necesita permitirse ciertos lujos, concederse algunas licencias de cuando en cuando.

Reynaud no dice palabra. Supongo que no estaba de acuerdo. Eso me ha parecido percibir.

– Yo diría que esta mañana, en el sermón, ha predicado exactamente lo contrario -tengo la osadía de decirle y después, cuando veo que sigue sin responder, continúo-: De todos modos, estoy segura de que en este pueblo hay espacio suficiente para los dos. Esto es la libre empresa, ¿no le parece?

Me basta observar su expresión para ver que ha captado el desafío. Me quedo un momento sosteniéndole la mirada, porque me he vuelto atrevida, odiosa. Reynaud se encoge ante mi sonrisa, como si acabara de escupirle en la cara.

– Por supuesto -dice con voz suave.

¡Bah, sé a qué tipo de persona pertenece! Nos tropezamos con bastantes como él, mi madre y yo, en nuestra huida a través de Europa. Esas mismas sonrisas corteses, ese mismo desdén, esa misma indiferencia. La moneda que suelta la mano regordeta de una mujer en la puerta de la atestada catedral de Reims, las miradas de reprobación lanzadas por un grupo de monjas cuando una Vianne niña salta para pescarla al vuelo, las rodillas desnudas manchadas por el polvo de la calle. Un hombre de negra vestimenta que se enzarza en malhumorada y grave conversación con mi madre mientras ella, pálida como una muerta, huye de la sombra de la iglesia apretándome la mano con tanta fuerza que me hace daño… Más tarde me entero de que ella había tratado de confesarse con él. ¿Qué debió de incitarla a hacerlo? La soledad quizá, la necesidad de hablar con alguien, de confiarse a un hombre que no fuera un amante. Alguien que supiera mirarla con ojos comprensivos. Pero ¿acaso no lo vio? ¿No vio su rostro, de pronto menos comprensivo, su mueca de malhumorada contrariedad? Aquello era pecado, pecado mortal… Lo que ella debía hacer era dejar a la niña en manos de buena gente. Si la quería un poco, por poco que fuese -¿cómo se llamaba? ¿Anne?-, pues si ella la quería un poco, tenía que hacer este sacrificio. No había más remedio. Él sabía de un convento donde podrían ocuparse de ella. Él lo sabía… Le cogió la mano, le oprimió los dedos. ¿Acaso no quería a su hija? ¿No quería salvarse? ¿No quería? ¿No quería?

Aquella noche mi madre lloró y me acunó en sus brazos, para aquí y para allá, para aquí y para allá.

Salimos de Reims por la mañana, más parecidas a ladronas que nunca, ella llevándome apretada en sus brazos como si yo fuera un tesoro que hubiera robado, mirando a todos lados con ojos ávidos y furtivos.

Me di cuenta de que el hombre estuvo a punto de convencerla de que me abandonara. Después fueron muchas las veces que me preguntó si estaba contenta de vivir con ella, si me gustaría tener amigos, una casa… Pero por mucho que le asegurara que era feliz con ella, por mucho que le dijera que no deseaba otra cosa, por mucho que la besara e insistiera en decirle que no me hacía falta nada, nada más, subsistió siempre aquel poso de veneno que el hombre le había instilado. Pasamos años huyendo del cura, el Hombre Negro, y cuando en los naipes aparecía su rostro de forma repetida quería decir que había llegado el momento de volver a echar a correr, el momento de huir de aquel pozo de oscuridad que él había abierto en el corazón de mi madre.

Y hete aquí que ahora el hombre ha vuelto a aparecer, justo cuando ya me figuraba que Anouk y yo habíamos encontrado finalmente el sitio adecuado. Y está de pie junto a la puerta como el ángel que custodia la entrada.

Bien, juro que esta vez no escaparé corriendo. Que haga lo que quiera. Aunque vuelva a toda la gente de este pueblo contra mí. Su rostro es tan suave y tan irremisible como cuando uno da la vuelta a una carta mala. Y se ha declarado mi enemigo -y yo el suyo- de forma tan absoluta como si nos lo hubiéramos declarado en voz alta.

– ¡Qué bien que nos entendamos de manera tan clara! -le digo con voz fría e inequívoca.

– Lo mismo digo.

Algo en sus ojos, un brillo donde un momento antes no lo había, me advierte de que vaya con tiento. Por sorprendente que parezca, él disfruta con esto, esta aproximación de dos enemigos que se aprestan a la batalla. En su acorazada certidumbre no queda sitio para pensar que no vaya a salir vencedor.

Se da la vuelta dispuesto a marcharse, hace la inclinación de cabeza justa que conviene. Ni más ni menos. Un educado desdén. El arma mortífera y envenenada de los que tienen razón.

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