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Joanne Harris: Chocolat

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Joanne Harris Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Como colofón una figura negra. A primera vista me figuro que forma parte de la cabalgata -quizá sea el doctor Llaga-, pero cuando lo tengo más cerca reconozco la anticuada soutane del cura de pueblo. Tendrá poco más de treinta años aunque, visto a distancia, su rígida apostura lo hace parecer más viejo. Se vuelve hacia mí y me doy cuenta de que también él es forastero; los pómulos marcados y los ojos desvaídos lo hacen hijo del norte, como los largos dedos de pianista asidos a la cruz de plata que lleva colgada del cuello. Quizá sea esto lo que le da derecho a escrutarme de ese modo, su extranjería. Pero en sus ojos claros y fríos no veo cordialidad, sólo la mirada felina y calculadora del que no se siente seguro en su territorio. Le sonrío y desvía los ojos con sobresalto. Hace una seña a los dos niños indicándoles que se acerquen. Con un gesto indica los restos que han quedado esparcidos por la calle. De mala gana la pareja inicia la recogida: serpentinas machucadas, papeles de caramelo, todo transportado manualmente hasta una papelera próxima. Sorprendo al cura mirándome cuando ya me doy la vuelta, una mirada que en otro hombre habría podido ser apreciativa.

En Lansquenet-sur-Tannes no hay comisaría, lo que quiere decir que no hay delitos. Trato de ser como Anouk, ver la verdad que se oculta debajo del disfraz, pero de momento todo está desdibujado.

– ¿Nos quedamos? ¿Nos quedamos aquí, maman? -me tira con insistencia de la manga-. Me gusta, aquí me gusta. ¿Nos quedamos?

La cojo en brazos y la beso sobre la cabeza. Huele a humo, a tortas fritas y a ropa de cama caliente en las mañanas de invierno. ¿Por qué no? Este es un lugar tan bueno como otro cualquiera.

– Sí, claro -le digo, mi boca entre sus cabellos-. Vamos a quedarnos aquí.

No es una mentira del todo. Esta vez incluso puede ser verdad.

El carnaval ha terminado. Una vez al año el pueblo centellea con pasajero fulgor, pero ya se ha desvanecido el calor, la multitud se ha dispersado. Los vendedores ambulantes recogen las planchas en las que cuecen su mercancía y también los toldos. Los niños dejan a un lado los disfraces y demás alharacas de la fiesta. Subsiste una leve sensación de perplejidad, un cierto desconcierto ante el exceso de ruidos y colores. Como chaparrón veraniego, el agua se evapora, engullida por las grietas de la tierra y las piedras resecas, sin dejar apenas rastro. Dos horas más tarde, Lansquenet-sur-Tannes vuelve a ser invisible, un pueblecillo encantado que hace acto de presencia una sola vez al año. A no ser por el carnaval, nadie habría advertido su existencia.

Tenemos gas, pero electricidad todavía no. En nuestra primera noche he cocido unas tortas para Anouk a la luz de una vela y nos las hemos comido junto a la chimenea, sirviéndonos de una revista atrasada como bandeja, porque hasta mañana no llegarán nuestras pertenencias. La casa había sido en tiempos una panadería y en lo alto de la angosta entrada todavía se conserva grabada la enseña de la gavilla de trigo distintiva del panadero, pero adherida en el suelo hay una gruesa capa de harina y, al entrar, tenemos que abrirnos paso a través de un montón de correo comercial. Acostumbradas como estamos a los precios de la ciudad, el alquiler me parece exiguo. Pese a ello, sorprendo la despierta mirada de desconfianza en los ojos de la empleada de la inmobiliaria cuando cuento los billetes de banco. En el contrato de alquiler figuro como Vianne Rocher, un jeroglifo por firma que podría significar cualquier cosa. A la luz de una vela exploramos el nuevo territorio; los viejos fogones todavía en sorprendente buen estado debajo de una capa de grasa y de hollín, las paredes revestidas de madera de pino, las ennegrecidas baldosas de arcilla. Anouk ha descubierto el antiguo toldo, plegado y arrinconado en un cuarto trasero, y lo hemos sacado a rastras de su escondrijo. Debajo de la apañuscada lona han salido arañas, que se han dispersado y dado a la fuga. La zona habitable está en la parte superior de la tienda, un dormitorio con su cuarto de aseo, un balconcito ridículo por lo minúsculo, una maceta de barro con unos geranios muertos… Anouk se ha quedado muy seria cuando ha visto todo aquello.

– Está muy oscuro, maman -su voz suena asustada, insegura al contemplar tanta incuria-. Y huele muy mal.

Tiene razón. Huele a luz de día encerrada desde hace tantos años que se ha vuelto rancia y ácida, huele a excrementos de rata y a fantasmas de cosas olvidadas y no lloradas. Hay ecos, como si estuviéramos en una cueva, y el escaso calor de nuestra presencia no hace más que acentuar las sombras. La pintura, el sol y el jabón podrán eliminar la mugre; eliminar la tristeza, ya es otro cantar, así como esas desoladas resonancias de una casa donde nadie se ha reído desde hace muchos años… Anouk está pálida y tiene los ojos grandes a la luz de la vela; su mano oprime la mía.

– ¿Tenemos que dormir aquí? -me pregunta-. A Pantoufle no le gusta. Tiene miedo.

Yo le sonrío y le beso la mejilla dorada y solemne.

– Pantoufle nos ayudará.

Encendemos una vela en cada habitación, oro, rojo, blanco y naranja. A mí me gusta prepararme yo misma el incienso, pero en momentos de crisis los palitos adquiridos en una tienda solucionan la papeleta: espliego, cedro y limoncillo. Cada una con su vela, Anouk soplando en la trompeta de juguete y yo aporreando con una cuchara una cacerola vieja, nos pasamos diez minutos armando jaleo en todas las habitaciones, desgañitándonos y cantando a grito pelado -«¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!»- hasta que retiemblan las paredes y los ultrajados fantasmas optan por marcharse dejando tras de sí una estela que huele levemente a chamusquina y mucho a yeso desprendido. Si miras por detrás de la pintura agrietada y ennegrecida, por detrás de la tristeza de las cosas abandonadas, empiezas a ver desdibujados perfiles, como esa imagen que queda después de apagada la bengala que sostienes en la mano… aquí una pared pintada de oro flamante, allí una butaca un tanto desvencijada pero de un triunfante color naranja, el viejo toldo de repente nuevecito tras conseguir que sus colores ocultos asomen por encima de las capas de mugre. «¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera!» A medida que Anouk y Pantoufle recorren la casa dando patadones y cantando, las desvaídas imágenes van cobrando nitidez… un taburete rojo junto al mostrador de vinilo, una sarta de campanas colgadas de la puerta principal. ¡Claro, sólo es un juego! Sólo son hechizos para consolar a una niña asustada. Habrá que trabajar mucho, trabajar de firme, para que todo se convierta en realidad. De momento basta con saber que la casa nos acoge igual que la acogemos nosotras. Sal gema y pan en la puerta para aplacar a los dioses residentes. Madera de sándalo en la almohada para endulzarnos los sueños.

Anouk me ha dicho después que Pantoufle ya no tiene miedo, o sea, que todo va bien. Dormimos juntas y con la ropa puesta, tendidas en el colchón cubierto de harina, todas las velas encendidas en el dormitorio y, así que nos despertamos, vemos que ya ha llegado la mañana.

2

12 de febrero

Miércoles de Ceniza

Las que nos despiertan son las campanas. No sabía que estábamos tan cerca de la iglesia hasta que las he oído, un sonido bajo y resonante que se desmorona en vibrante carillón -dommm fladi-dadi dommmm- en los compases bajos. He mirado el reloj. Son las seis. Por las rotas persianas se filtra una luz entre grisácea y dorada que cae sobre la cama. Me he levantado y he contemplado la plaza, veo que relucen los cantos húmedos. La torre blanca y cuadrada de la iglesia resalta con fuerza a la luz del sol, perfilándose en el hueco de oscuridad que forman las tiendas: una panadería, una floristería, un comercio donde venden toda la parafernalia de los cementerios, lápidas, ángeles de piedra, siemprevivas de esmalte… Sobre las discretas fachadas sumidas en sombra, la blanca torre se recorta como un faro; los números romanos del reloj refulgen, rojos, e indican las seis y veinte como para engañar al demonio, mientras la Virgen, etérea y aturdida, observa la plaza como si acabara de darle un mareo. En la cúspide del breve chapitel gira una veleta -de oeste a oeste-noroeste-, es un hombre vestido con una túnica que empuña una guadaña. Desde el balcón con el muerto geranio he visto a las primeras personas que acuden a la misa. He reconocido a la mujer del abrigo escocés que viera en el carnaval. La he saludado con un ademán pero ella ha apretado el paso y no ha correspondido al gesto, al tiempo que se ceñía el cuerpo con el abrigo, como protegiéndose. Más atrás iba el hombre del sombrero de fieltro con el perro pardo y tristón siguiéndole los pasos, que me ha dirigido una tímida sonrisa. Lo he saludado gritando, pero seguramente la etiqueta rural no autoriza este tipo de expansiones porque no me ha correspondido y se ha apresurado a meterse en la iglesia, perro incluido.

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