Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Se ha encogido de hombros.

– Armande está bien -me ha dicho con expresión distante y cargada de desprecio-. Aquí nadie es negligente con ella. Dentro de poco se pondrá bien.

– No es verdad -mi voz suena deliberadamente áspera-, está jugando a la ruleta rusa con su medicación, se niega a obedecer al médico, come chocolate. ¡Por el amor de Dios! ¿Se ha parado a pensar en lo que puede representar esto para ella dada la situación en que se encuentra? ¿Por qué…?

Pero el hombre adopta de pronto una actitud hostil y distante y me dice a bocajarro:

– Ella a usted no quiere ni verle.

– ¿Y a usted no le importa? ¿No le importa que se arruine la salud por culpa de su glotonería?

Se encoge de hombros. Me he dado cuenta de que estaba furioso a pesar de sus pretendidos alardes de indiferencia. No se puede apelar a sus buenos sentimientos… él monta la guardia, tal como le han encargado que haga. Muscat me ha dicho que Armande le paga. A este hombre incluso puede interesarle que Armande muera. Pero yo sé lo perversa que puede ser ella. Y desheredar a su familia en beneficio de ese desconocido podría satisfacer esta faceta suya.

– Entonces esperaré -le dije-. Esperaré todo el día si hace falta.

Estuve dos horas esperando en el jardín. De pronto empezó a llover. No llevaba paraguas y la sotana se me ha ido empapando poco a poco. Me ha entrado una especie de mareo, me sentía la cabeza embotada. Un rato después han abierto una ventana y me ha llegado ese olor tan turbador a café y a pan caliente que sale de las cocinas. Vi que el perro guardián me observaba con esa expresión de hosco desdén con que suele mirarme y estoy convencido de que igual habría podido desplomarme, inconsciente, en el suelo sin que él hiciera el menor movimiento para atenderme. Noté sus ojos clavados en mi espalda mientras subía lentamente la colina hacia Saint-Jérôme. Me ha parecido que, deslizándose por la superficie del agua, me llegaba el sonido de una carcajada.

Joséphine Muscat también me ha fallado. A pesar de que se niega a ir a la iglesia, he conseguido hablar varias veces con ella, pero no me ha servido de nada. Observo en ella como un empecinamiento, una actitud de desafío, pese a mostrarse respetuosa y amable siempre que he hablado con ella. Jamás se aleja mucho de La Céleste Praline pero precisamente hoy he hablado con ella fuera de la tienda. Estaba barriendo la acera y llevaba el cabello atado con un pañuelo amarillo. Al acercarme, la he oído cantar por lo bajo.

– Buenos días, madame Muscat -la he saludado cortésmente. Sé que si debo recuperarla, tendrá que ser valiéndome de la afabilidad y del buen hacer. Ya tendrá tiempo de arrepentirse, una vez hayamos cumplido con lo nuestro.

Me devolvió el saludo con una sonrisa. Ahora parece más confiada que tiempo atrás, tiene un porte más erguido y mantiene la cabeza alta, una pose que ha copiado de Vianne Rocher.

– Ahora soy Joséphine Bonnet, père.

– No según la ley, madame.

– ¡Uf, la ley! -exclamó encogiéndose de hombros.

– La ley de Dios -puntualizó, haciendo hincapié en las palabras y fijando en ella unos ojos cargados de reproche-. He rezado por usted, ma fille. He rezado para que obre con libertad.

Se ha echado a reír, nada amablemente por cierto.

– Pues le diré que sus oraciones se han visto atendidas, père, ya que nunca en mi vida había sido tan feliz como ahora.

La he encontrado inexpugnable. Apenas hace una semana que está bajo la influencia de esa mujer y ya percibo la voz de ésta por debajo de la suya. Su risa es insufrible. Sus burlas, como las de Armande, son un alfilerazo que me incita a reaccionar de una manera estúpida, algo que me saca de quicio. Noto en mí que algo se rebela, père, algo enfermizo a lo que me creía inmune. Cuando miro la chocolaterie, al otro lado de la plaza, y veo su ventana restallante, las macetas de geranios rosa, rojos y naranja, puestos en los balcones y a cada lado de la puerta, siento una duda insidiosa que se me va introduciendo en los pensamientos y noto que se me llena la boca con reminiscencias de un perfume, un olor a crema o a malvavisco, a azúcar quemado o a una turbadora mezcla de coñac y de cacao recién molido. Un olor a cabello de mujer. El olor de la nuca allí donde se forma aquel hoyo suave, un olor a albaricoque madurado al sol, a briochecaliente y a bollos de cinamomo, a infusión de limón y a lirios. Es un incienso que el viento dispersa y que se despliega como un estandarte de revuelta, ese efluvio que recuerda al demonio, pero no aquel trasunto azufroso del que nos hablaban cuando éramos niños sino un perfume leve, el más evocador de cuantos existen, esencia combinada de mil especias que hace vacilar la cabeza y se te encarama espíritu arriba. ¿Qué hago aquí, en la puerta de Saint-Jérôme, la cabeza erguida y cara al viento, pugnando por captar el rastro de ese perfume? Impregna mis sueños, de los que me despierto sudoroso y hambriento. En ellos me sacio de chocolate, me revuelco en chocolate, su textura no es quebradiza sino suave como la carne, como mil bocas que devorasen mi cuerpo a pequeños y fugaces mordiscos. Morir de esa dulce glotonería me parece la culminación de todas las tentaciones que he conocido y en momentos como éste casi comprendo a Armande Voizin, que pone en riesgo su vida tras el deleite de cada mordisco que da.

He dicho «casi».

Sé cuáles son mis deberes. Ahora duermo muy poco, ya que he ampliado mi penitencia a estos momentos fugaces de abandono. Me duelen las articulaciones, pero doy por bienvenida la evasión que me causa ese dolor. El placer físico es grieta por la que el demonio introduce sus raíces. Huyo de los perfumes embriagadores, como una sola vez al día y sólo alimentos simples y carentes de olor. Cuando no me ocupo de los deberes de mi parroquia trabajo en el jardín de la iglesia, cavo los parterres y arranco las hierbas que acechan las tumbas. Ha estado descuidado estos dos últimos años y siento un profundo malestar cuando veo el caos que reina en lo que fuera en otro tiempo un jardín ordenado. Han crecido a merced del pródigo abandono el espliego, la mejorana, las varas de san José y la salvia morada entre hierbas y cardos azules. Sus perfumes me turban. Me gustaría tener en el jardín hileras ordenadas de arbustos y flores, quizás un seto de boj alrededor. Tanta profusión me parece un error, una irreverencia, un brote salvaje de vida en el que una planta ahoga a la otra en un vano intento de dominarlo todo. Se nos ha dado a nosotros el dominio sobre estas cosas, lo dice la Biblia. Sin embargo, yo no me siento dueño de nada. Siento sí, en cambio, como una sensación de impotencia, ya que al mismo ritmo que cavo, podo y corto, los apretados y verdes ejércitos invaden los espacios libres a mi espalda y me sacan sus lenguas verdes y largas burlándose de mis esfuerzos. Narcisse me observa, divertido y desdeñoso.

– Mejor que plante algo que valga la pena, père -me dice-. Llene los espacios con plantas buenas, de lo contrario las hierbas los invadirán siempre.

Tiene razón, eso por descontado. He encargado cien matas en su vivero, plantas dóciles que distribuiré formando hileras. Me gustan las begonias blancas y los lirios enanos y las dalias de color amarillo pálido y los lirios de Pascua, sin perfume pero tan maravillosos con las primorosas espirales que forman sus hojas. Narcisse me promete que serán bellas pero no invasoras. Son naturaleza domesticada por el hombre.

Vianne Rocher se acercó a observar mi labor. Yo la di de lado. Llevaba un jersey de color turquesa y unos pantalones vaqueros e iba calzada con unos botines de ante morado. Iba peinada a lo pirata y con los cabellos flameando al viento.

– Tiene un jardín muy bonito -observó mientras acariciaba con la mano una zona de verde y después, cerrándola, se la acercaba a la cara para oler el perfume de que había quedado impregnada-. ¡Cuántas hierbas! -añadió-. Toronjil y menta y salvia de pino y…

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