Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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– No conozco sus nombres -he dicho con brusquedad-. No soy jardinero. Además, no son más que hierbas.

– A mí me gustan las hierbas.

No me extraña. Siento crecer la indignación dentro de mí. ¿O es por el perfume? Estoy metido hasta la cintura en un mar de hierbas que se agitan y noto el crujido de las vértebras lumbares sometidas a la repentina presión.

– Dígame una cosa, mademoiselle.

Me miró obediente y con una sonrisa en los labios.

– Dígame qué se propone al alentar a mis feligreses a que arranquen de raíz las vidas que han llevado hasta ahora, a que renuncien a la seguridad…

Me dirigió una mirada ausente.

– ¿A que arranquen de raíz sus vidas? -desvió la mirada y la centró, dubitativa, en el montón de hierbajos que yo había acumulado en el camino que discurría a mi lado.

– Me refiero a Joséphine Muscat -le solté.

– ¡Ah! -retorció entre los dedos un tallo de espliego verde-. No era feliz.

Al parecer se figuraba que con esta frase quedaba todo explicado.

– Y ahora que ha roto el vínculo matrimonial, que ha abandonado todo cuanto poseía, que ha renunciado a su antigua vida, ¿cree usted que va a ser más feliz?

– Por supuesto que sí.

– ¡Bonita filosofía! -comenté en tono burlón-. Siempre que uno no crea en el pecado.

Se echó a reír.

– Es mi caso -dijo-. No creo en el pecado.

– Entonces compadezco a su hija -dije con acritud-, porque crecerá sin Dios y sin moral.

Me lanzó una mirada de reojo, nada amable por cierto.

– Anouk sabe qué está bien y qué está mal -ha dicho, aunque he visto que esta vez le había tocado un punto sensible, acababa de acertar un blanco muy pequeño-. En cuanto a Dios… -cortó la frase como si le hubiera pegado un mordisco-… no creo que el cuello blanco que usted lleva le dé acceso exclusivo a la divinidad -remató la frase como tratando de decirla con más amabilidad-. Creo que tiene que haber sitio para los dos en alguna parte, ¿no le parece?

No me he dignado responder. He visto en seguida qué se oculta detrás de su pretendida tolerancia.

– Si de verdad quiere hacer una buena obra -le dije con dignidad-, lo mejor que podría hacer sería convencer a madame Muscat de que recapacite sobre lo precipitado de su decisión. Y que haga entrar en razón a Armande Voizin.

– ¿Entrar en razón? -fingió que no sabía de qué le hablaba, pero sé que lo sabe.

Le repetí gran parte de lo que ya he dicho al perro guardián. Armande es una mujer anciana, le he dicho, voluntariosa y obstinada, pero pertenece a una generación que está mal pertrechada para entender las cuestiones médicas, la importancia de la dieta y la medicación. De ahí su empecinada resistencia a hacerse cargo de la realidad…

– Armande vive feliz en su casa -su voz casi parecía sensata-. No está dispuesta a abandonar su casa ni a ingresar en una residencia. Quiere morir en casa.

– ¡Pero no tiene derecho a decidir! -mi voz restalló como un latigazo a través de la plaza-. Ella no tiene voz ni voto en esta cuestión. Puede vivir mucho tiempo todavía, quizá diez años más…

– Claro que puede -me dijo como echándome las palabras en cara-. Todavía tiene movilidad, lucidez, es una persona independiente…

– ¡Independiente! -a duras penas he conseguido disimular el desdén-. ¿Y cuando esté completamente ciega dentro de seis meses? ¿Qué hará entonces?

Por primera vez noto que se sentía confusa.

– No lo entiendo -dijo finalmente-. De momento Armande tiene bien la vista, ¿verdad? Me refiero a que ni siquiera lleva gafas.

La miré con dureza. Era evidente que no estaba enterada.

– Usted no ha hablado con el médico, ¿verdad?

– ¿Por qué he de hablar con el médico? Armande…

La he cortado.

– Armande tiene un problema -le dije-, un problema que se ha empeñado en negar sistemáticamente, lo que puede darle una idea de su obstinación, ya que incluso se niega a admitirlo para sí misma y ante su familia…

– Dígame de qué se trata, por favor -me ha dicho mirándome con ojos duros como ágatas.

Entonces se lo he dicho.

29

Domingo, 16 de marzo

Primero Armande ha hecho como si no supiera de qué le estaba hablando. Después, pasando a un tono más altanero, me ha preguntado que «quién se había ido de la lengua» y me ha echado en cara que yo era una metomentodo y que no tenía ni la más mínima idea del asunto.

– Armande -le he dicho así que ella ha hecho una pausa para respirar-. Dígame la verdad. Dígame qué quiere decir eso de que usted padece una retinopatía diabética…

Se ha encogido de hombros.

– Mejor será que lo haga, puesto que ese condenado médico va pregonándolo por todo el pueblo -dijo ella con aire petulante-. Me trata como si no fuera capaz de decidir por mi cuenta -me dirigió una mirada severa-. Y usted es otra que tal, querida señora -me ha dicho-. Va por ahí contando chismes, metiendo las narices por todas partes. No soy una niña, Vianne.

– Sé que no lo es.

– Entonces…

Ha cogido la taza de té que tenía junto al codo. Me fijé con qué cuidado la asía, cómo comprobaba el lugar donde se encontraba antes de cogerla. No era ella la ciega, sino yo. El bastón con la cinta roja, sus gestos vacilantes, la labor de tapicería inacabada, los ojos amparados por el ala de una serie sucesiva de sombreros…

– Es algo en lo que usted no puede ayudarme -continuó Armande en tono más suave-. Por lo que veo, es incurable, lo que quiere decir que es un asunto que no atañe a nadie más que a mí. -Después de tomar un sorbo de la taza hizo una mueca-. Manzanilla -ha comentado sin pizca de entusiasmo-, dicen que elimina las toxinas. Sabe a meadas -volvió a dejar la taza con las mismas precauciones de antes-. Echo de menos la lectura -comentó-. Actualmente me cuesta mucho leer la letra impresa, pero Luc me lee a veces alguna cosa. ¿Se acuerda de aquel primer miércoles en que me leyó los poemas de Rimbaud?

He asentido con la cabeza.

– Lo dice como si hiciera un montón de años -observé.

– Así es -me dijo con voz indiferente, casi sin inflexión alguna-. Ahora tengo algo que no creía llegar a tener nunca, Vianne. Mi nieto me visita todos los días. Hablamos como personas adultas. Es un buen muchacho, hasta se preocupa un poco por mí.

– La quiere, Armande -le he interrumpido-. Todos la queremos.

Se ríe por lo bajo.

– Todos quizá no -dijo-, pero eso tampoco tiene importancia. Actualmente dispongo de todo lo que había querido tener siempre. Mi casa, mis amigos, Luc… -me lanzó una mirada resuelta-. No voy a dejar que me lo quiten -declaró con un aire rebelde.

– No lo entiendo. Nadie puede obligarla a…

– No me refiero a nadie en concreto -me ha interrumpido con viveza-. Cussonet puede decir lo que quiera sobre sus trasplantes de retina y sus escáners y sus tratamientos con láser y demás zarandajas… -el desprecio que le inspiran todas estas cosas es muy evidente-. No por ello vamos a cambiar la realidad. Y la realidad es que me estoy quedando ciega y que eso no tiene arreglo -se cruzó de brazos con gesto decidido.

– Habría tenido que acudir a él mucho antes -añadió sin amargura-. Ahora es irreversible y va a peor. Lo máximo que puede proporcionarme ahora son seis meses de visión parcial y después… Le Mortoir, me guste o no, hasta que me muera -se calló un momento-. Aún podría vivir diez años más -dijo con aire reflexivo, como un eco de mis palabras a Reynaud.

Abrí la boca para rebatir sus palabras, para decirle que quizá las cosas no estaban tan mal como eso, pero volví a cerrarla.

– No me mire así, hija mía -Armande me dio un codazo de complicidad-. Después de un banquete de cinco platos lo que uno quiere es tomar café y licores, ¿no es verdad? No va a rematarlo con un plato de puré, ¿no le parece? ¿Cómo va a querer tomar otro plato?

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