Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Me cuesta terminar la frase. Sé de sobra que no querrá aceptar lo que puede tomar por una limosna.

– Supongo que no tendrá nada que ver con nuestra amiga Armande, ¿verdad? -lo dice con tono ligero pero con dureza. Se vuelve hacia donde estaban sentados Armande y los demás-. Buenas obras a la chita callando, ¿no es eso? -dice en tono cáustico.

Se ha vuelto de nuevo hacia mí, su expresión es precavida e inexpresiva.

– No he venido aquí a buscar trabajo. Lo único que quería preguntarle es si aquella noche vio a alguien rondando por los alrededores de mi barca.

Niego con la cabeza.

– Lo siento, Roux, pero no vi a nadie.

– De acuerdo, pues -se ha vuelto con intención de marcharse-. Gracias.

– Oiga, espere… -le grito-. ¿No quiere tomar nada?

– Otra vez será.

Su tono es brusco, casi roza la mala educación. Como si la rabia que siente buscase algo donde poder descargarse.

– Nosotros seguimos siendo amigos de usted -le he dicho cuando ya estaba en la puerta-. Armande, Luc y yo. No esté tan a la defensiva. Lo único que queremos es ayudarlo.

Roux se vuelve bruscamente. Su rostro es sombrío y tiene los ojos entrecerrados, cortantes como cuchillos.

– Esto va para todos ustedes -ha hablado en voz baja pero cargada de odio, tan ronca que casi no se le ha entendido-. No necesito ayuda de nadie. No habría debido tener tratos con ninguno de ustedes, esto para empezar. Si he venido ahora ha sido solamente porque me gustaría encontrar a la persona que me quemó la barca. Y en cuanto a que ustedes sean amigos míos, ya puede quitárselo de la cabeza.

De pronto ha desaparecido, aunque no sin antes golpear torpemente la jamba de la puerta y acompañado de un airado campanilleo de carillones.

Así que sale nos miramos llenos de sorpresa.

– Los pelirrojos son así -dice Armande con aire convencido-, más cabezotas que las mulas.

Joséphine parece impresionada.

– ¡Qué hombre tan horrible! -dice finalmente-. Tú no le incendiaste la barca. ¿Qué derecho tiene a echarte las culpas?

Me he encogido de hombros.

– Se siente impotente, está furioso y no sabe a quién culpar -le he explicado-. Es una reacción natural. Y se figura que si le ofrecemos ayuda es porque le tenemos lástima.

– Me horroriza la violencia -dice Joséphine, seguramente pensando en su marido-. Menos mal que se ha marchado. ¿Crees que ahora se irá de Lansquenet?

Niego con la cabeza.

– No, no creo -le digo-. ¿Dónde va a ir?

27

Jueves, 13 de marzo

Ayer por la tarde fui a Les Marauds a hablar con Roux, pero tuve tan poco éxito como la última vez. La casa en ruinas estaba atrancada por dentro y tenía los postigos cerrados. Me lo imaginé acurrucado en la oscuridad, reconcomido por la rabia como un animal salvaje. Lo llamé por su nombre y, aunque sé que me oyó, no respondió. Consideré la posibilidad de dejarle una nota en la puerta, pero al final decidí no hacerlo. Si quiere venir a verme, que lo haga por su voluntad. Anouk me acompañó. Llevaba una barquita de papel que yo le había hecho con la cubierta de una revista. Mientras yo esperaba en la puerta de Roux, Anouk se acercó a la orilla del río para hacerla navegar, ayudándose con una rama larga y flexible para evitar que la corriente la arrastrara. Viendo que Roux no se dignaba aparecer, volví a La Praline, donde Joséphine ya había empezado a preparar la cobertura de toda la semana, y dejé a Anouk entregada a sus juegos.

– ¡Mucho cuidado con los cocodrilos! -le dije con la cara muy seria.

Anouk me sonrió. Llevaba un gorrito amarillo, tenía una trompeta de juguete en una mano y la rama en la otra y se puso a tocar la trompeta con sonido estridente y monótono, saltando de un pie a otro con una excitación que iba creciendo por momentos.

– ¡Cocodrilos! ¡Los cocodrilos atacan! -gritaba-. ¡Preparad los cañones!

– ¡Para ya! -le ordené-. ¡Cuidado, no te vayas a caer!

Anouk me envió de un soplo un extraño beso y volvió a sus juegos. Cuando me volví, ya en lo alto de la colina, la vi bombardeando a los cocodrilos con pedazos de turba y hasta mí llegó el sonido estridente de la trompeta -¡¡ta-ta-ta!!- en el que se intercalaban otros efectos especiales -¡puf! ¡plas!- mientras la batalla seguía en pleno apogeo.

Era curioso que siguiera sorprendiéndome, que me hiciera sentir aquella poderosa oleada de ternura. Entrecerrando los ojos para evitar que el sol me deslumbrase, veía casi a los cocodrilos, sus formas largas, parduscas, moviéndose convulsivamente en el agua, los destellos de los cañones… Moviéndose entre las casas, veía a Anouk, el rojo y el amarillo de su abrigo y su gorro destacados en la sombra, y casi podía imaginar también aquella comitiva de animales que la rodeaba. Mientras la estaba observando, se volvió, me saludó con la mano y me gritó: «¡Te quiero!», aunque después volvió a enfrascarse en aquel asunto tan importante al que estaba jugando.

Como cerramos por la tarde, Joséphine y yo nos pusimos a trabajar de firme en la confección de pralinés y trufas suficientes para todo el resto de la semana. Ya he comenzado a preparar los bombones de Pascua y, en cuanto a Joséphine, ya sabe decorar los animales y los empaqueta después metiéndolos en cajas adornadas con cintas multicolores. La bodega es el almacén ideal: es fresca pero no fría, lo que provocaría la aparición de esa capa blanquecina con que le refrigeración recubre al chocolate, y además es oscura y seca, circunstancia que permite almacenar en ella preparaciones especiales, que guardamos en cajas de cartón, y deja espacio todavía para nuestras provisiones domésticas. El pavimento está constituido por losas viejas, oscuras y alisadas, que parecen de roble, frescas y resbaladizas. En el techo, simplemente una bombilla. La puerta de la bodega es de pino sin barnizar, con un agujero en la parte baja para que pase por él un gato que hace mucho tiempo se largó. Hasta a Anouk le gusta la bodega, que huele a piedra y a vino viejo, y con tizas de colores ha hecho dibujos en las losas del suelo y ha llenado las paredes encaladas de animales, castillos, pájaros y estrellas. Armande y Luc, en la tienda, se quedaron charlando un rato y después salieron juntos. Ahora se encuentran más a menudo, y no siempre en La Praline. Luc me dijo que la semana pasada fue a verla dos veces a su casa y que las dos veces trabajó una hora en su jardín.

– Aho-hora que tiene la ca-casa arreglada, necesita que le arreglen los par-parterres del jardín -me dijo lleno de entusiasmo-. Ella ya no pue-puede cavar la tierra como antes, pero didice que le gustaría tener es-este año más flo-flores en lugar de tantos hierbajos.

Ayer Luc llevó a su abuela una bandeja de plantas del vivero de Narcisse y las plantó en el suelo recién cavado, al pie del muro de la casa de Armande.

– Compré es-espliego y prí-prímulas y tulipanes y narci-cisos -me explicó-. Le gustan las flores de co-colores vivos y las que huelen más. Como no ve muy bien, he com-comprado lilas y alhelíes y reta-tama y así las verá bien -sonrió con timidez-. Quiero plan-plantarlas antes de su cum-cumpleaños -me dijo.

Pregunté a Luc cuándo era el cumpleaños de Armande. -El treinta de marzo -me dijo-. Cumplirá ochenta y uno. Ya he pensado en el re-regalo que le haré.

– ¿Ah, sí?

Asintió.

– He pen-pensado que le compraría unas enaguas de se-seda -su tono de voz era ligeramente de-defensivo-. Le gusta mumucho la ro-ropa interior.

Tratando de disimular una sonrisa, le dije que me parecía una excelente idea.

– Tendré que ir a Agen -dijo muy serio-. Y tendré que esconder el regalo pa-para que mi ma-madre no lo vea, se pondría como una moto -dijo de pronto entre risas-. Podríamos orgaorganizar una fi-fiesta. Desear a mi abuela que tenga una buena entra-trada en la dé-década próxima.

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