Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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«No necesitamos de nadie salvo de nosotras.»

Unas palabras murmuradas y recordadas con orgullo en la sofocante oscuridad de la habitación anónima de un hotel.

«¿Para qué demonios vamos a querer a nadie más?»

Palabras valientes que, si fueron pronunciadas entre lágrimas, no llegué a verlas debido a la oscuridad. Sin embargo, noté que la voz le temblaba de manera casi imperceptible, mientras me apretaba entre sus brazos debajo de las sábanas, como presa de una extraña fiebre. Tal vez fuera de eso de lo que huía, de hombres amables, de mujeres amables que querían confraternizar con ella, amarla, entenderla. Estábamos aquejadas de la fiebre de la desconfianza, y nos aferrábamos con desesperación a nuestro orgullo, el último refugio de los indeseables.

– He ofrecido trabajo a Joséphine -me sale una voz dulce y quebrada-. Si tengo que encargarme de los preparativos del festival del chocolate, que organizaré en Pascua, voy a necesitar ayuda.

La mirada del cura, ya sin tapujos, está cargada de odio.

– Le enseñaré los conocimientos básicos de la preparación del chocolate -continúo-. Joséphine puede trabajar en la tienda mientras yo trabajo dentro.

Joséphine me mira con cara de vaga sorpresa. Le hago un guiño.

– A mí me hará un favor y estoy segura de que a ella tampoco le vendrá nada mal el dinero que se gane -digo con ánimo de suavizar asperezas-. Y en cuanto a quedarse… -he pasado a dirigirme a ella y he pronunciado las palabras mirándola a los ojos-… Joséphine puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera. Es un placer tenerla en casa.

Armande suelta otro de sus graznidos.

– O sea que ya lo has visto, mon père -dice con satisfacción-. No pierdas más tiempo porque, si tú no te metes, todo va sobre ruedas -toma un sorbo de chocolate con aire pícaro-. Esto te haría bien -le ha dicho a modo de consejo-. Pareces decaído, Francis. ¿No será que has vuelto a darle al vino de la comunión?

El cura la mira con una sonrisa que era como un puñetazo.

– Muy graciosa, madame. Me gusta comprobar que no ha perdido su sentido del humor -seguidamente gira sobre sus talones y se despide de la feligresía con una inclinación de cabeza y un cortés «monsieur-dames», igual que uno de esos nazis tan educados que salen en las películas malas de guerra.

25

Lunes, 10 de marzo

Sus risas me han seguido fuera de la tienda hasta la calle como una bandada de pájaros. El aroma del chocolate, como el de la rabia que siento, me produce mareo, me enloquece de furia. Teníamos razón, père. Esto nos lava de todas nuestras culpas. Al arremeter contra las tres cosas que nos son más queridas -la comunidad, las fiestas de la Iglesia y ahora uno de sus sacramentos más sagrados-, esta mujer se ha revelado finalmente tal como es en realidad. Su influencia es perniciosa y crece con rapidez y ya fructifica en una docena o dos de personas que son terreno abonado. Esta mañana he visto en el cementerio de la Iglesia el primer diente de león de la temporada, encajonado en un pequeño espacio detrás de una lápida. Crece a una profundidad a la que no puedo llegar, grueso como un dedo, busca la oscuridad de debajo de la piedra. Dentro de una semana la planta habrá vuelto a crecer, más fuerte que antes.

Esta mañana Muscat se ha acercado a la comunión, pero no ha ido a confesarse. Tiene un aire marchito y triste, no se encuentra a gusto con la ropa de los domingos. Que su mujer lo haya dejado le ha sentado muy mal.

Al salir de la chocolaterie, Muscat ya me estaba esperando. Fumaba apoyado en el pequeño arco junto a la entrada principal.

– ¿Y bien, père?

– He hablado con su esposa.

– ¿Cuándo vuelve a casa?

He movido la cabeza negativamente.

– No quisiera darle falsas esperanzas -le he dicho con voz amable.

– ¡Vaca testaruda! -ha exclamado arrojando el cigarrillo y machacándolo con el tacón del zapato-. Perdone el lenguaje, père, pero eso es lo que es. Cuando pienso en todas las cosas de las que me he privado por culpa de esa perra loca… el dinero que me ha costado…

– También ella ha tenido que soportar muchas cosas -le he dicho con intención, recordando muchas sesiones de confesionario.

Muscat se ha encogido de hombros.

– ¡Yo no soy un ángel! -ha dicho-. Conozco mis debilidades. Pero, dígame, père… -tendió las manos hacia mí en gesto implorante-, ¿acaso no tengo razón? ¿Tener que despertarme cada mañana y contemplar su estúpida cara? ¿Atraparla una vez y otra con los bolsillos llenos de cosas robadas del mercado… lápices de labios, frascos de perfume, bisutería? ¿Tener que soportar que todo el mundo me mire en la iglesia y se ría de mí en mis narices? ¿Eh? -me ha mirado como queriendo ganarme para su causa-. ¿Qué me dice, père? ¿No cree que también yo he llevado mi cruz?

Eran cosas que ya me tenía oídas. Que si era desaliñada, que si era corta de alcances, que si era una ladrona, que si era una perezosa que no hacía el trabajo de la casa… No tengo derecho a opinar sobre este tipo de cosas. Mi misión consiste en ofrecer consejo y consuelo. Pese a todo, sus excusas me repugnan, me molesta que crea que, de no haber sido por ella, él habría llegado a grandes cosas.

– No estamos aquí para culpar a nadie -le he dicho en tono de reproche-, pero tenemos que encontrar los medios de salvar su matrimonio.

Al momento se ha apaciguado.

– Lo siento, père. No… no habría debido decir estas cosas -ha intentado el recurso de la sinceridad, ha mostrado unos dientes amarillentos como marfil antiguo-. No se figure que no la quiero, père. Me refiero a que me gustaría que volviera, ¿comprende?

¡Sí, claro! Para que le prepare la comida, le planche la ropa, le lleve el bar y para demostrar a sus amigos que a él, Paul-Marie Muscat, no hay quien le tome el pelo, nadie. Desprecio su hipocresía. Tiene que conseguir que vuelva. En eso estoy de acuerdo. Pero no por las mismas razones.

– Pues si quiere que vuelva, Muscat -le he dicho con aspereza-, hasta ahora ha llevado las cosas de una manera sumamente idiota.

Se ha refrenado.

– Yo no lo veo así.

– ¡Venga, déjese de sandeces!

¡Oh, Señor! ¡Oh, père! ¿Cómo pudo usted tener tanta paciencia con esta gente?

– Amenazas, obscenidades y anoche la vergonzosa escena de su borrachera. ¿Le parece que esto es favorable a su causa?

Con gesto hosco responde:

– No podía dejar que se fuera por las buenas, père. Todo el mundo dice que mi mujer me ha abandonado. Y esa zorra metomentodo de la pastelera… -sus ojos mezquinos se han empequeñecido aún más detrás de las gafas de montura metálica-. Le estará bien empleado si le ocurre algo a esa tienda fantasiosa que ha puesto -dice de pronto-. Así nos desembarazaremos de esa zorra para siempre.

Lo he mirado con atención.

– ¿Cómo?

Acababa de decir algo que estaba demasiado cerca de lo que yo mismo pensaba, mon père. Que Dios tenga piedad de mí, pero cuando vi arder aquella barca… fue un placer primitivo, indigno de mi cargo, un sentimiento pagano que reconozco que no habría debido sentir. He luchado contra él, père, a primeras horas de la madrugada. He intentado sofocarlo, pero es como el diente de león, que vuelve a crecer una y otra vez, con sus insidiosas raíces, esas pequeñas raíces que se adentran cada vez más en la tierra. Tal vez por eso, porque yo lo sabía, mi voz ha sonado más áspera de lo que era mi intención al replicarle.

– Pero ¿en qué está pensando, Muscat?

Ha farfullado algo apenas audible.

– ¿Un incendio, quizá? ¿Un fuego oportuno? -sentí la fuerza de la rabia que presionaba contra mis costillas. Su sabor, metálico y dulcemente podrido a la vez, me ha llenado la boca-. ¿Algo así como el fuego que nos libró de los gitanos?

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