Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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– Paul, escúchame.

La voz de Joséphine ataja sus bravuconadas y le impulsa a guardar silencio a media frase.

– ¡Vete! No tengo más que decirte. ¿Me has entendido?

Está temblando, pero su voz es tranquila y pausada. De pronto me siento orgullosa de ella y le oprimo el brazo como para tranquilizarla. Muscat se queda en silencio un momento, pero en seguida vuelve a exaltarse y noto la rabia soterrada que lo domina, como el zumbido de una interferencia en una señal distante de radio.

– José… -dice en voz baja-. Esto que haces es una tontería. Anda, sal y lo hablamos como Dios manda. Tú eres mi mujer, José. ¿No es eso motivo suficiente para intentarlo de nuevo?

Pero ella niega con la cabeza.

– Demasiado tarde, Paul -dice con voz muy decidida-. Lo siento.

Después cierra la puerta con suavidad pero con firmeza y, aunque él sigue golpeándola varios minutos, tan pronto lanzando juramentos como optando por los halagos o por las amenazas de manera alternativa e incluso llorando hasta la sensiblería y llegando a tragarse su propia comedia, ya no volvemos a atender su demanda.

A medianoche oigo sus gritos en la calle y un puñado de tierra que se estrella en el cristal de la ventana con un ruido sordo y alterando su transparencia con una mancha. Me levanto para ver qué pasa y veo a Muscat convertido en una especie de gnomo achaparrado y maligno apostado en la plaza, las manos hundidas en las profundidades de sus bolsillos y el blando barrigón desbordando por encima del cinturón. Tiene pinta de borracho.

– ¡Aquí no puedes quedarte! -grita, y he visto que, detrás de él, se encendía la luz de una ventana-. ¡Tarde o temprano tendrás que salir! Y entonces, zorras… entonces…

Con gesto automático y rápido abro los dedos como las púas de un tenedor para devolverle el mal agüero:

– ¡Apártate, espíritu del mal, lejos de aquí!

Éste es otro de los reflejos heredados de mi madre. Me sorprende, sin embargo, ver que ahora me siento mucho más segura. Mucho más tarde, aún sigo despierta. Estoy tendida en la cama, atenta a la suave respiración de mi hija, observando las formas fugitivas y fortuitas que crea la luna al filtrarse entre las hojas. Intento entrever vaticinios en ellas, buscar una señal en los móviles dibujos, una palabra que me tranquilice… Por la noche es más fácil creer en esas cosas, mientras el Hombre Negro atisba fuera y la veleta deja oír su chirrido -cri… cri…- en lo alto del campanario. Pero no veo nada, no siento nada y, finalmente, me vuelvo a quedar dormida y sueño que Reynaud está en un hospital, de pie junto a la cama de un viejo que tiene una cruz en una mano y una caja de cerillas en la otra.

24

Domingo, 9 de marzo

Armande ha hecho acto de presencia esta mañana temprano para tomarse un chocolate y chismorrear un rato. Llevaba un sombrero nuevo de paja calada adornado con una cinta roja y tenía un aspecto más radiante y vital que ayer. El bastón que ahora acostumbra a usar es una afectación, lleva en él un lazo rojo que parece una bandera de desafío. Me ha pedido que le sirviera un chocolat viennois y una porción de bizcocho blanco y negro, y se ha instalado cómodamente en un taburete. Joséphine, que de momento me ayuda unos días en la tienda hasta que decida qué hará, la observaba con un cierto recelo desde la cocina.

– Me he enterado de que anoche hubo jaleo -dijo Armande con esa manera directa que tiene de decir las cosas, aunque la dulzura que brilla en sus ojos negros redime su atrevimiento-. Me han dicho que ese patán de Muscat estuvo berreando y haciendo el gamberro.

Le di una explicación de los hechos lo más atenuada posible. Armande escuchó con atención.

– Lo que yo me pregunto es por qué no lo dejó hace un montón de años -ha dicho cuando he terminado-. Su padre era igualito que él… demasiado libres en sus opiniones. Y lo mismo con las manos -hizo un ademán afectuoso a Joséphine, que estaba en la puerta con un puchero de leche caliente en una mano-. Siempre he pensado que un día lo verías claro, hija -le ha dicho-. No dejes que nadie te haga cambiar de opinión.

Joséphine se ha sonreído.

– No se preocupe -le responde-, no lo permitiré.

Esta mañana hemos tenido más clientes en La Praline que en ningún domingo desde que Anouk y yo nos instalamos en esta casa. Nuestros habituales -Guillaume, Narcisse, Arnauld y unos pocos más- apenas han dicho nada, se han limitado simplemente a hacer algún gesto amable a Joséphine y han actuado más o menos como siempre.

Guillaume ha aparecido a la hora de comer, ha entrado al mismo tiempo que Anouk. Debido a los acontecimientos de los últimos días, sólo había tenido ocasión de hablar con él un par de veces, pero sólo entrar me ha sorprendido ver el cambio radical que se había operado en él. Adiós a ese aire suyo encogido y apocado. Ahora camina con paso gallardo y lleva una bufanda roja en torno al cuello que le da un aire casi osado. He observado que continúa llevando, sin embargo, la traílla de Charly arrollada a la muñeca. Veo con el rabillo del ojo una mancha borrosa y oscura a sus pies: Pantoufle. Anouk pasa corriendo junto a Guillaume balanceando con descuido la mochila que lleva colgada y agachándose para colarse por debajo del mostrador y darme un beso.

– ¡Maman! -me grita al oído-. ¡Guillaume ha encontrado un perro!

Me vuelvo a mirar, los brazos todavía llenos de Anouk. Guillaume estaba junto a la puerta con el rostro arrebolado. Tiene a los pies un perro mestizo con el pelaje a manchas blancas y marrones, es apenas un cachorrillo y ha adoptado una postura encantadora.

– ¡Eh, Anouk, este perro no es mío! -dice Guillaume con expresión de satisfacción y de desconcierto a la vez-. Estaba en Les Marauds. Supongo que alguien habrá querido desprenderse de él.

Anouk da unos terrones de azúcar al perro.

– Roux lo ha encontrado -me explica a grito pelado-. Lo ha oído llorar cerca del río. Eso me ha dicho.

– ¿Ah, sí? ¿Has visto a Roux?

Anouk asiente con aire distraído mientras hace mimos al perro, que se pone panza arriba y suelta un gañido de felicidad.

– ¡Es una monada! -dice Anouk-. ¿Se quedará con él?

Guillaume se sonríe con una sombra de tristeza.

– No creo, cariño. Después de Charly, ya comprenderás que…

– Pero este perro está perdido, no tiene dónde ir…

– Estoy convencido de que hay muchísima gente que estaría encantada con un perrito tan lindo como éste -Guillaume se inclina y tira suavemente de las orejas del perro-. Es muy cariñoso, está lleno de vida.

Anouk insiste:

– ¿Qué nombre le pondrá?

Pero Guillaume niega con la cabeza.

– No se quedará conmigo tanto tiempo como para ponerle nombre, ma mie.

Anouk me dirige una de sus miradas cómicas y yo muevo negativamente la cabeza como amonestándola sin palabras.

– He pensado que quizá podría poner un cartelito en el escaparate -me dice Guillaume sentándose junto al mostrador-, por si alguien lo reclama, ¿sabe usted?

Le sirvo una taza de mocha, que dejo ante él con un par de florentinas al lado.

– Claro que sí -le digo con una sonrisa.

Cuando me vuelvo un momento después, me veo al perro instalado en las rodillas de Guillaume comiendo florentinas. Anouk me mira y me guiña el ojo.

Narcisse me ha traído una cesta de endibias de su huerto y, así que ve a Joséphine, le tiende un ramillete de anémonas escarlata que se ha sacado del bolsillo de la chaqueta al tiempo que murmura entre dientes que «alegrarán un poco la casa».

Joséphine se pone como la grana, pero creo que se siente halagada e intenta darle las gracias. Narcisse se escabulle, aturullado, disculpándose torpemente.

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