Joanne Harris - Chocolat
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– Y un Jesús de chocolate clavado en la cruz con…
– El Papa de chocolate blanco…
– Y corderos de chocolate…
– Concursos de huevos con sorpresas dentro, buscar huevos…
– Invitaremos a todo el mundo, será…
– ¡Fantástico!
– ¡Sí, superfantástico!
Tengo que hacerlos callar agitando los brazos, pero me río a carcajadas. Mis gestos han hecho en el aire un arabesco de amargo polvo de chocolate.
– Vosotros haréis los carteles -les digo-. De lo demás me encargo yo.
Anouk ha saltado con los brazos abiertos para abrazarme. Huele a sal y a lluvia, ese olor a cobre que emana del heno y de la vegetación anegada. En sus cabellos enmarañados hay prendidas gotitas de agua.
– ¡Subid a mi cuarto! -dice gritándome la frase en el oído-. Pueden, ¿verdad, mamá? ¡Di que sí! Podemos empezar en seguida, arriba tengo papel y lápices de colores.
– Sí, pueden subir -consiento.
Al cabo de una hora el escaparate ha quedado embellecido con un enorme cartel: el dibujo de Anouk ejecutado por Jeannot. El texto, escrito en letras verdes, grandes y temblorosas, reza:
GRAN FESTIVAL DEL CHOCOLATE
EN L A C ÉLESTE P RALINE
DOMINGO DE P ASCUA PRIMER DÍA
TODO EL MUNDO ESTÁ INVITADO
¡¡¡COMPRE ANTES DE QUE SE AGOTE TODO!!!
Alrededor del texto hay varias criaturas de dibujo fantasioso haciendo cabriolas. Veo a una figura vestida con una túnica y que lleva en la cabeza una corona muy alta y me figuro que debe de ser el Papa. A sus pies tiene unos dibujos de campanas recortados y pegados. Todas las campanas sonríen.
Me he pasado casi toda la tarde amasando la nueva hornada de cobertura y trabajando en el escaparate. Una base gruesa de papel de seda verde simula la hierba. Flores de papel -dientes de león y margaritas, contribución de Anouk- sujetas al marco del escaparate. Latas recubiertas de verde que fueron en otro momento recipientes de cacao en polvo, amontonadas unas sobre otras para representar la ladera escabrosa de una montaña. Papel de crujiente celofán la recubre a la manera de una capa de hielo. Por ella, discurre hasta el valle la cinta sinuosa de seda azul de un río, sobre la cual se agrupan unas cuantas casas flotantes, tranquilas, sin reflejarse en sus aguas. Y más abajo, una procesión de figuras de chocolate -gatos, perros, conejos-, algunos con una pasa a modo de ojo, rosadas orejas de mazapán, rabos de regaliz y flores de azúcar entre los dientes… Y ratones. Ratones en todas las superficies disponibles. Ratones corriendo ladera arriba, acurrucándose en los rincones, también en las casas flotantes de los ríos. Ratones rosados y de coco envuelto en azúcar, ratones de chocolate de todos los colores, abigarrados ratones jaspeados con trufa y crema de marrasquino, ratones de delicadas tonalidades, ratones escarchados y moteados con azúcar. Y descollando por encima de todos ellos, el Flautista de Hamelín, resplandeciente de rojo y amarillo, con una flauta de azúcar cande en una mano y el sombrero en la otra. En mi cocina tengo centenares de moldes, unos finos de plástico para los huevos y las figuras y otros de cerámica para los camafeos y los bombones de licor. Gracias a ellos puedo reproducir cualquier expresión facial e imprimirla en una superficie hueca, a la que después incorporo cabellos y demás detalles con una manga de boca fina mientras que, aparte, hago el tronco y los miembros en piezas separadas y los pongo en su sitio con ayuda de alambres y chocolate fundido… Después viene el camuflaje: una capa roja de mazapán, una túnica, un sombrero del mismo material, una larga pluma que roza el suelo junto a sus pies calzados con botas. Mi Flautista de Hamelín se parece un poco a Roux, con sus cabellos rojos y su vestimenta abigarrada.
No puedo evitarlo: el escaparate es tan incitante que no puedo resistir la tentación de adornarlo con algunos detalles dorados y, haciendo de tripas corazón, alegrar el conjunto con el dorado resplandor de la bienvenida. Pienso en un letrero imaginario que destella como un faro: VEN, dice. Tengo deseos de dar, de hacer feliz a la gente, seguro que esto no puede dañar a nadie. Me doy cuenta de que este saludo de bienvenida puede ser una reacción frente a la hostilidad que inspiran a Caroline los forasteros pero, arrastrada por la exaltación del momento, no veo en ello ningún mal. Yo quiero que vengan. Desde la última vez que hablé con ellos me los he encontrado en alguna ocasión, pero me han parecido desconfiados y furtivos, algo así como zorros urbanos, dispuestos a hacer de basureros pero inabordables. Al que más veo es a Roux, su embajador, cargado de cajas o de bolsas de plástico con comida, y a veces a Zézette, la chica delgada con la ceja perforada. Anoche dos niños quisieron vender tomillo en la puerta de la iglesia, pero Reynaud los ahuyentó. Los llamé para tratar de que volvieran, pero tenían mucho miedo y me miraron de reojo con marcada hostilidad antes de lanzarse a la carrera colina abajo en dirección a Les Marauds.
Estaba tan absorta en mis planes y en el arreglo del escaparate que me olvidé del paso del tiempo. Anouk preparó bocadillos en la cocina para sus amigos y seguidamente desaparecieron todos en dirección al río. Puse la radio y empecé a cantar mientras trabajaba e iba poniendo los bombones con mucho cuidado unos sobre otros para formar una pirámide. La montaña mágica se abre para mostrar a medias una embriagadora exhibición de riquezas, desde montones multicolores de cristales de azúcar, frutas almibaradas y dulces que relucen como gemas. Más atrás, protegidas de la luz por los estantes invisibles, están las mercancías en venta. Tendré que ponerme a trabajar en la repostería de Pascua casi inmediatamente y anticipar gastos extra. Menos mal que tengo espacio sobrante en el fresco sótano de la casa para almacenar la mercancía. Tengo que encargar cajas para regalo, cintas, papel de celofán y adornos.
Estaba tan absorta en mis pensamientos que casi no oí a Armande cuando entró por la puerta entreabierta.
– ¡Hola! ¿Cómo está? -dijo con sus modales bruscos-. Vengo a tomar uno de sus chocolates especiales, aunque veo que está muy ocupada.
Me las arreglé para salir del escaparate con todas las precauciones posibles.
– No, en absoluto -respondí-, la estaba esperando. Además, ya estaba terminando y la espalda me duele a morir.
– Bueno, si no es molestia… -hoy la noto diferente; en su voz había una especie de crispación, una naturalidad artificiosa que enmascaraba una profunda tensión. Llevaba un sombrero de paja negra adornado con una cinta y un abrigo, también negro, que parecía nuevo.
– Está muy elegante -observo.
Tiene un repentino acceso de risa.
– Hace tiempo que no me oía decir este cumplido, se lo aseguro -dijo, apoyando un dedo en uno de los taburetes-. ¿Cree que puedo encaramarme ahí arriba sin riesgo de romperme una pierna?
– Ahora mismo le traigo una silla de la cocina -hago un gesto, aunque me detengo ante el ademán imperioso de la anciana.
– ¡No me venga con pamemas! -exclama echando una ojeada al taburete-. En mi juventud me subía donde fuera -se levanta las faldas y deja ver unas botas gruesas y unas toscas medias grises-, especialmente a los árboles. Desde la copa arrojaba ramas a las cabezas de los que pasaban por debajo. ¡Ja, ja, ja! -profirió un gruñido de satisfacción al conseguir sentarse en el taburete, agarrándose al mostrador como asidero.
Vislumbré un alarmante remolino escarlata debajo de las faldas negras. Armande parecía absurdamente satisfecha, sentada en lo alto del taburete, y se alisó cuidadosamente las faldas sobre aquel relámpago de enaguas rojas.
– Las prendas íntimas de seda roja -dijo con una ligera sonrisa al ver mi mirada-. Seguramente me tendrá por una vieja loca, pero me gustan. He llevado luto tantos años que casi había llegado a figurarme que si me vestía decentemente de color alguien caería fulminado, por lo que ya había renunciado a llevar otro color que no fuera el negro -me dirigió una mirada rebosante de buen humor-. Pero la ropa interior ya es otro cantar -de pronto bajó la voz y me habló en tono de complicidad-. La encargo en París por correo. Me cuesta una fortuna -se balanceó en lo alto del taburete, sacudida por una carcajada silenciosa-. Bueno, ¿qué hay del chocolate?
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